La culminación musical de la imitación del ideal griego en música durante el Renacimiento se da en la creación de la ópera. Las exigencias de Vincenzo Galilei -y de los demás miembros de la Camerata del Conde Bardi- de simplicidad matemática para la música, como oposición a la complejidad contrapuntística de la música polifónica precedente, pretende, entre otras cosas, ajustar la música a la palabra, y así fundar un estilo intermedio entre el canto que melismáticamente distorsiona sílabas y el hablar ordinario. Así surge el llamado stile-representativo o stile-recitativo, que se va a convertir en el vehículo para el drama musical nuevo. La intención expresa de reproducir el drama musical clásico está bien documentada, así como la conciencia de que el intento de revitalizarlo era una tarea totalmente nueva[1], a la que poetas y músicos se lanzaron con el desarrollado sentido de historicidad que recorrió todo el Renacimiento. El punto de partida práctico se encuentra en las comedias madrigalescas de finales del Siglo XVI en las obras de Vecchi, Croce y Bachini, de técnica sencilla y textura predominante de acordes, melodías pegadizas y simples, y texto con frecuencia cómico en el que la mímesis se da con respecto a situaciones de la vida cotidiana[2].
La relación de la ópera con el drama musical clásico es la que guarda un modelo incompleto con una copia que reproduce y completa, con la imaginación, las partes que faltan.En este sentido la ópera se inicia como arqueología musical, y como técnica museística que supervisan y fomentan las noblezas de las cortes de Florencia, Mantua, Ferrara, Venecia, Roma y las ciudades francesas más italianizadas. El suelo religioso de la tragedia ática ha sido sustituido por otro estético, pero no sólo eso, sino que las condiciones históricas son tan distintas que a partir del modelo griego surge un arte totalmente nuevo.
Los principios fundamentales de la representación griega, no obstante, se mantienen, y las bases chamánicas de la tragedia son el primer suelo para la germinación del árbol operístico. Orfeo es el tema obligado. En el de Monteverdi observamos que la individuación apolínea parece encontrarse en el lugar donde la tragedia clásica la había dejado, como centro de la representación. La ópera acaba con la ascensión al cielo de Orfeo acompañado por el propio Apolo como un premio a la batalla librada contra el principio disolutorio y amnésico del Hades. El madrigal que cantan los dos chamanes más importantes de la cultura griega dice:
Salgamos cantando al cielo, donde hay virtud
verdadera -el digno premio preferido por sí mismo- y “paz”[3].
El libreto original de Striggio[4] clausuraba la ópera con un quinto acto en el que un coro de bacantes celebraba a Dioniso a la vez que condenaba a Orfeo por despreciar su culto, pero Monteverdi consiguió que el poeta reescribiese un nuevo final apolíneo para su ópera, el que aparece en la partitura final (1609)[5]. Un final así es coherente con los principios del más estilo recitativo que la pretensión ditirámbica primera. Esto nos habla de un cambio fundamental en la orientación del drama musical en sus inicios, aunque no sólo por este final tan poco característico de tragedia griega, a pesar de la pérdida de Euridice. La pérdida de la ninfa es minimizada por el dios de la luz como una pura apariencia: la contemplación del sol y las estrellas le permitirá a Orfeo recrear la bella semblanza de su amada en los astros[6]. De lo que Apolo dice se deduce que la identidad de Euridice queda dispensada en la semblanza; la belleza de Eurídice es la mímesis de la belleza de lo bello, y Orfeo mediante la participación en lo bello se une con Euridice. Claro que si tenemos en cuenta que Eurídice es la diosa del submundo, la diosa en su aspecto terrible, tal como sostiene Guthrie[7], el platonismo implícito en las palabras del Apolo monteverdiano aparece como tergiversación o mejor, una readaptación del mito, a los fines de la identidad en la claridad que simboliza Apolo.
Sin entrar en la discusión acerca de los elementos órficos que se dan en el cristianismo inicial[8], los planteamientos de Monteverdi y Striggio suponen una síntesis de elementos mistéricos paganos, platonismo y cristianismo, tan común como fértil durante el Renacimiento, que nos habla de un nuevo Apolo, de un nuevo principio de individuación distinto al clásico. El núcleo de la individuación, no obstante, es el mismo, no podría ser de otra forma: Apolo está proclamando todo irreal salvo el yo, aquél principio que hace las distinciones y traza las semejanzas, la fuerza creadora que lleva a ver a Eurídice en las estrellas. El mundo entonces es el submundo de las apariencias en el que nada place ni dura[9], mundo que se contrapone al de las perfecciones del que sólo es una copia. Si examinamos la estructura musical del madrigal en el que se canta esto observamos un canon en las voces que afirma las diferencias ontológicas de ambos mundos: el canon en la voz de Orfeo no es nunca sino imperfecto y en los momentos de simultaneidad se encuentra una tercera menor por debajo, además, el prodigioso melisma de Apolo aparece recortado en la parte imitativa del tracio, solo el unísono final identifica ambos mundos.
