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Mímesis y repetición


  

Por debajo de todos los conceptos que delimitan el campo de la mímesis -posesión, participación, imitación, variación, expresión, etc.- encontramos de una forma u otra el concepto básico de la repetición. Este concepto ha sido estudiado con detalle por Giles Deleuze, para quien el arte no imita, sino repite, por medio de un poder interno[1]. Una imitación es una copia -argumenta Deleuze- mientras que el arte es simulación, revierte las copias en simulacros[2]. Detrás de esta afirmación hallamos  una clara voluntad de acabar con el concepto mimético de modelo-copia, el modelo básico platónico, y con los modos de pensamiento mimético que ha inspirado. En este sentido está continuando el proyecto nietzscheano de transmutación de los valores de la filosofía occidental. El marco establecido por Platón presenta el escollo teórico de la oposición entre las nociones de la identidad y la diferencia, es decir, se trata de la solución de la dificultad que Schopenhauer destapó para la filosofía y que Nietzsche formuló como el problema de lo dionisíaco.


    Para Deleuze, la repetición es un forma de comportamiento, pero en relación a algo único o singular que no tiene equivalente, y tal repetición a nivel de la conducta externa es eco de una vibración más secreta e interna que anima a lo singular[3]. Esto podría verse como una inversión del principio aurático de Benjamin. Allí donde Benjamin hablaba -en relación a la originalidad, autenciticidad o singularidad de una obra- de la manifestación irrepetible de una lejanía, de su condición singular en el aquí y ahora[4], Deleuze va a decir que hay precisamente un impulso que anima a eso singular y único a repetirse. Como la repetición es una actividad o comportamiento, la pregunta adecuada, según Deleuze, al observar los elementos que se repiten es: ¿qué sujeto se repite? ¿Cuál es el ser de tal repetición?, pues no hay repetición sin un repetidor, nada repetido sin un alma repetitiva[5]. Se trata de la estrategia epistemológica nietzscheana que reduce toda inquisición al ¿quién?[6], y que llevada a su término desvela antes que nada dos tipos diferentes de repetición:


La primera repetición es la repetición de lo mismo, explicada por la identidad del concepto o la representación; la segunda incluye la diferencia y se incluye a sí misma en la alteridad de la idea, en la heterogeneidad de una a-presentación[7].


   Las dos clases de repetición pueden ser caracterizadas por pares de opuestos. Una es la del sujeto y la otra produce objetos, una es estática y la otra dinámica, una es repetición en el efecto y la otra en la causa, una revolvente y otra evolvente, una está enrollada y necesita explicación mientras que la otra está desarrollada y explicada, una es espiritual y la otra material, etc.[8]. La repetición interna sería la base del principio de identidad, del apolinismo. Mientras que la repetición externa supone la intersección de las fuerzas del devenir con las de la identidad sobre el eje de la extensión, del espacio, la repetición interna puede ser pensada como la confluencia de estas mismas fuerzas en la intensión temporal. La repetición externa produce algo así como la cancelación de la diferencia en la identidad, mientras que la interna cancela la identidad en la diferencia. Pero la misma noción de repetición depende de la identidad de la representación, es decir, de la repetición de lo mismo en el seno de la representación, lo que produce no sólo un círculo vicioso, sino una ilusión insoslayable en toda representación.

