La
semántica mitológica tiene una clara composición metafórica,
aspecto que llama la atención desde el punto de vista de los
lenguajes filosófico y científico, que buscan la precisión
formalizando y protocolizando sus elementos. Sin embargo, si el
examen se hace desde la valoración del Lebenswelt, desde el acervo
de saber acrítico de una comunidad, que se expresa en todo tipo de
imágenes, paralelismos, sustituciones y alegorías, el contenido
metafórico es algo común y ordinario. Decir que el mito es
metafórico no es caracterizarlo por una diferencia específica: los
lenguajes naturales humanos también lo son. Partiendo de esta
observación, Ernst Cassirer postuló que mito y lengua han seguido
una misma evolución debido a que comparten una misma raíz, el
pensamiento metafórico, es más, redujo la caracterización del mito
a la dilucidación de una cuestión teórica: determinar si es el
habla la que genera el mito debido a su naturaleza original
metafórica, como proponía Max Müller, o si, por el contrario, es
el mito el que ha dotado a la lengua de su carácter metafórico,
como proponían Herder y Schelling1.
Cassirer
distingue dos tipos de metáfora. La primera queda definida en
sentido estrecho como la denotación consciente de un contenido de
pensamiento por el nombre de otro que se asemeja al primero en algún
respecto2.
Esta definición es básicamente la de Aristóteles, para quien la
metáfora es dar a una cosa un nombre que pertenece a otra3,
si bien, mientras que para Aristóteles la metáfora surge al
nombrar, para Cassirer es una cuestión psicológica que involucra
contenidos mentales intersubjetivos dentro de una comunidad. Las
metáforas, en este primer sentido cassireriano, son posibles en la
medida que un grupo humano comparta una experiencia común en la que
las sustituciones de un término por otro sean entendidas sin
problemas. La aplicabilidad de estas metáforas se limita a las
comunidades pequeñas, en las que las traslaciones, per se, ya estén
lexicalizadas y se conozcan de antemano, y la voz metafórica
coexista con la ordinaria, enriqueciendo la primera a la segunda en
una ampliación semántica.
La
segunda forma de metáfora, a la que podríamos llamar metáfora
radical, es la que traslada una impresión desde el reino de lo
ordinario a un reino mítico-religioso, es la que produce no sólo
una transición a otra categoría ontológica sino la creación de
tal categoría4.
Esta sería también una variante de la noción aristotélica de
metáfora como traslación de un nombre entre dos categorías
diferentes. Como Cassirer no es platónico, considera que la
categoría sobre la que proyectamos el sentido ordinario no está ahí
como tal, sino que es creada en el proceso metafórico, y el objeto
de tal creación es el mito. Si la metáfora radical precede
lingüísticamente a la ordinaria, la tesis de Herder y Schelling
sería la que tendría sentido acerca de la relación genética de
mito y lenguaje, es decir, sería la relación transcendental
cognitiva la que impone su estructura: el lenguaje humano es una
operación de interpretación de la realidad física en términos de
las condiciones transcendentales de la razón (la idea en el caso de
Schelling), que se expresa en el mito. Si la precedencia fuese
inversa, si fuese el habla ordinaria la que, debido a su forma
metafórica, generase la realidad lingüística del mito, este no
sería más que un epifenómeno, de hecho, corregible, como proponía
Müller, dado un grado suficiente de reflexión racional. ¿Cómo
podríamos saber cuál es la relación de precedencia? En la tesis
schellingiano, el referente semántico de la metáfora, el término
al que se le aplica la traslación categorial, es trascendente,
mientras que en la tesis mülleriana, la traslación categorial es
meramente humana. Se trata entonces de una disputa ontológica que no
puede ser resuelta desde el mismo punto de partida, pues hay
discrepancias acerca de las entidades fundamentales y las relaciones
que configuran cada uno de los modelos teóricos.
Cassirer
propondrá una tercera vía, un marco epistemológico que no se
limita al lenguaje, en el que tanto el mito como el lenguaje se
encuentran en determinación recíproca, en una relación original e
indisoluble de la que ambos emergen de forma gradual de manera
independiente5.
