Wednesday, April 20, 2016

Realismo en Pintura

Cuando Galileo vio por vez primera los anillos de Saturno a través de su telescopio, pensó que eran orejas, e hizo tres dibujos conforme a su percepción. Desde luego, con un mal telescopio pueden parecerlo, incluso con uno mejor si no sabemos con antelación lo que estamos mirando, y nada nos empuja a priori a pensar que alrededor de un planeta pueda haber anillos. De hecho, no se trata de anillos como los que nos ponemos en los dedos, sino de pedazos de materia, que van desde el centímetro a los 10 metros de longitud, que orbitan el plano ecuatorial del planeta, y que desde cierta distancia pueden ser descritos, de una manera vaga, como anillos. Cada vez que percibimos un objeto completamos su forma con la información que tenemos de otras formas semejantes en nuestra memoria y nuestra experiencia, una experiencia que se adapta mal a intervalos temporales demasiado cortos o largos, o a espacios demasiado grandes o pequeños. Lo nuestro son las dimensiones medianas y las aproximaciones, o para ser más precisos, el limitado mundo de las culturas humanas, no exento de grandilocuentes discursos y representaciones.
¿De qué hablamos cuando decimos la palabra “realismo” en relación a la pintura? Niels Bohr pensaba que la forma en la que el cubismo representaba los objetos se correspondía más con la realidad física que las formas tradicionales de representarlos. La simultaneidad de perspectivas de la representación cubista tal como fue formulada por Metzinger, encontró su camino en la llamada interpretación de Copenhague de la física cuántica e inspiró sus modelos del átomo. Sin embargo, ni el cubismo ni la pintura académica tradicional hacen otra cosa que representar un mito cultural y fisiológicamente condicionado que llamamos objetos de la percepción. Sólo en nuestro concepto existe la posibilidad de una representación total de un objeto, pues no podemos representar las partes del objeto que quedan ocultas a nuestro punto de vista por su composición tridimensional; es más, incluso si no lo estuviesen, nunca agotaríamos el número de perspectivas posibles de ese objeto. El objeto no existe de manera independiente a su observador, a los condicionamientos espacio-temporales y culturales que configuran su psique. Este postulado constituyó el punto de partida estético de una larga lista de pintores ya desde los principios del siglo XX y alcanzó su mayoría de edad en el expresionismo abstracto americano y el informalismo europeo. Así por ejemplo, Rothko y Gottlieb no sólo negaban que el mundo tuviese apariencias objetivas que existen fuera de las representaciones que de ellas hace el sujeto (algo que ya había sido tratado teóricamente en la Primera Crítica kantiana), sino que la percepción visual no es sino un elemento dentro de la totalidad de la experiencia estética que no tiene precedencia sobre los sentimientos y los pensamientos.
La neurociencia contemporánea nos dice que hasta algo tan básico como la percepción del tamaño de una figura se ve afectado por el estado emocional del sujeto. Lo que llamamos realidad es el resultado constructivo de un mito, la proyección de un espacio psicológico sobre otro espacio que llamamos físico. La correspondencia entre la representación en una superficie y una apariencia tridimensional no es un isomorfismo. ¿En qué medida decimos que tal morfismo es realista? En la medida que produce una apariencia tridimensional, y consideramos más real aquella fantasmagoría que sea más indistinguible de una representación perceptual de tres dimensiones. A partir de las décadas segunda y tercera del siglo XV europeo, la precisión para construir estos ilusionismos se consideró como baremo artístico del valor de una pintura. Bien es cierto que no sólo se valoraron y valoran las obras del pasado por la destreza en la creación de una ilusión a través del claroscuro y la perspectiva, sino también por el contenido expresivo estético que alcanzaron en la representación de un mito (cristiano, pagano, o de la vida política y social en general), pero ese contenido estético no fue nunca independiente (a partir del Renacimiento) de la destreza en la representación ilusionista.