    Tanto las nociones de repetición como de diferencia vienen distorsionadas por las limitaciones que produce la ilusión de la representación. La distorsión fundamental viene dada por el hecho de que la representación invoca la identidad del concepto para poder explicar la repetición no menos que para comprender la diferencia; la repetición necesita del concepto: incluso si se sitúa fuera de él necesita presuponer su identidad[9]. Esto nos lleva a que la repetición sólo pueda ser comprendida de manera negativa, como una limitación del concepto[10]. Por otro lado, la repetición pone el concepto fuera de sí mismo y lo fragmenta en una multitud, lo fuerza a existir en un montón de casos hic et nunc[11]. La multiplicación de cosas con un mismo concepto lleva a la división del concepto en un alto número de cosas, lleva no sólo a la repetición de lo que tiene un mismo concepto, sino en última instancia a la repetición de lo mismo, pues los modelos y las copias son indistinguibles de manera sensible.  Cada vez que encontremos una variante, diremos que es una cuestión de repetición en sentido derivativo, la repetición con respecto a un modelo extrínseco material, pero una repetición analógica[12] , una repetición de estructura, de las relaciones constituyentes - que no son otras que las de la determinación del concepto al que se le fija una identidad.

    La experiencia de la ilusión de la repetición es especialmente intensa en el arte sonoro. Las obras de Morton Feldman o de Steve Reich son una muestra de ello. La secuencialidad de la percepción musicalidad hace que lo mismo suene siempre diferente, y que una repetición de una estructura rítmica o de alturas quede disuelta en la potencia deviniente de la conciencia del auditor. De hecho, la llamada música minimal o repetitiva acaba por destacar las diferencias de una forma más obvia que ninguna otra forma de composición: la espacial noción de la identidad se deshace en la temporalidad musical, pues fuera de la representación, en el ámbito de la música, la identidad no es más que un referente epistemológico, una pequeña ayuda para la navegación en el turbulento océano de la existencia.En For Philip Guston[13], Feldman crea una atmósfera minimal en la que la tensión entre la identidad de las estructuras de las alturas y los ritmos se desbarata en el ámbito de la diferencia que supone su expresión en el lienzo temporal, llevando al oyente durante casi cinco horas de audición a una forma de trance mimético: la conciencia adopta poco a poco la configuración ligera de la obra y reverbera con ella en una intensa experiencia musical análoga a la chamánico-religiosa. En Tehillim[14] de Steve Reich, la propuesta repetitiva es directamente chamánica.En esta obra el ritmo de la música se deriva de la métrica del texto hebreo de los Salmos, métrica de gran flexibilidad que se repite en ciclos más o menos largos. En Tehillim se nos propone una experiencia musical que se encuentra fuera de la experiencia ordinaria de nuestra analítica tradición occidental, los elementos formales se desbaratan en un trance favorecido por el uso a gran escala de las diferentes técnicas compositivas basadas en la imitación, especialmente la repetición, o mejor, la imposible repetición musical.

      El arte manifiesta en toda su pontencia esta tensión entre la diferencia y la identidad - tensión que define el ámbito de la mímesis- y juega con ella de forma consciente. En el arte quedan plasmadas estéticamente las mistificaciones e ilusiones de nuestra civilización para que la diferencia pueda ser finalmente expresada con una fuerza airada que es ella misma repetición[15]. La distinción entre mímesis y repetición que hace Deleuze obedece a la intención de precisar la noción de simulacro, materia del arte, con respecto a la noción de copia. Un simulacro es un sistema en el que lo diferente se relaciona con lo diferente a través de la diferencia misma[16], y el objetivo de todo arte es la producción de simulacros.


Tales sistemas son intensivos; descansan en última instancia sobre la naturaleza de cantidades intesivas, que precisamente se comunican a través de sus diferencias. El hecho de que sean necesarias ciertas condiciones para tal comunicación (pequeña diferencia, proximidad, etc.) debería conducirnos a creer no en una condición de semejanza anterior, sino sólo en las propiedades particulares de cantidades intesivas que se pueden dividir, pero lo hacen sólo cambiando su naturaleza de acuerdo con su propio orden particular.[17]


Deleuze nos está hablando de una especial organización de la diferencia que determina algo así como un espacio de cantidades infinitamente próximas e infinítamente divisibles que forman una constelación de entidades con comunicación no basada en conceptos, y en general, que no utiliza las categorías de la representación. Según Deleuze, un sistema de simulacros así puede ser caracterizado a partir de:

1.-La profundidad o espacio en el que las intensidades están organizadas.