La tesis de Cassirer apela a una relación original entre la forma
del lenguaje mitológico y el general, relación primera en la que
incluye al arte, que parecería hacer referencia a una situación
esencial, si bien, desde su epistemología kantiana, se apresura a no
poner el sentido en el pasado, y regenera el lenguaje mítico a
través del lenguaje artístico, en el que la representación arcaica
cede al giro estético, que la transforma desde la libertad6.
La explicación, aunque pueda ser válida en relación a una posible
raíz común (la cual se deja sin especificar) del lenguaje
ordinario, el lenguaje mitológico y el arte7,
nada dice sobre el fundamento del contenido de los mitos, ni sobre su
capacidad de generar sentido para la vida humana, ni cuál es su
relación con la organización de la comunidad, las fundaciones de
ciudades, los códigos legales y las estructuras económicas que
directamente se vinculan con los mitos.
Por
otro lado, en cuanto que un mito o relato es un fenómeno
lingüístico, impensable fuera de un lenguaje dado, postular que un
fenómeno lingüístico está en relación con el lenguaje es tan
obvio como confuso, pues no dice nada nuevo aunque parezca que
extiende algún tipo de significado. Los mitos tradicionales están
expresados, desde nuestro punto de vista, en formas lingüísticas
arcaicas. Sus giros metafóricos son los propios de todo lenguaje
natural8,
de hecho nuestro lenguaje es un gran proceso de simbolización, de
sustitución de cadenas de unos signos por otros, o por experiencias,
fijando procesos orgánicos internos en relación a procesos
exteriores. Los lenguajes, naturales y formales, son metafóricos en
sus procedimientos, hacen mapas de significado sobre terrenos nuevos,
y siempre, como no podría ser de otra manera, a partir de los
conocidos. Hasta el día de hoy, ninguno de los mapas sobre el mundo
y nosotros mismos es definitivo, y no por la existencia de un proceso
de aproximación asintótica a una manera de ser de las cosas que nos
permita avanzar hacia cosmovisiones menos metafóricas, sino porque
los mitos han de adaptarse a las condiciones de vida tanto como a la
inversa, en un proceso que configura a la par el humano y el
universo en el que vive.
No
tiene sentido que atribuyamos la reificación categórica que
facilita la metáfora radical a la misma metáfora, al simple hecho
de sustituir una cosa por otra. Que yo explique la creación del
hombre a partir de la metáfora de un artesano alfarero que da forma
a su arcilla, no reifica el mundo del alfarero de forma inevitable,
sino que tiene que haber una intención reificadora, una convicción
de que la metáfora recoge de alguna manera la forma de ser de las
cosas, y esto tiene que guardar alguna relación con nuestra
constitución humana. Nuestro lenguaje da todas las facilidades para
la reificación, pues al hablar sobre algo, aunque no forme parte de
la experiencia, lo cosificamos como elemento del habla. Esta
capacidad del lenguaje de representar lo que no está directamente en
la experiencia espacio-temporal del momento del habla da el cómo,
pero el qué viene determinado por un mundo emocional que da el
contenido a la hipóstasis. No tiene que ser necesariamente, como
muestra la experiencia religiosa, una figura de un dios, sino que
cualquier imagen que cumpla una serie de requisitos sobre capacidad
para ordenar y orientar la experiencia de un grupo social es
suficiente9.
La
tesis cassireriana de un doble contenido metafórico y emocional del
mito y del lenguaje está presente ya en la obra de Nietzsche, como
contraposición de dos conceptos: lo apolíneo y lo dionisíaco, una
aproximación pretendidamente más estética que metafísica a la
problemática que Schopenhauer había tratado entre un par de
opuestos análogos a estos, los conceptos de representación y
voluntad. Los términos en los que Nietzsche aborda esta cuestión no
son estrictamente mitológicos, sino epistemológicos, en los que lo
apolíneo y lo dionisíaco funcionan como categorías generales
ontoepistemológicas, en particular, como pretendidas fuerzas de la
naturaleza. La reflexión metafísica de Nietzsche no se limita tan
sólo a las representaciones míticas, sino que incluye en la
oposición apolíneo-dionisiaca cualquier forma de representación
lingüística -incluidas las de la ciencia-, como fuerza contraria a
una urgencia a la unidad, a una existencia dolorosa y apasionada,
extática, completa, a un impulso panteísta que asume como alegría
las cualidades más terribles de la vida10.