Hemos llamado realismo en pintura precisamente a las construcciones ilusionistas que reproducen las apariencias de la percepción, de la misma manera que hemos llamado realismo en literatura a ciertas construcciones lingüísticas que utilizan como material los mitos de la vida cotidiana. Sin embargo en música, como la semanticidad es mucho menor que en otras artes, el concepto de realismo no tiene sentido. La obsesión por una reproducción minuciosa de las apariencias de las artes plásticas ha tenido un recorrido paralelo al de la propia ciencia: el control de la experiencia es el control de la vida y es un objetivo per se de la acción humana. En el Renacimiento, la óptica y la perspectiva no tuvieron una delimitación independiente como ciencias, tal y como observamos en Leonardo, es decir, la creencia en una manera objetiva de ser de las cosas da el fundamento para el ilusionismo del arte, el cual puede aproximarse de manera asintótica a tal realidad, como la misma ciencia. Podríamos resumir la creencia en este postulado: hay una única realidad que la ciencia la descubre, y a la que el arte da forma sensible. Nuestras pantallas de alta definición son el resultado presente de un proceso que recorrió las sendas de la pintura y la fotografía química. Por eso, no puede sorprendernos la tesis de Hockney- Falco sobre el uso de las construcciones ópticas (cámara oscura y cámara lúcida) en toda la pintura occidental a partir del S.XV para encajar obras, precisar sombras y perspectiva, y reproducir detalladamente los objetos, una tesis que en los virulentos ataques que ha sufrido por un sector significativo del mundo del arte no hace sino mostrar el fetichismo del realismo naive que gravita sobre un buen número de obras que cuelgan en nuestros museos.
No tiene demasiado sentido llamar realista a la producción de una ilusión. De hecho, el concepto de realidad está tan cargado de asunciones metafísicas heredadas e imperceptibles que difícilmente tiene sentido fuera de contextos culturales cerrados, de entramados míticos particulares. ¿Son reales las células? Hace cuatro siglos no lo eran, y nadie las pintó, a pesar de estar todo el tiempo ahí. ¿Son reales los ángeles? La llamada pintura realista está llena de ellos. La pintura representa mitos, construcciones simbólicas, y todo el proceso técnico es ya una construcción simbólica: el material no tiene sentido per se. Incluso la llamada materialidad de un color, no deja de ser una metáfora de una pre-interpretación de la experiencia perceptiva ya condicionada a un nivel anterior al de nuestra especie homo sapiens. Las células visuales que reciben la luz (irreales hasta no hace mucho), los conos, son sensibles al azul, el rojo y el verde, una combinación tricrómica que parece ser de especial utilidad para la vida arborícola de los primates, con ellos percibimos unos 10 millones de colores pero hay animales (algunas aves e insectos) que poseen pentacromía y pueden ver hasta 10 mil millones de colores. ¿Es realista entonces nuestra representación de unas flores comparada con la percepción visual que de ellas tiene una mariposa? ¿Tienen sentido afirmaciones del neorrealismo como: poner “delante de la vista lo real en los aspectos diversos de su totalidad expresiva”, o decir que hay representaciones que nos ponen delante la realidad entera?
El realismo en pintura es una subcategoría de la representación figurativa, cuyas raíces son más profundas, pues entroncan con los condicionamientos fisiológicos para la percepción de formas por un lado y con los desarrollos de la capacidad general de simbolización por otro. Desde las cuevas rupestres, el humano ha pintado tanto figuras abstractas como figuras que representan objetos de la vida cotidiana. Genevieve von Petzinger ha distinguido 26 signos que se usaron a nivel mundial en representaciones pictóricas y grabados. Curiosamente, en algunos casos, la antigüedad de las figuras geométricas precede con mucho a las pinturas de animales, como ocurre en las representaciones de Blombos (Sudáfrica) de hace 75.000 años. En este sentido, las representaciones pictóricas del figurativo abstracto preceden a las del figurativo natural. La pintura del siglo XX funde el figurativo abstracto con el figurativo natural. En algunos casos, como en el cubismo, interpretando los objetos de la vida cotidiana desde la una geometría no euclidiana, en otros, como en Kandinski, mediante una nueva resimbolización (esotérica espiritual en su caso) de la figura natural, o también en otros casos, como en Malevich, mediante la reabsorción de geometría y mundo natural en una estética del sentimiento. Así, desde el punto de vista suprematista la pintura de Rafael o de Rembrandt tiene el valor del sentimiento que la originó, mientras que desde un punto de vista realista, se admiraría tan sólo el virtuosismo de la representación objetiva.