2.- Las series dispares que éstas forman, y los campos de individuación que subrayan (factores de individuación).

3.-El precursor oscuro que causa su comunicación.

4.-Los vínculos, resonancias internas y movimientos forzados que resultan.

5.-La constitución de seres pasivos y sujetos larvales en el sistema, y la formación de dinamismos espacio-temporales puros.

6.-Las cualidades y extensiones, especies y partes que forman la doble diferenciación del sistema y cubren los actores precedentes.

7.- Los centros de envolvimiento que no obstante testifican la persistencia de estos factores en el mundo desarrollado de cualidades y extensiones. Los sistemas  de simulacro afirman divergencia y descentramiento: la única unidad, la única convergencia de todas estas series, es un caos informal en el que están todas incluidas[18].

Deleuze esta definiendo, con el menor aparato conceptual posible, un marco capaz de dar cuenta teórica de cualquier obra de arte. Si observamos los siete puntos con algo de detalle salta a la vista que se trata de una cosmogonía artística completa en la que se ha tenido en cuenta  hasta el precursor oscuro, que como precursor es responsable de las cualidades y extensiones, o si se prefiere, de las reglas internas de la obra de arte, y toda una serie de vínculos que garantizan el carácter cerrado del sistema. El sistema de la obra surge del caos primigenio y se autoorganiza a partir de las propias intensidades, a partir de la infinita división que favorece la creación de centros locales, de núcleos, o mejor, de racimos de simulacros dotados de su propia fundamentación ontológica. Dicha fundamentación surge de la nebulosa del precursor oscuro.

    Lo que es interesante en el planteamiento de Deleuze es el intento de crear una atmósfera cosmológica de la diferencia. En el arte sonoro vemos operar este tipo de cosmología en las Improvisations sur Mallarmé de Pierre Boulez. El compositor intenta crear en esta obra un continuo de diferencias tímbricas a partir de una cuidadosa orquestación. El arpa, las campanas tubulares, el vibráfono, el piano y la celesta -todos de alturas fijas- se funden entre sí y con un grupo de instrumentos de percusión de altura no claramente definida, gongs, tam-tam y otros, consiguiéndose un borrado tímbrico en el que las identidades se funden a partir de la cuidada organización de la simultaneidad de los parciales armónicos[19].(Véase el fragmento de orquestación al final de la sección, figura 15).

   Estos sistemas de simulacros son los lugares de actuación de las ideas, entendiéndose por ideas no la unidad, o lo múltiple, sino una multiplicidad constituída por elementos diferenciales, relaciones diferenciales entre esos elementos, y singularidades[20]. Se afirma entonces para las ideas tanto la individuación como la multiplicidad, es decir, las ideas son distinguibles entre sí a pesar de su carácter múltiple, mantienen una fuerza de cohesión dada por la diferencia de elementos. Las ideas, así definidas, no tienen actualidad, sino que son pura virtualidad y encarnan en campos de individuación, actualización que no ocurre en base a la semejanza sino a la propia lógica de las intensidades. Cuál sea la dinámica de estos campos es tan oscuro como el propio precursor que establece Deleuze, aunque en el caso de la composición de Boulez, es decir, en la praxis artística, la dinámica es clara: la voluntad del compositor de evitar toda identidad fuerte[21]. Las intensidades que producen la diferencia son trabajadas por Pierre Boulez a partir de las intensidades relativas de los instrumentos (p,mf,f,etc.) y la orquestación de los parciales. El sonido de piano, el más común en las salas de conciertos de todos los timbres instrumentales utilizados en la obra por Boulez, pierde su identidad, es más, se transforma en una cámara de resonancia para el despliegue de toda la virtualidad del espectro armónico: todos los timbres tienen una identidad larval, todos los fraseos posibles son virtualidades como las ideas. Deleuze, a su vez, está reconstruyendo todo un entramado ontológico que pueda funcionar a nivel pre-individuación, al nivel de la virtualidad de la idea, pero esto solo puede hacerse desde la práctica artística (como por ejemplo en Improvisations), y no a partir de un sistema analítico que mantiene las ilusiones trascendentales de la representación.