Lo que llamamos mundo no es más que un sueño de orden apolíneo que
ha probado su utilidad vital, pero que no tiene ninguna realidad
objetiva. El cambio continuo nos impide hablar de individuos, o, lo
que es lo mismo, el principio de identidad es una ilusión apolínea.
De hecho -dirá Nietzsche- un mundo que se encuentra en estado
perpetuo de devenir no puede ser comprendido o conocido, lo que
llamamos mundo es una imagen prefabricada en base a apariencias que
han servido para preservar la vida, y sólo hay conocimiento de estas
apariencias11.
El valor biológico del conocimiento implica que las diferentes
categorizaciones, ya sean de la ciencia o de la religión, no son más
que ficciones útiles, fantasmagorías que se superponen sobre un
impulso vital cósmico dionisíaco, una especie de emoción
fundamental de la vida que es responsable de la acción del
universo. Lo apolíneo es una interpretación de esta fuerza, una
configuración lingüística necesaria para que las formas de la vida
prosperen.
Al
margen de las relaciones económicas que intervienen en la formación
del mito, la tesis nietzscheana que ve en todo fenómeno lingüístico
el signo de una fuerza emocional vital, funde los planteamientos de
Schelling y de Müller de manera análoga a como después haría
Cassirer, si bien partiendo de bases distintas. Mientras que para
Cassirer el lenguaje y la imagen mítica son mundos por los que se
mueve el espíritu humano, pero sin estar sujeto a ninguno de ellos,
para Nietzsche, es el espíritu dionisíaco, que caracteriza al
hombre creador, el que usa el lenguaje e imagen mítica para su
voluntad de poder, y tampoco está sujeto a ellos. Ambos consideran
que estos medios, palabra y mito, son formas de autorevelación12,
Nietzsche, de una autorevelación humanista, aristocrática y
materialista13,
y Cassirer de una autorevelación humanista, democrática e
idealista14.
La
tesis de Nietzsche de la autorevelación que supone el comprender las
bases biológicas del conocimiento15,
aunque es contraria a los postulados hegelianos y schellingianos de
progresivo desarrollo de una conciencia no humana en la historia –y
en general a cualquier idea de una conciencia como motor de la vida-,
es, paradójicamente, análoga a tales tesis en cuanto a la
existencia de una voluntad no humana: la voluntad de poder (o
principio dionisíaco), que determina un orden universal como lo
determinaban Der absolute Geist o la Weltseele del idealismo alemán.
La interpretación de los signos tiene ahora como referente al ser
humano, pero sigue siendo posible hacerla, y tal interpretación
sigue estando hipostasiada. Los mitos muestran la fuerza emocional
cósmica, lo dionisíaco, en diferentes formas, y como tal son
herramientas para el conocimiento humano.
La
idea nietzscheana de que hay una corriente emocional que subyace al
lenguaje y a la forma, y que, aunque se expresa en estos elementos,
tiene un contenido más profundo y genuino que ellos, proporcionará
las condiciones teóricas para la posterior teoría psicoanalítica.
La vinculación entre mitos y sueños es, per se, mitológica. Desde
ejemplos directamente mitológicos como el de Vishnu que sueña el
mundo, a las comunicaciones que los dioses y antepasados hacen a los
humanos en sus sueños, los mundos onírico y mítico han estado
siempre estrechamente relacionados, relación que constituye la base
de la teoría animista. No obstante, desde el punto de vista de la
relación entre lenguaje y mito, la teoría psicoanalítica no aporta
nada que no se encuentre ya en la disputa Schelling-Müller y en las
síntesis posteriores de Nietzsche y Cassirer.
