Los
estudios antropológicos nos muestran que todo grupo humano conocido
tiene una forma de comunicación narrativa, ya sea oral o escrita, en
la que se recogen las representaciones colectivas que constituyen sus
señas de identidad en lo concerniente a su origen y del mundo, así
como sus creencias sobre la vida y la muerte, y las maneras de
organizar ambas. Estos relatos, llamados mithos en el mundo griego, y
a partir de entonces en la tradición filosófica occidental, son
ubicuos en las sociedades humanas y, desde un punto de vista
axiológico y organizativo, ocupan un lugar central en la comunidad a
la que pertenecen. Los mitos tradicionales recogen las ideas que una
comunidad tuvo sobre el modo de ser de las cosas, cómo empezó el
mundo, cuál es el lugar de los hombres y los dioses, cómo se
relacionan estos, cuáles son sus linajes, qué son la vida y la
muerte, qué dificultades pudieron ser superadas y cuáles supusieron
un fracaso, cómo surgió la ciudad, cuáles son sus leyes y sus
enemigos… Desde nuestro punto de vista epistemológico, después
del triunfo de la ciencia moderna, es característico de los mitos el
hecho de que sus ideas no son organizadas en teorías, sino que están
integradas en narraciones cuyos protagonistas y lugares tienen
nombres propios. Por otro parte, la antropología muestra que las
narraciones míticas parecen tener una funcionalidad social más
amplia en las sociedades arcaicas que la que desempeñan en la
nuestra, pues en aquellas, los mitos son vividos en las acciones de
la comunidad, y muchos de ellos son actuados ceremonialmente. Una
funcionalidad así, integradora de la vida del grupo, es posible
debido a que estas narraciones contienen las valoraciones ontológicas
fundamentales y las construcciones epistemológicas con las que se
manipula el medio físico.
Los
mitos tradicionales presuponen una epistemología, la cual va
asociada, de manera más o menos consciente, con la ontología que
expresan. Si observamos, por ejemplo, el mito de la creación de
Menphis (Egipto), el dios Ptah crea con la palabra a los demás
dioses, a los humanos y los animales, así como la tierra y el
conjunto de la orografía. Esto supone una explicitación de los
referentes finales de la creación, lo divino, lo humano y la fisis,
así como de la jerarquía genética entre ellas, además de la
proclamación de la palabra como centro del conocimiento, es decir,
de la inteligencia y los medios para comunicarlo. Palabra e
inteligencia tienen aquí su origen en los dioses, lo que implica que
la sabiduría es teología, cuyos fundamentos no pueden ser conocidos
sino por alguna forma de revelación, como es también el caso de los
mitos sumerio-acadios, en los que los dioses son responsables del
orden natural y del civilizatorio o cultural, gobernando sobre toda
la experiencia humana. Si por el contrario estudiamos el relato del
andrógino gigante Ymir de las mitologías nórdicas, según la cual
los dioses, el mundo y los humanos, tal como hoy los conocemos,
surgen de este ser antropomórfico, la ontología que se transmite
presenta una jerarquía inversa a la anterior, que coloca lo humano,
idealizado, en la cúspide. En esta ontología, se habla del
Ragnarok u ocaso de los dioses tras el que se iniciará un nuevo
ciclo cósmico en el que una pareja de humanos (bajo el árbol
Yggdrassil) dará luz a los componentes de una nueva humanidad. El
conocimiento aquí no puede estar en manos de los dioses, por encima
de los mortales, ya que aquellos desaparecerán, y el universo
continuará. La astucia y el esfuerzo, no la revelación, serán los
paradigmas epistemológicos en un universo regido por estos
principios, mientras que cuando las jerarquías ontológicas están
culminadas por los dioses no podemos esperar sino conocimiento por
revelación.
Las
primeras ontoepistemologías de la humanidad han sido expresadas en
narraciones míticas, y en este sentido constituyen los primeros
registros científicos (entendiendo por ciencia, conocimiento en
general), sobre el ser humano y su lugar en el mundo. Esta forma de
conocimiento permanecería, probablemente, como notara Kant1,
incluso si el barbarismo destruyera el resto de las ciencias, y no
por la necesidad que la razón tiene de un pensamiento especulativo
que establezca condiciones transcendentales para la experiencia de la
existencia, sino por la necesidad práctica de un pensamiento
generalizador que otorgue ventajas adaptativas. La ontología que
recogen los mitos no es una ciencia primera en el sentido
aristotélico de una ciencia que estudie el ser en cuanto ser2,
pues en los mitos lo que es, es decir, el contenido semántico de la
narración, no es reflexionado por el hecho de ser, sino que es
tratado en relación a la relevancia que el relato en particular
tiene para una comunidad histórica dada. Sin embargo, los mitos sí
son una ciencia primera en sentido antropológico, son una primera
forma de organizar la experiencia y dar cuenta de lo que percibimos,
y por tanto, son fragmentos arqueológicos para la epistemología. El
hecho de que bajo una perspectiva histórica posterior, desde un
mito diferente, las narraciones arcaicas de una comunidad parezcan
ingenuas o incluso alucinadas, no resta un ápice a su valor humano
de supervivencia. El que hoy los conozcamos atestigua su éxito como
vehículo preservador de una identidad social, y sólo su posible
cerrazón a un examen crítico los desacredita como construcciones
conceptuales de alcance epistemológico para nuestro presente. En los
mitos, asistimos a lo que podríamos expresar paradójicamente como
una universalidad local: lo que en ellos se narra se supone
universalmente válido, pero es expresado, inevitablemente, en un
escenario local. Cada mito se sitúa en el centro del mundo, y lo que
allí se narra es el modo en el que fueron las cosas y lo que de
aquellas se puede derivar. La mayoría de las tradiciones mitológicas
sacerdotales sitúan seres divinos al inicio del mundo, mientras que
en tradiciones que representan órdenes sociales más simples, como
en el caso de los aborígenes australianos, o los nativos americanos,
en esa posición narrativa se encuentran los antepasados.