    Las ideas para Deleuze son dionisíacas, distintas y oscuras, por contraposición a las distintas y claras de la representación apolínea, y existen en una indiferenciación que es no obstante diferenciada, en una pre-individualidad que es no obstante singular; es la zona oscura de una intoxicación que nunca sería calmada, la zona distinta y oscura en la que la  filosofía construye el mundo con todas las fuerzas de un inconsciente diferencial[22]. Esto es paradójico, pue la construcción cosmológica deleuziana se hace desde la individuación del yo filosófico pensante, conceptual. En efecto, la individuación maneja para la construcción cosmológica las ilusiones de la representación, hay un encadenamiento final al concepto que el discurso filosófico no podría romper sino abandonando sus pretensiones-ilusiones de coherencia, desarrolándose plenamente en la zona de lo oscuro y distinto de lo dionisíaco. Pero esto es una contradición con respecto a la estructura del lenguaje, con respecto a su carácter repetitivo fundamental, y sólo tiene sentido si se piensa como tensión de lo oscuro hacia la identidad del concepto.

            El lenguaje es obviamente un hecho de la repetición, una limitación representacional de conceptos. El arte utiliza de manera estructurada las repeticiones poniéndolas unas junto a otras, estableciendo relaciones entre ellas, y el arte está sujeto a la condición de que una diferencia pueda ser extraída a partir de esas repeticiones. Por eso el arte convierte copias en simulacros, lleva desde la repetición hasta crear sistemas de diferencias. Las copias funcionan como materia prima para el sistema de simulación, que bajo las condiciones descritas va ser el campo de encarnación de las ideas más allá de la representación conceptual que necesita de la repetición. El juego cósmico, va a decir Deleuze, no es un juego representacional a pesar de que se represente en la ilusión de la identidad, sino que es el juego entre lo problemático de la idea y el imperativo de la identidad[23]. Se trata de la tensión entre lo oscuro-diferenciado y lo claro-diferenciado, entre Dioniso y Apolo, tensión que el arte pone en juego, como cualquier pensamiento que no reprima lo inconsciente es capaz de poner en juego.

   Desde el punto de vista de la identidad, es decir, aceptando la ilusión del concepto y construyendo, a la nietzscheana, un discurso artístico basado en la ficticia representación, podría reprocharse a la teoría de Deleluze  que si bien el arte como simulación es un sistema en el que lo diferente  se relaciona con lo diferente a través de la diferencia, la cosmología del simulacro no parece dejar claro cuál es la diferencia estética, es decir, por qué una simulación artística es capaz de despertar sensaciones y actitudes que otras simulaciones son incapaces. Se trata de nuevo de la pequeña objeción de Schopenhauer a Leibniz, ahora en una nueva fórmula: si el arte es el sistema de simulación que Deleuze dice que es, ¿por qué entonces hay simulacros capaces de emocionar y otros no, ¿por qué determinados campos de individuación alteran la ilusoria identidad propia y otros la dejan impasible? Debido al contenido más o menos liminal de los escenarios de la experiencia individuatoria.

  La expresión de la diferencia choca con el lenguaje, nido de repeticiones, y con la experiencia, lecho de ilusiones representacionales, lo que nos devuelve al arte como escenario para que la diferencia florezca de manera más libre que con respecto a la filosofía del arte. Pero la diferencia choca también con la experiencia, que nos habla de diferentes grados de simulación que no se relacionan entre sí a partir de la identidad aunque tampoco pueden prescindir de ella: la pre-individuación de la que Deleuze dota a la virtualidad de las ideas, podría extenderse a una casi-identidad de los conceptos, una tensión diluyente en el que las representaciones, como los simulacros de las nubes, tienen una casi identidad, o si se prefiere una identidad deviniente, como la que Pierre Boulez intenta crear en sus Improvisations. Si hablamos sobre esta obra, la pre-individuación y la casi identidad de los conceptos es imposible: el resultado es una operación de análisis armónico. Pero si experimentamos la obra, si la escuchamos, la pre-individuación y la casi-identidad tímbrica es un hecho que se consuma en una atmósfera de diferencias.