Por
otro lado, estas tesis sobre el contenido metafórico o
transferencial del lenguaje, no están considerando que la misma
cuestión del lenguaje figurado no tiene sentido hasta que no
definimos lo que es el sentido literal. La imposibilidad de un
sentido literal absoluto para el lenguaje permite hablar sólo de
lenguaje figurado bajo condiciones cerradas, dentro de una tradición
específica en la que los referentes y las transferencias estén
fijados o lexicalizados hasta un punto. Si digo, por ejemplo, que el
sol es el ojo de Ra, estoy pensando en la expresión como una
transferencia, pero el devoto de Ra del siglo XVIII a.c.16
no tenía otra cosa a la que transferir el objeto de su percepción,
pues no tenía otro concepto que superponer al círculo luminoso que
percibía. Si al devoto cristiano le preguntamos acerca de la
resurrección de Lázaro, no considerará que se trata de una figura
del lenguaje, no es que el Cristo le despertase a una comprensión
más profunda de la existencia desde la ignorancia anterior, no es
que le devolviese a la vida desde una muerte psicológica, una
depresión, o le curase alguna neurosis, no, para el devoto la
resurrección es literal, como lo era para el devoto de Atis, Osiris
o Adonis, que tomaban la forma de la planta del cereal literalmente,
como para el cristiano el pan y el vino de la misa son literalmente
el cuerpo y la sangre de su dios. La idea de un referente literal,
como opuesto al figurado, no es sino otro mito posterior, filosófico,
en el que se establecen nuevos marcos de referencia desde el que los
mitos son metafóricos. El referente literal para Platón son las
ideas, y no los objetos que las ejemplifican siempre de manera
imperfecta. Para Copérnico, los orbes planetarios giraban
literalmente alrededor del sol a causa de su forma, y estos orbes
eran tan literales como las esferas cristalinas planetarias que los
precedieron en la Edad Media, mientras que hoy todas estas
descripciones tienen valor metafórico, ya que comunican un
significado figurado inteligible desde la teoría de la relatividad.
Sin embargo, cuando decimos desde la física del presente que el
universo comenzó con una gran explosión, aunque la idea de
explosión tenga cierto sentido figurado, la física no está
considerando que el Big Bang sea metáfora de otra cosa. De la misma
manera, cuando Schelling proclamaba el contenido tautegórico de las
mitologías, su carácter literal como estadio de una teogonía,
estaba declarando la construcción de una metamitología. Y cuando
Müller considera el dios moral cristiano como literal y los demás
dioses como metáforas imperfectas, enfermedades de la infancia de la
lengua, no hace sino mitología cristiana. Asimismo, la tesis de
Nietzsche que hace de lo dionisíaco el sustrato emocional del
universo es una mitología, en la que el elemento literal es la
voluntad de poder dionisíaca, a la que se subordinan las formas
metafóricas de lo apolíneo como determinaciones cuya utilidad es la
supervivencia en un continuo de creación y destrucción.
Las
mitologías son entonces literales para quienes viven conforme a
ellas, sus ontologías son literales y sólo pueden ser alegóricas
cuando podemos pensarlas como signos para otro referente. Las
mitologías se encuentran abiertas con respecto a la experiencia
vital de la comunidad humana que las elabora, es decir, se construyen
en base a la experiencia de vida de dicha comunidad, y con respecto a
las acciones y objetos que constituyen tales experiencias son
literales. El devoto que llamaba ojo de Ra al sol en el Egipto
antiguo, o el humano que hoy piensa que el universo comienza con una
gran explosión, son siempre literales dentro de su marco de
referencia mítica: el universo literalmente se expande, Ra nos ve a
través de su ojo y sabe sobre nuestras cosas. En ambos casos,
proyectamos nuestro sistema lingüístico sobre la naturaleza y
encontramos referentes que consideramos finales, construimos un
exomorfismo lingüístico, una traslación de sentido que expresa un
entramado conceptual ontológico, ya sea el que corresponde a un ser
sobrenatural o a una acción meramente natural. Estos conceptos
ontológicos son siempre literales, no son metáforas de ninguna otra
cosa.