¿Es el hecho de tener un nombre lo que hace que una figura sea concreta y no abstracta? Un nombre fija una apariencia como objeto, pero a los objetos de la geometría euclidiana más simples (triángulo, cuadrado, etc.), que tienen nombre y son ideales, no tendemos a considerarlos como objetos concretos sino como abstracciones de formas cuyas semejanzas podemos percibir en la naturaleza. Por otro lado, una roca amorfa es algo concreto desde el momento que la identificamos como roca, o una nebulosa cuando la identificamos con una expansión más o menos caótica de un gas específico. Pero la distinción entre forma (como figura concreta) y amorfo (como figura abstracta) no es algo tan simple como parecería. Decimos que algo es amorfo cuando no cuenta con una estructura definida conforme a un patrón simple, lógico o geométrico, sin embargo, algo que nos puede parecer amorfo, como la figura de una costa marina, puede componerse de manera muy precisa y ordenada mediante un fractal, es decir con la construcción recursiva de un objeto autosemejante. Por ello, cualquier definición de los conceptos “figurativo” y “no figurativo”, como ya entendiera Piet Mondrian, sólo puede ser relativa, y ya que el realismo se define a sí mismo como figurativo, el propio concepto de realismo pictórico sólo tiene sentido cuando “abstraemos” la complejidad del mundo y llamamos real a un conjunto familiar de representaciones.
¿Cuándo son semejantes entre sí dos figuras pictóricas, ya las llamemos concretas o abstractas? La semejanza en pintura es más topológica que geométrica. Desde un punto de vista topológico, una taza de café es la misma estructura que un donut: si construimos una de esas formas con un material plástico podemos deformarla de manera continua hasta convertirla en la otra. Análogamente, las semejanzas pictóricas (en el sentido más amplio de representaciones sobre superficies) son una especie de topología cultural: la figura de un tótem asemeja un animal o una idea si disponemos de las claves necesarias para que nuestra percepción haga la transformación topológica, es decir, si el animal o la idea nos es conocida y si los procesos de abstracción que implica toda transformación topológica nos son familiares.

En general, todas las vanguardias han hablado de la realidad y lo real en relación a su producción. Así, para  el cubismo de Metzinger y Gleizes, la obra de Cézanne supone  una zambullida en la más profunda realidad, la realidad en la que la pintura cubista quiere sumergirse mostrando relaciones verdaderas entre las cosas. Por su parte, el surrealismo argumentaba que sus representaciones expresaban una realidad superior a la ordinaria, mostrando algo así como la estructura de lo real, y su producción descansaba en última instancia en el par de opuestos “real-imaginario” disolviéndolo en la experiencia estética. Para Brancusi (platónico en este sentido) su obra no era abstracta sino realista, pues no la forma exterior, sino su idea, era real. Y es que es inevitable que una categoría ontológica como “lo real” no esté presente en cualquier acción estética reflexiva. Podemos hablar de la “realidad del artista”, como hacía Rothko, mientras no olvidemos el contenido metafórico de la expresión, que tan sólo designa los mitos filosóficos, científicos y artísticos a través de los que piensa y siente su experiencia vital. Si insistimos en llamar real a ese algo que nuestros mitos toman como materia de sus construcciones, no podemos sino decir que lo real es ante todo un misterio, o mejor, un apeiron, algo indeterminado que sólo toma forma en el proceso de hacerlo vivo en nuestra experiencia.

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