Cuando Galileo vio por vez primera los
anillos de Saturno a través de su telescopio, pensó que eran orejas, e hizo
tres dibujos conforme a su percepción. Desde luego, con un mal telescopio
pueden parecerlo, incluso con uno mejor si no sabemos con antelación lo que
estamos mirando, y nada nos empuja a priori a pensar que alrededor de un
planeta pueda haber anillos. De hecho, no se trata de anillos como los que nos
ponemos en los dedos, sino de pedazos de materia, que van desde el centímetro a
los 10 metros de longitud, que orbitan el plano ecuatorial del planeta, y que
desde cierta distancia pueden ser descritos, de una manera vaga, como anillos.
Cada vez que percibimos un objeto completamos su forma con la información que
tenemos de otras formas semejantes en nuestra memoria y nuestra experiencia,
una experiencia que se adapta mal a intervalos temporales demasiado cortos o
largos, o a espacios demasiado grandes o pequeños. Lo nuestro son las
dimensiones medianas y las aproximaciones, o para ser más precisos, el limitado
mundo de las culturas humanas, no exento de grandilocuentes discursos y
representaciones.
¿De qué hablamos cuando decimos la palabra
“realismo” en relación a la pintura? Niels Bohr pensaba que la forma en la que
el cubismo representaba los objetos se correspondía más con la realidad física
que las formas tradicionales de representarlos. La simultaneidad de
perspectivas de la representación cubista tal como fue formulada por Metzinger,
encontró su camino en la llamada interpretación de Copenhague de la física
cuántica e inspiró sus modelos del átomo. Sin embargo, ni el cubismo ni la
pintura académica tradicional hacen otra cosa que representar un mito cultural
y fisiológicamente condicionado que llamamos objetos de la percepción. Sólo en nuestro concepto existe la
posibilidad de una representación total
de un objeto, pues no podemos representar las partes del objeto que quedan
ocultas a nuestro punto de vista por su composición tridimensional; es más,
incluso si no lo estuviesen, nunca agotaríamos el número de perspectivas posibles
de ese objeto. El objeto no existe de manera independiente a su observador, a
los condicionamientos espacio-temporales y culturales que configuran su psique.
Este postulado constituyó el punto de partida estético de una larga lista de
pintores ya desde los principios del siglo XX y alcanzó su mayoría de edad en
el expresionismo abstracto americano y el informalismo europeo. Así por
ejemplo, Rothko y Gottlieb no sólo negaban que el mundo tuviese apariencias
objetivas que existen fuera de las representaciones que de ellas hace el sujeto
(algo que ya había sido tratado teóricamente en la Primera Crítica kantiana),
sino que la percepción visual no es sino un elemento dentro de la totalidad de
la experiencia estética que no tiene precedencia sobre los sentimientos y los
pensamientos.
La neurociencia contemporánea nos dice que
hasta algo tan básico como la percepción del tamaño de una figura se ve
afectado por el estado emocional del sujeto. Lo que llamamos realidad es el
resultado constructivo de un mito, la proyección de un espacio psicológico
sobre otro espacio que llamamos físico. La correspondencia entre la
representación en una superficie y una apariencia tridimensional no es un
isomorfismo. ¿En qué medida decimos que tal morfismo es realista? En la medida
que produce una apariencia tridimensional, y consideramos más real aquella
fantasmagoría que sea más indistinguible de una representación perceptual de
tres dimensiones. A partir de las décadas segunda y tercera del siglo XV
europeo, la precisión para construir estos ilusionismos se consideró como
baremo artístico del valor de una pintura. Bien es cierto que no sólo se
valoraron y valoran las obras del pasado por la destreza en la creación de una
ilusión a través del claroscuro y la perspectiva, sino también por el contenido
expresivo estético que alcanzaron en la representación de un mito (cristiano,
pagano, o de la vida política y social en general), pero ese contenido estético
no fue nunca independiente (a partir del Renacimiento) de la destreza en la
representación ilusionista.