El
proceso lingüístico de la exomorfización fue comprendido ya por
Ludwig Feuerbach en relación a los fines que persigue tanto la
religión como en general los procesos culturales. Tal finalidad no
es otra que la de cambiar la experiencia no familiar de la naturaleza
en algo familiar y comprensible, fundir la dureza del mundo natural
en los elementos cálidos que constituyen el mundo emocional humano17.
Se trata de un proceso epistemológico, pues hacer familiar no es
otra cosa que hacer rutinario y aproblemático, contrastar lo
desconocido con lo conocido, elaborar una representación
sustitutiva, un signo intermedio que vincule el nuevo objeto de la
experiencia, ya sea física o conceptual, a la cotidianidad de los
intercambios lingüísticos. En este sentido, las mitologías tienen
una función epistemológica que funciona como sistema completo de
ordenación.
Las
mitologías no sólo trazan los límites de la experiencia
lingüística mediante exomorfismos. Como sistemas memorísticos en
los que se recogen las experiencias y valores del pasado, son
cerradas en el proceso de su composición y de narración, y junto a
los exomorfismos ontológicos se producen procesos endomórficos
lingüísticos que también conllevan una expansión de la
ontologización. Así, cuando Homero dice que el Alba (diosa común a
los pueblos indoeuropeos) tiene rosáceos dedos, el Alba, en cuanto
que es el nombre de la diosa, y esta es un ser literal para los
creyentes de la religión olímpica, es un exomorfismo, mientras que
sus rosáceos dedos son una figura endomórfica. Los endomorfismos
son juegos retóricos del lenguaje, signos que remiten a objetos u a
otros signos que a su vez remiten a otros signos, aunque no de manera
ilimitada, pues el sistema está relativamente cerrado semánticamente
en un momento dado con respecto a los exomorfismos, de lo contrario
no podría haber comunicación. Los objetos a los que remiten los
signos son finales cuando no son la metáfora de otro objeto. La mesa
no es un objeto final, ya que sabemos que está hecha de algún
material, orgánico o inorgánico, y final sería el concepto de
átomo material (en la Antigüedad), o de partícula subatómica
(fermiones y bosones) en el mundo presente. En este sentido, los
endomorfismos pueden formar cadenas de signos arbitrariamente tan
largas como queramos, mientras que los exomorfismos determinan
cadenas finitas entre una representación literal o final y una
representación metaforizable. Si entendemos por cadena endomórfica
la secuencia de signos que une dos representaciones que puedan ser
metaforizables en otra, y por cadena exomórfica la secuencia de
signos que une una representación literal con una metaforizable,
podemos decir que las cadenas endomórficas son proteicas, en el
sentido de que diferentes cadenas de signos, que en principio hacen
referencia a objetos diferentes, pueden acabar indicando, en base al
juego de la sustitución y la analogía, hacia un mismo referente. La
expresión homérica de los rosáceos dedos no es más que una
traslación posible dentro de otras muchas, para la experiencia de
los colores del amanecer (siendo esta expresión precedente otro
posible morfismo), y se pueden conectar y anidar expresiones de
signos cada vez más distantes por diversos procesos de traslaciones
de significado en un juego tan largo como nuestra voluntad de
jugarlo. En lugar de los rosáceos dedos, podríamos hablar de otras
partes corporales rosáceas, o de su aliento de fuego, o de la rosa
del Alba, o de la antorcha del Alba en la frontera de la noche, etc.
Este ha sido el juego tradicional de la retórica y de la poesía.
