Una de las funciones
fundamentales del arte es la de hacer sensibles nuestras ideas. La
inmaterialidad lingüística toma forma en la materia, ya sea en la etérica
consistencia de una onda sonora o en la persistente realidad de una piedra. La
escultura contemporánea ha transformado la tradición de experimentación de la
forma en una experimentación directa del espacio. A su vez, la experiencia del
espacio como luz ha dado paso a su vivencia como intuición básica para la
conciencia de nuestra propia vida. Bien es cierto que los museos no son
precisamente escenarios adecuados para la experiencia mística o estética, ya
que las consideraciones sociales que implican cierran cualquier apertura de
nuestra sensibilidad, y limitan la experiencia estética a una experiencia
social generalizada en la que intervienen otros factores, pero Richard Serra ha
conseguido minimizar tal ruido en el Guggenheim de Bilbao al presentar una obra
que se en su colosal inmediatez y geométrica simplicidad envuelve al espectador
en una interioridad no muy distinta a la que producen los jardines japoneses.
Igual que en estos, el caminante se pierde en senderos curvilíneos que
entretejen una geometría de luz que curva el espacio y a nuestra conciencia
tras él, que entra en un tiempo de experiencia estética. Un espacio
particularmente interesante es el que ha construido mediante torsiones
elípticas que generan torsiones espirales, un esquema de los mismos movimientos
gravitacionales que llevan a las galaxias elípticas a transformarse galaxias espirales
bajo la mano alfarera de la fuerza de la gravedad. Estos principios generales
de nuestra comprensión de la física-geometría son hechos sensibles,
experimentables en nuestro desplazamiento corporal por un espacio museístico
inerte. La obra de Serra lleva la escultura hacia la música al devolver a
la experiencia del espacio su forma más básica de proyección de la temporalidad.
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