    Deleuze es consciente de los límites de su esquema de la repetición y la diferencia, los limites que marca la broncínea cadena del lenguaje, e intenta adaptar el pensamiento de la diferencia a la noción de devenir. Propone lo deviniente como categoría fundamental para pensar la diferencia, categoría que aspira sustituir a la mímesis como pilar constructivo del pensamineto estético musical. En la obra (escrita de manera conjunta con Félix Guattari) Mil Mesetas, Deleuze expone su teoría del deviniente como resultado de la insatisfacción con todas las previas teorías sobre mímesis[24]. La teoría es introducida como una creencia, la creencia en un cierto tipo de entidades, los devinientes-animales, que se desarrollan a través de los humanos y los hacen cambiar afectando tanto al animal como al humano[25]. Deviniendo animal,según Deleuze y Guattari,  no consiste en la imitación del animal, no es ni que el humano se convierte en el animal ni que el animal se convierte en otra cosa específica:


El devenir no produce nada distinto a sí mismo. Caemos en una falsa alternativa cuando decimos que o se imita o se es. Lo que es real es el propio devenir, el bloque del devenir, no los supuestamente términos fijos a través de los que aquello deviniente pasa. El devenir puede y debe ser cualificado como animal-deviniente incluso en la ausencia de un término que sería el animal devenido. El animal-deviniente del ser humano es real, incluso si el animal en el que el humano deviene no lo es. Este es el punto a clarificar: que un deviniente no tiene un sujeto distinto a sí mismo; y además que no tiene término, pues su término existe a su vez como lo tomado de otro deviniente del cual es sujeto, y que coexiste , forma un bloque, con el primero[26].


Lo que antes se comprendía como proceso mimético, estos autores lo explican como un bloque deviniente,relación tan íntima entre individualidades que la misma individuación hace sitio al proceso de cambio, éste sí, idéntico consigo mismo. Lo deviniente pretende funcionar como una categoría que ha incluido en su seno la dimensión temporal y que por ello es capaz de dar cuenta de la metamorfosis que impera en los organismos vivos. No obstante pretende distanciarse de la evolución, pues no incluye de ninguna forma las nociones de filiación y proveniencia [27] como tampoco la noción de especie animal mejor adaptada: la noción de finalidad es ajena al planteamiento de Deleuze y Guattari. Los devinientes son observables en la simbiosis de los diferentes organismos vivos, la abeja y la orquídea forman un bloque deviniente, el gato y el babuino forman un bloque deviniente cuya alianza es efectuada por un virus C, etc.[28].