Sin embargo, en los exomorfismos, como el del ojo de Ra (endomorfismo
para nosotros pero no para los devotos de Ra), el objeto no es
proteico y no se puede hacer una sustitución secuencial indefinida
de signos, pues ojo no es una metáfora, sino el órgano de visión
de un ser sobrenatural que desde el firmamento mira la tierra. Puedo
sustituir ojo por expresiones consideradas como sinónimos, pero no
por otra parte del cuerpo. Igualmente, para hablar del Big Bang, en
lugar de explosión, podríamos sustituir el concepto por expansión,
inflación, extensión, separación acelerada, etc., y el concepto de
inicial, por el de primero, primigenio, original, etc., de la misma
manera, y no alteraríamos el sentido de la expresión. Aun así, no
valdrían los antónimos de estas palabras sustitutivas, como por
ejemplo, contracción postrera, debido a que la expresión conlleva
literalidad en la imagen expansiva.
La
acción denotada por la expresión Big Bang, lo mismo que el objeto
denotado por el ojo de Ra, es una singularidad, una representación
irreducible a otra. No obstante, como los signos lingüísticos
utilizados para denotarla pertenecen a un sistema cerrado de signos
humanos, tal representación queda atrapada en el juego
representacional de una comunidad histórica dada, y se establecen
vínculos con la singularidad que permiten describirla, es decir,
hacer figuras metafóricas. Lingüísticamente, la singularidad es
denotada mediante nombres propios. En este sentido, el paso a la
metáfora desde la literalidad de aquello que es desconocido y
singular es un proceso inevitable, como comprendiera Max Müller en
su estudio sobre las descripciones de los fenómenos naturales que la
mitología lleva a cabo. Según Müller, se pasa desde una cualidad a
una sustantivación. Así, el nombre que en la mitología griega se
da al sol, Hiperión, se deriva de la preposición ὑπέρ, que
quiere decir arriba, y de la desinencia -ιων, que simplemente
expresa pertenencia, por lo que Hiperión quiere decir el que está
arriba18.
Sería, sin embargo, más preciso decir (pues un predicado presupone
un sujeto) que el paso es desde una acción a un sustantivo19:
desde la acción de brillar, a la acción de brillar en lo alto, y
desde ahí, a decir aquello que brilla en lo alto, y luego, más
metafóricamente, a El que vive en lo alto. Este es, no por
casualidad, el nombre que las tribus de Altai dan a su dios de la
tormenta, Bai Ulgan, Aquel que vive en lo alto. La acción de brillar
es el contenido literal o singular, que posteriormente se subjetiva,
para objetivarse una vez que disponemos de un nuevo marco referencial
mitológico, ya sea este el del cristianismo (o cualquier religión
que no identifica el sol con la divinidad) o el de la ciencia. Así
entendido, podríamos hablar de una dinámica epistemológica
figurativa, un proceso de apropiación lingüística de lo
desconocido o indefinido (apeiron) que comienza siendo literal para
ir siendo sustituido progresivamente por imágenes lingüísticas que
remiten a áreas más comunes de la experiencia. A este proceso lo
llamo mitologización.
Llamo
entonces exomorfismo mitológico a la determinación de un límite
lingüístico, al establecimiento de una representación literal.
Endomorfismo mitológico es cualquier proceso de incorporación
lingüística figurativa de una representación literal. La
mitologización describe los procesos secuenciales de exomorfismos y
endomorfismos que llevan a cabo los grupos humanos. Los mitos
contienen tanto exomorfismos, que determinan las condiciones límite
o liminales, las representaciones ontológicas, como endomorfismos
que las elaboran y las desarrollan en relatos. Los exomorfismos
determinan el límite de la experiencia grupal, mientras que los
endomorfismos vinculan la representación liminal con el Lebenswelt,
además de servir como base transformativa de las representaciones
del mundo de la vida. Cuando se invierte el proceso de
mitologización, cuando la representación común se hace
progresivamente más liminal, nos encontramos, como veremos más
tarde, en un proceso de divinización20:
el antepasado humano se vuelve cada vez menos familiar, haciéndose
semidiós, y los antepasados civilizadores, se convierten en dioses,
incluso algunos en dioses ociosos y lejanos con los que el grupo
humano deja de comunicarse21.