Parte de la nueva identidad apolínea que se fragua con la fundación de la ópera es la idea de un final armónico en la historia. La apariencia, la representación, siempre imperfectas se cierran en otro mundo, concluyen en él y se justifican con él. Esto es más de lo que la necesidad euripídea de dioses racionales reclamaba; el contenido extra es cristiano. Cada ópera, como una realidad autocontenida a pesar de sus principios miméticos, mantiene una racionalidad, o mejor, un principio teleológico que expresa una cosmovisión. El que se expresa en el Orfeo de Monteverdi, es un principio trascendente moralmente organizado en torno a la permanencia de la identidad más allá de la muerte, principio que se le muestra al humano cuando comprende la apariencia de todo lo que no es la identidad divina, principio que sintetiza los misterios paganos y el cristianismo en la misma medida que las madonas de Rafael sintetizan las diosas de la Antigüedad bajo la imagen de María. Pero el hecho mismo de la ópera con sus particulares características está constituyendo, a partir de esta base, algo más: un nuevo tipo de sujeto.
Si prestamos atención a otros elementos de la ópera podremos inferir alguna característica más sobre el nuevo Apolo. Lo que en seguida llama la atención en las primeras óperas es el gusto por la representación de elementos que hoy llamaríamos efectos especiales, así como situaciones de contenido mágico y sorprendente. Decorados y tramoyas ocupan un lugar central:
La maquinaria italiana es una verdadera reforma del teatro. Es de Italia que nos viene, en efecto, la invención de los decorados pintados, donde la perspectiva crea nuevas magias para el ojo, encantamiento visual más sabio que todos los inventados hasta aquí. Y la escena se convierte en ese lugar moviente, constantemente renovado, gracias al trabajo particular de las máquinas; el decorado se cambia en otro, a la vista misma de los espectadores, por una sustitución misteriosa que mezcla y reagrupa las formas, materias, colores, luces, sombras...[10]
Las máquinas cautivan la imaginación. Un espectador del drama pastoral L’Arimene[11] de D’Oleuix du Mont-Sacré, nos ha dejado un buen testimonio sobre el despliegue de escenarios de la obra, en la que se representan combates de dioses contra gigantes, un episodio fantástico con tema de la guerra de Troya, la leyenda de Perseo, el viaje de la nave Argo y finalmente el imprescindible Orfeo[12]. El hincapié hecho en el despliegue de la maquinaria y la variedad técnica de los números de L’Arimene nos muestra la centralidad que la puesta en escena tenía en los primeros dramas musicales. La Delimauce de Renaud, un ballet de corte ejecutado delante de Luis XIII e la gran sala del Louvre, así como IL Ballo dell Ingrate, Arianne, Idropica y una buena lista de obras se suman como evidencia del esplendor de la escenografía en la primera ópera[13]. No deja de ser curioso observar la contradicción que parece darse entre los principios teóricos de sencillez y estilización matemática para el nuevo drama musical que está propugnando la Camerata del Conde Bardi, con el barroco entramado de la puesta en escena. Claro que más que nada es una contradicción aparente pues el mismo impulso que lleva desde la polifonía hasta los bloques armónicos del estilo recitativo es el que anima con su espíritu matemático a la construcción de máquinas que representen el universo. Ese es el nuevo objetivo, representar el universo, recrearlo. La tragedia se movía siempre con unos objetivos más específicos, más concretos: el alcance del espectáculo musical era el de la ciudad, sus dioses y sus mitos. En la ópera, sin embargo, no hay nada de eso, el espectáculo va dirigido a las cortes, y la descontextualización de los mitos -esos dioses ya son sólo reliquias de sabor exótico- no hace sino dotarlos de un contenido abstracto alegórico en el que apenas hay elementos que conectan con la sensibilidad del espectador. Los personajes son comprendidos en la medida en la que son capaces de expresar afectos y no tanto como parte de un relato de más alcance (como los mitos), salvo por aquella parte del público que goza de las claves que abren las puertas psicológicas del mundo antiguo.
El nuevo público se sitúa ahora como eje en torno al que gira la representación. Se divierte al público y se lo impresiona con un despliegue no sólo de maquinaria escenográfica sino con toda una maquinaria mítica mucho más espectacular que la favorecida por el cristianismo hasta la fecha. La música religiosa no puede competir, a pesar de la construcción que hace de sus propios magníficos escenarios. La incapacidad proviene de una escenografía lineal, que en la ópera queda sustituida por la circularidad. En el teatro clásico la representación, como lugar de tensión de la mímesis posesiva y la participativa, definía el esquema concatenado del que habla Sócrates en el Ión. Desde la escena los actores y el coro mediaban un entusiasmo lineal hasta el público. La representación cristiana, por su parte, constaba de dos líneas, una que venía desde un ámbito distinto, vertical, en donde se encontraba el Bien emanador -línea que llegaba hasta el sacerdote en el altar-, y otra horizontal que desde el sacerdote -también según el modelo de la cadena magnética- llegaba hasta los fieles participantes. La ópera suprime este modelo y coloca al auditor como eje fundamental, el sujeto se encuentra en el centro del universo. Esto es paralelo a la revolución copernicana: descubrir que la tierra no está en el centro del universo, y que el sol gira en torno suyo, es paralelo a la afirmación que sitúa el intelecto-sol en el centro y lo mortal en la periferia. El sujeto, la identidad, se encuentra en un centro inamovible.
