Dejando que la pena hablara, dijo Vicente Aleixandre que
amar era olvidar la vida. Mas ¿cómo olvidar lo que somos, y abandonar lo
querido en las frías manos de la nada? Los años, que acumulan infortunios,
torpezas y malevolencias en forma de hábitos e inercias de llantos, las heridas,
que nos empujan a no recordar el dolor para poder seguir amando con aquella niñez
del mar -o a apenas respirar-, oprimen con daños, exiliando el corazón cansado,
extrañado de sí, acorralado entre fantásmicas fronteras donde sólo las lágrimas
de opio son la ideal compaña y el consuelo.
¡Qué famélico el amor que olvida muerte o vida en su delirio!
Se ha de querer morir como se ha de querer vivir, siempre por amor a la vida.
En un ya sin dioses universo, ningún sentido es mayor que hacer poema de los ojos
compañeros, de los asombrados espejos solares por donde riela la voz y la vaga memoria de otras vidas.
Amar es creer que a la vida aún le queda otra canción por
cantar, sea o no sea entonces ya el aire nuestro.
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