     La teoría es sugerente, pero sigue planteando problemas lógicos: la indviduación de los bloques en espacio y tiempo no dependen sino de representaciones, una representación nos lleva a formar un bloque abeja y orquídea simplificando unas relaciones devinientes que incluyen un grupo muy superior de seres vivos que forman lo que podríamos llamar el bloque más estrecho. Pero es que los bloques admiten un juego representacional muy diverso y no hay nada que impida, una vez establecida la dinámica de los devinientes, extender la escala a todo lo que vive, pensar en un gran bloque deviniente. Deleuze y Guattari pretenden resolver esta dificultad estableciendo un nivel molecular base para todos los devinientes de tal forma que por grados de proximidad  -aplicando implícitamente la teoría del cálculo infinitesimal como ya estaba implícita en el sistema de los simulacros- los bloques queden definidos de forma difusa y siempre sea posible extender en un grado la composición del bloque sin necesidad de romper su identidad en favor de un gran bloque deviniente[29]. Con un espacio nebuloso, o si se prefiere oscuro-distinto, dionisíaco, en el que la diferencia da las relaciones, la noción de bloque deviniente vence algunas dificultades lógicas, aunque sólo relativamente pues ni siquiera en tal espacio la noción de devenir escapa a lo que escapa la de bloque. En efecto, la noción de devenir, o es una intuición o es un concepto. Pero si es una intuición, entonces no es inteligible sino asociada a un concepto, y en ningún caso su sensibilidad pura permite la diferenciación de un bloque. Y si es un concepto cuya extensión es todas las cosas, pues todo lo que está en el mundo deviene, entonces su comprehensión es cero, o sea, decir que algo deviene es como no dar ninguna información acerca de esa cosa. Claro que el devenir podría ser también una idea en el sentido deleuziano, y sólo así evitaría las contradicciones lógicas por su inscripción a priori  en un espacio virtual, pero lo deviniente tiene una dimensión temporal espiral a corto plazo que no tiene lo virtual. Lo deviniente no es reversible, establece unas relaciones de orden temporal características de lo real que no se corresponden en manera alguna con las de lo virtual pues implican la representación de cambio como movimiento.

   No obstante, a pesar de que lo deviniente se ofrece como sustitución teórica de la mímesis por Deleuze y Guattari, ésta permanece imprescindible como negatividad en lo deviniente, y así lo determina:


Ningún arte es imitativo, ningún arte puede ser imitativo o figurativo. Supóngase que un pintor representa un pájaro; éste es de hecho un pájaro-deviniente que puede ocurrir tan sólo en la medida que el pájaro mismo está en el proceso de devenir otra cosa, una pura línea y un puro color. Por tanto, la imitación autodestruye, desde el momento en el que el imitador, sin saberlo, entra en un deviniente que conjuga el desconocimineto con el proceso de devenir eso que él o ella imita. Uno imita sólo si falla, cuando uno falla[30].


Lo que no quiere decir que no haya algo de imitación en los aciertos, en los procesos de entrada en bloques devinientes. La imitación autodestruye  desde el punto de vista de lo deviniente, supone el fin del devenir, la fijación, pero la cerrazón del bloque sobre sí mismo es mimética y necesaria como gesto lingüístico y como notación de lo infinitesimal. Deleuze y Guattari conscientes de ello completan su teoría afirmando que en el proceso de constitución de un bloque deviniente la imitación entra, aunque sólo sea como ajuste del bloque, como un toque final, un guiño o una forma, aunque todo lo importante pase en otro lugar, en lo deviniente[31]. La imitación sería entonces lo externo mínimo de la mímesis mientras que lo deviniente es el proceso interno de diferenciación. Esta noción guarda relación con lo que más arriba he llamado mímesis expresiva, la mímesis en el tercer sentido aristotélico, salvo que la naturaleza de Aristóteles ha sido sustituida por la diferencia, si bien en sentidos no demasiado diferentes. En ambos casos se observa cierta inexorabilidad instintiva, como la expresión de una voluntad última de imitar, en un caso, y de formar devinientes, en el otro.

   Es interesante observar que la posesión plantea los mismos problemas que hemos visto para la diferencia: sin una participación mínima de la identidad, sin una gota apolínea, es ininteligible y como experiencia está fuera de la determinación de la memoria el reconocimiento y la autoconciencia. Por otro lado, las teorías de Deleuze y de Guattari se anclan en la tradición de las teorías miméticas por las pretensiones epistemológicas que albergan: el arte - y la música o arte del devenir como polarizador fundamental de los procesos estéticos- representa la forma más completa y de mayor potencia para el conocimiento del mundo y del humano, ya sea por ser el vehículo del logos, en unos casos, o por ser precisamente la única manera otorgarle los límites y mostrar lo que hay fuera de él.

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