La mitologización y su acción inversa son procesos lingüísticos
reificativos en los que se conforman semánticamente los objetos y
escenarios del Lebenswelt de una comunidad.
No
obstante, para comprender las funciones lingüísticas del
endomorfismo y el exomorfismo mitológico no podemos hacerlo
simplemente reflexionando sobre la información que está contenida
en las propias mitologías. La especulación metafísica, ya sea
desde las posturas del idealismo alemán, o las del psicologismo
lingüístico de Müller, o del psicologismo emocional de Nietzsche,
poco puede decirnos sobre el origen del lenguaje, o sobre su
contenido metafórico. Si las hipótesis adelantadas sobre el proceso
de mitologización quieren contar con una base epistemológica no
fundada en reificaciones, podrán hacerlo en la medida que construyan
una teoría de la racionalidad en la que el desarrollo del lenguaje
humano sea tratado desde la psicología. Sin una perspectiva
evolutiva y neurocientífica, estamos limitados a perspectivas
ontoteológicas que resuelven las cuestiones de manera transcendental
(y paradójica), o bien a perspectivas histórico-críticas que dan
por sentado en su proceder que la solución a la cuestión mitológica
no requiere más datos empíricos, como Cassirer, sino que se puede
llegar a ella por elucidación de los conceptos ya planteados en la
tradición filosófica.
La
metáfora, como también ocurría con las categorías ontoteológicas
tradicionales (aunque por otros motivos), no basta para caracterizar
los mitos. La dimensión lingüística del mito nos remite a una
teoría general de la interpretación, entendiendo esta como una
función de la epistemología, la psicología y la acción social.
1Cf.
Ernst Cassirer. Language
and Myth.
Dover Publications. New York 1953. p.86.
2Cf.
Ibid. p.86
3Y
las hay de cuatro tipos: de género a especie, de especie a género,
de especie a especie y por analogía, entendiendo esta como la
relación comparativa de cuatro términos que se toman dos a dos.
Por ejemplo, si establecemos que un escudo es a Ares como una copa a
Dioniso, podemos decir por analogía: la
copa de Ares
o el
escudo de Dioniso.
Véase Poética
1457b.7 y s.s.
4Cf.
Cassirer. Op. Cit. p.p.87-88.
5Ibid.
6Véase
Cassirer. Op.Cit. p.98.
7Los
postulados de Cassirer también muestran cómo parte del elemento
mitopoético ha continuado su evolución en el arte.
8Como
opuesto a lenguaje formalizado.
9Tómese
como ejemplos las explicaciones antropomórficas sobre el origen del
mundo, o las religiones ateas del budismo y el jainismo.
10CF.
Friedrich Nietzsche. The
Will to Power.
#1050. Translated by Walter Kaufmann and R.J. Holingdale. Vintage
Books. New York 1968. p.539.
11Ibid.#
520. Ed.Cit. p.281.
12Cf.
Cassirer. Language
and Myth.
Ed. Cit. p. 99.
13Como
la que formula en su teoría del eterno retorno.
14Cassirer,
Antropología
filosófica.
Ed. Cit. p. 333-334.
15Véase
el libro tercero de Voluntad
de Poder.
16Por
a.c.
y d.c.
quiero decir antes
del llamado año cero
y después
del llamado año cero del calendario astronómico,
que se corresponde con el 1 Antes de Cristo del calendario
gregoriano.
17Cf.
Ludwig Feuerbach. The
Essence of Religion.
#34. Tranlated by Alexander Loos. Prometheus Books. New York. 2004.
p.35.
18Cf.
Max Müller. On
the Phylosophy of Mythology.
Chips
from a German Workshop:
Miscellaneous
Essays.
Ed. Cit. p. 80.
19Como
comprendiera Herder. Abhandlung
über den Ursprung der Sprache.
Ed. Cit. p.43.
20Véase
Apéndice B.
21Véase
Parte III. 3.1.1. Plano mítico del anima
mundi.
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