Hemos llamado realismo en pintura
precisamente a las construcciones ilusionistas que reproducen las apariencias
de la percepción, de la misma manera que hemos llamado realismo en literatura a
ciertas construcciones lingüísticas que utilizan como material los mitos de la
vida cotidiana. Sin embargo en música, como la semanticidad es mucho menor que
en otras artes, el concepto de realismo no tiene sentido. La obsesión por una
reproducción minuciosa de las apariencias de las artes plásticas ha tenido un
recorrido paralelo al de la propia ciencia: el control de la experiencia es el
control de la vida y es un objetivo per se de la acción humana. En el
Renacimiento, la óptica y la perspectiva no tuvieron una delimitación
independiente como ciencias, tal y como observamos en Leonardo, es decir, la
creencia en una manera objetiva de ser de las cosas da el fundamento para el
ilusionismo del arte, el cual puede aproximarse de manera asintótica a tal
realidad, como la misma ciencia. Podríamos resumir la creencia en este
postulado: hay una única realidad que la ciencia la descubre, y a la que el
arte da forma sensible. Nuestras pantallas de alta definición son el resultado
presente de un proceso que recorrió las sendas de la pintura y la fotografía
química. Por eso, no puede sorprendernos la tesis de Hockney- Falco sobre el
uso de las construcciones ópticas (cámara oscura y cámara lúcida) en toda la
pintura occidental a partir del S.XV para encajar obras, precisar sombras y
perspectiva, y reproducir detalladamente los objetos, una tesis que en los
virulentos ataques que ha sufrido por un sector significativo del mundo del
arte no hace sino mostrar el fetichismo del realismo naive que gravita sobre un
buen número de obras que cuelgan en nuestros museos.
No tiene demasiado sentido llamar realista
a la producción de una ilusión. De hecho, el concepto de realidad está tan
cargado de asunciones metafísicas heredadas e imperceptibles que difícilmente
tiene sentido fuera de contextos culturales cerrados, de entramados míticos
particulares. ¿Son reales las células? Hace cuatro siglos no lo eran, y nadie
las pintó, a pesar de estar todo el tiempo ahí. ¿Son reales los ángeles? La
llamada pintura realista está llena de ellos. La pintura representa mitos,
construcciones simbólicas, y todo el proceso técnico es ya una construcción
simbólica: el material no tiene sentido per se. Incluso la llamada materialidad de un color, no deja de ser
una metáfora de una pre-interpretación de la experiencia perceptiva ya
condicionada a un nivel anterior al de nuestra especie homo sapiens. Las
células visuales que reciben la luz (irreales hasta no hace mucho), los conos,
son sensibles al azul, el rojo y el verde, una combinación tricrómica que
parece ser de especial utilidad para la vida arborícola de los primates, con
ellos percibimos unos 10 millones de colores pero hay animales (algunas aves e
insectos) que poseen pentacromía y pueden ver hasta 10 mil millones de colores.
¿Es realista entonces nuestra representación de unas flores comparada con la
percepción visual que de ellas tiene una mariposa? ¿Tienen sentido afirmaciones
del neorrealismo como: poner “delante de la vista lo real en los aspectos
diversos de su totalidad expresiva”, o decir que hay representaciones que nos
ponen delante la realidad entera?
El realismo en pintura es una subcategoría
de la representación figurativa, cuyas raíces son más profundas, pues entroncan
con los condicionamientos fisiológicos para la percepción de formas por un lado
y con los desarrollos de la capacidad general de simbolización por otro. Desde
las cuevas rupestres, el humano ha pintado tanto figuras abstractas como
figuras que representan objetos de la vida cotidiana. Genevieve von Petzinger
ha distinguido 26 signos que se usaron a nivel mundial en representaciones
pictóricas y grabados. Curiosamente, en algunos casos, la antigüedad de las
figuras geométricas precede con mucho a las pinturas de animales, como ocurre
en las representaciones de Blombos (Sudáfrica) de hace 75.000 años. En este
sentido, las representaciones pictóricas del figurativo abstracto preceden a las del figurativo natural. La pintura del siglo XX funde el figurativo
abstracto con el figurativo natural. En algunos casos, como en el cubismo,
interpretando los objetos de la vida cotidiana desde la una geometría no
euclidiana, en otros, como en Kandinski, mediante una nueva resimbolización
(esotérica espiritual en su caso) de la figura natural, o también en otros
casos, como en Malevich, mediante la reabsorción de geometría y mundo natural
en una estética del sentimiento. Así, desde el punto de vista suprematista la
pintura de Rafael o de Rembrandt tiene el valor del sentimiento que la originó,
mientras que desde un punto de vista realista, se admiraría tan sólo el
virtuosismo de la representación objetiva.