La
similar funcionalidad narrativa y ontoepistemológica que tienen los
antepasados y los dioses dentro de sus correspondientes tradiciones
desacredita la distinción tradicional que se ha hecho entre los
relatos mitológicos y los religiosos. Aunque algunos autores, como
Dilthey, concedieron la analogía funcional social de ambos relatos,
incluso extendiéndola a las narraciones de la metafísica3,
la filosofía no ha sido proclive a dar tal estatus funcional a la
dimensión ontoepistemológica de los mitos. La disputa está ya en
el origen de la filosofía, cargada de ambigüedades y no exenta de
contradicciones4.
La reticencia diltheyana se sostiene en un doble pilar griego y
cristiano. Por un lado, se da el rechazo a los relatos mitológicos
por suponer unos principios no morales en los que basar una ética
racional. La objeción manifiesta un prejuicio sistémico
condicionado por la propia creencia en seres sobrenaturales, pues una
ética racional en términos meramente humanos no necesita ningún
tipo de ser sobrenatural para dar consistencia a su edificio, y los
dioses pueden tener un contenido más estético y psicológico, como
el que se observa en Protágoras, Eurípides o en Epicuro. Por otro
lado, en el rechazo de Dilthey se encuentra la narración de
identidad que el cristianismo elaboró sobre sí mismo, declarándose
una nueva forma de conciencia humana, e imponiéndose sobre las
mitologías rivales como tal. La tesis diltheyana de que la
religión, a diferencia de la mitología, se caracteriza por un grado
de interiorización psicológica que le es única, es contradicha,
dentro del mismo marco de la cultura greco-romana, por los diversos
ritos iniciáticos, muchos de ellos indistinguibles de los que ha
hecho después el cristianismo, prácticamente en los mismos
emplazamientos geográficos y en los mismos días del año. Los
misterios de Eleusis, los de Osiris, los de Atis, además de cumplir
la misma funcionalidad que los dos ritos fundamentales cristianos del
nacimiento y la muerte, producían formas psicológicas similares, ya
que narraban argumentos equivalentes, con equivalentes
representaciones intelectuales y emocionales que servían para forjar
una identidad desde la que interpretar las acciones vitales. Si, por
otro lado, salimos de la autoabsorbida atmósfera mitológica de las
religiones del Libro5,
y observamos el caso de la religión hindú, la distinción es
completamente irrelevante, como ocurre paradigmáticamente en el caso
del Bhagavad Ghita, donde los relatos mitológicos más arcaicos se
funden con la religión así como con la filosofía samkya y el
vedanta. Para Dilthey, en las concepciones mitológicas, el hombre ve
la estructura de los fenómenos basada meramente en la voluntad viva,
la experiencia vital no se convierte aún en objeto de conocimiento
para el entendimiento humano, como hará después con la metafísica,
mientras que la experiencia religiosa es siempre algo interno que no
encuentra nunca una representación externa satisfactoria6.
Tanto
la funcionalidad social equivalente de los mitos antiguos, la
religión y la metafísica, como su equivalencia funcional
ontoepistemológica, que permite fusiones como las que observamos en
el hinduismo, budismo, taoísmo, judaísmo, cristianismo o
islamismo, demandan un metrón, un referente conceptual desde el que
abordar las distinciones entre estas acciones intelectuales, si es
que las hay, que soslaye la interferencia de otros mitos que
meramente disputan la centralidad fundamentativa del mundo y su
conocimiento, como es el caso del cristianismo en Dilthey.
1El
comentario de Kant en la Crítica
de la Razón Pura,
se refiere a la metafísica como pensamiento especulativo que no se
apoya en la experiencia, mientras que la ontología de los mitos es
ya una interpretación de aquella, aunque no del concepto moderno
que tenemos de esta noción. Véase BXIV. Critique
of Pure Reason.
Cambridge University Press. Cambridge.UK. 2000. p. 109. Mis
referencias a la Crítica
de la razón pura
serán las de esta edición, y solo daré como referencia la
numeración por secciones tradicional de la obra.
2Aristóteles.
Metafísica.
Libro Γ. 17-31. The
Complete Works of Aristotle.
Vol.II. Princeton. Bollingen Series LXXI. p.1584. Mis referencias a
las obras de Aristóteles serán las de esta edición, y solo daré
como referencia la numeración por secciones tradicional de sus
obras que aparecen en ella.
3Véase
Wilhem Dilthey, Introduction
to the Human Sciences.
Wayne State University Press. Detroit 1988. p.161.
4Como
las del mismo modelo retórico teológico que utiliza Parménides en
el Proemio,
o Platón cuando habla sobre el conocimiento de la verdad a través
los mitos al final de la República.
5Me
refiero al judaísmo, cristianismo e islam.
6Cf.
Dilthey. Ibid. p.162.
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