La maquinaria de la que el sujeto se dota es entonces un proceso de inversión mimética: la naturaleza queda copiada de manera simplificada pero con el objetivo final de dominarla, de reproducirla para dispensarla en última instancia, el único interés es la puesta en escena de un sistema abstracto de relaciones con el que el yo se reconstruye. Los afectos, perfectamente estilizados en modos de discurso que intentan reproducir el ethos dramático de la Antigüedad, los concitato, temperato y molle de los que da cuenta Monteverdi[14] (y que se convierten en pura técnica compositiva), no son sino los elementos diferenciadores de la música con respecto a la matemática, son elementos que expanden el nivel interno de la representación con la misma dinámica y objetivos con los que Apolo baja de una nube o un dragón llameante recorre la escena inagotable de arriba para abajo. Todas estas cosas están allí para el propio deleite, para la reafirmación del gran sujeto espectador del universo que extiende sus simulaciones a ámbitos cada vez más extensos.
Por último, conviene destacar la importancia que durante los siglos XVII y XVIII tienen los castrados en la ópera europea. Desde el siglo XVI fueron empleados por los papas en sus coros, instituciones musicales que tenían acceso vedado a las mujeres. La represiva prohibición se extendió a las apariciones femeninas en escenas dramáticas[15]. Sin este colectivo de cantantes, castrados en su juventud para que la tesitura de su voz alcanzase los registros más agudos, la ópera inicial hubiese sido imposible. Lo interesante es hacer notar, que una vez la prohibición eclesiástica quedó obsoleta por la representación fuera del ámbito de poder de la Iglesia, el castrato se siguió manteniendo por motivos estéticos. ElOrfeo de Glück es precisamente un alto masculino, ya en plena época de las luces[16]; el Giulio Cesare de Haendel [17] usa tres altos masculinos y un soprano masculino, de un total de ocho cantantes, y Alcina cuenta con un alto masculino; el Hyppolyte et Aricie de Rameau[18] utiliza un contralto masculino, un contratenor[19] y un soprano masculino, que curiosamente es un marinero; y hasta en el propio Mozart, en su Idomeneo, Re di Creta[20] hay un soprano masculino, Idamante, el hijo de Idomeneo[21]. De hecho los castrados más famosos vivieron durante el siglo XVIII, los Cafarelli, Carastini, Farinelli y otros grandes cantantes y actores que ejecutaron de manera prodigiosa, extraordinariamente virtuosística, arias capaces de hacer entrar en éxtasis a las audiencias de media Europa[22].
El castrado se encuentra en la misma base de los cimientos operísticos. Durante doscientos años fue así, precisamente en el momento en el que se establecen no sólo los cimientos de la música moderna, dramática y no dramática, sino también los de la ciencia y la filosofía modernas. El sujeto moderno, es un sujeto masculino por excelencia. No sólo la Iglesia apuntaló un logos patriarcal sino que ya todo el humanismo había revalidado la idea de que el conocimiento y el control del mundo era coto de varones[23]. La conquista del castrato de los registros propios de la mujer no es tanto un deseo de copiar la belleza del registro agudo como de apropiárselo una voluntad de conquista de la naturaleza enmascarada en lo que parece un principio mimético[24]. La mímesis es de hecho una forma de mímesis invertida, como ocurría con la maquinaria escenográfica, pues lo que se hace es una simulación que pretende la dispensa final. Se trata de una represión de la naturaleza a gran escala: su simplificación en modelos culturales en los que todo lo que no sea pura razón varonil o teoría varonil normativa sobre los afectos queda fuera. La ópera desde su inicio, y sobre todo en su inicio, es el lugar en el que se expresa por completo la subjetividad racional occidental, un Apolo que domina las apariencias porque domina las proporciones y los números, que ha sometido a su implacable balanza los sentimientos, y que ignora y desprecia como apariencia lo que escapa a su vara de fuego de la repetición, de la medida. La ópera no imita la naturaleza, sino que la reduce para simularla; no es casualidad que en este entorno estético aparezca el sistema de afinación temperado. La ópera tampoco aspira a mejorar la naturaleza, sino tan sólo a crear una segunda naturaleza a partir de ella. No obstante, no hay duda que el nuevo marco del sujeto, en el que el universo era un todo perfectamente ordenado, una gran representación al servicio del yo -Bach en su representación cristiana lo seguirá llamando Dios-, era sentido no sólo como mejora con respecto a las incertidumbres de las épocas anteriores, sino como una mejoría absoluta y definitiva, como una puesta final en camino.
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