¿Es el hecho de tener un nombre lo que
hace que una figura sea concreta y no abstracta? Un nombre fija una apariencia
como objeto, pero a los objetos de la geometría euclidiana más simples
(triángulo, cuadrado, etc.), que tienen nombre y son ideales, no tendemos a
considerarlos como objetos concretos sino como abstracciones de formas cuyas
semejanzas podemos percibir en la naturaleza. Por otro lado, una roca amorfa es
algo concreto desde el momento que la identificamos como roca, o una nebulosa cuando
la identificamos con una expansión más o menos caótica de un gas específico.
Pero la distinción entre forma (como figura concreta) y amorfo (como figura
abstracta) no es algo tan simple como parecería. Decimos que algo es amorfo
cuando no cuenta con una estructura definida conforme a un patrón simple,
lógico o geométrico, sin embargo, algo que nos puede parecer amorfo, como la
figura de una costa marina, puede componerse de manera muy precisa y ordenada
mediante un fractal, es decir con la construcción recursiva de un objeto
autosemejante. Por ello, cualquier definición de los conceptos “figurativo” y
“no figurativo”, como ya entendiera Piet Mondrian, sólo puede ser relativa, y
ya que el realismo se define a sí mismo como figurativo, el propio concepto de
realismo pictórico sólo tiene sentido cuando “abstraemos” la complejidad del
mundo y llamamos real a un conjunto familiar de representaciones.
¿Cuándo son semejantes entre sí dos figuras
pictóricas, ya las llamemos concretas o abstractas? La semejanza en pintura es
más topológica que geométrica. Desde un punto de vista topológico, una taza de
café es la misma estructura que un donut: si construimos una de esas formas
con un material plástico podemos deformarla de manera continua hasta
convertirla en la otra. Análogamente, las semejanzas pictóricas (en el sentido
más amplio de representaciones sobre superficies) son una especie de topología
cultural: la figura de un tótem asemeja un animal o una idea si disponemos de
las claves necesarias para que nuestra percepción haga la transformación
topológica, es decir, si el animal o la idea nos es conocida y si los procesos
de abstracción que implica toda transformación topológica nos son familiares.
En general, todas las vanguardias han
hablado de la realidad y lo real en relación a su producción. Así,
para el cubismo de Metzinger y Gleizes,
la obra de Cézanne supone una zambullida
en la más profunda realidad, la realidad en la que la pintura cubista quiere
sumergirse mostrando relaciones verdaderas
entre las cosas. Por su parte, el surrealismo argumentaba que sus
representaciones expresaban una realidad superior a la ordinaria, mostrando
algo así como la estructura de lo real, y su producción descansaba en última
instancia en el par de opuestos “real-imaginario” disolviéndolo en la
experiencia estética. Para Brancusi (platónico en este sentido) su obra no era
abstracta sino realista, pues no la forma exterior, sino su idea, era real. Y
es que es inevitable que una categoría ontológica como “lo real” no esté
presente en cualquier acción estética reflexiva. Podemos hablar de la “realidad
del artista”, como hacía Rothko, mientras no olvidemos el contenido metafórico
de la expresión, que tan sólo designa los mitos filosóficos, científicos y
artísticos a través de los que piensa y siente su experiencia vital. Si
insistimos en llamar real a ese algo
que nuestros mitos toman como materia de sus construcciones, no podemos sino
decir que lo real es ante todo un misterio, o mejor, un apeiron, algo
indeterminado que sólo toma forma en el proceso de hacerlo vivo en nuestra
experiencia.
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