La
historia de la ontología, conocida bajo el
desafortunado nombre de metafísica, se ha convertido en un
molesto testigo de la evolución del pensamiento filosófico, pues es documento escrito no sólo
de las simplezas de nuestro pasado, sino también de su
profunda imbecilidad, ignorancia, prepotencia, violencia y contradictorias
intenciones. Estas torpezas no son parte de ningún mal cósmico, sino la suma de las
acciones de la vida del grupo, que en sus conflictos y armonías se
ajusta a los condicionamientos emocionales de nuestra especie, así como a las
restricciones impuestas por una simplona lucha por la supervivencia más allá de lo que una capacidad intelectual
como la nuestra haría necesario. Tradicionalmente considerada el meollo de la
filosofía, la ontología ha sido
campo de disputas y desacuerdos entre los filósofos durante dos milenios y
medio. Su declive a partir del alba de la ciencia moderna, parejo al ocaso del cristianismo en Occidente, y su rechazo final en el siglo diecinueve, un abandono casi
general desde un amplio espectro de posiciones filosóficas, coincide con la
proclamación de la epistemología como la nueva reina del conocimiento. La
primera Crítica kantiana fue su golpe de gracia, si bien, no
será hasta después de Nietzsche que el cadáver no se mal entierre. Que hoy perviva
como un zombi en las narraciones de dominación, se debe al arraigo con
el que vivimos nuestras supersticiones, hundidas a gran profundidad en nuestro
sistema neural dopamínico.
Con
el hundimiento filosófico de la ontología occidental, se produjo una doble forma de
subversión de los valores cristianos que, no obstante, siguieron operando como
referentes socio-políticos. Por un lado, está la
subversión que hizo el predador darwinismo moral aristocrático, el cual conservó lo
suficiente del cristianismo para utilizarlo como arma en su narraciones de dominación (un dique contra revoluciones). En sus excusas
morales de competencia y supervivencia del más fuerte, se refugian aún hoy no sólo
las clases gobernantes, sino las nuevas élites científico-sacerdotales, punto este que se
observa en el impulso mesiánico del positivismo que impregna la ciencia desde finales del siglo diecinueve. Por otro
lado, el materialismo dialéctico socialista no solo compartió el
fervor mesiánico revolucionario del primer cristianismo, sino que sus mismas
estructuras jerárquicas se asemejaban a las tradicionales de la Iglesia. No
obstante, a pesar de estas difusas herencias, los mitos cristianos, capaces tan sólo de
dar un sentido negativo y nihilista al mundo (al considerarlo siempre supeditado a
otra realidad), colapsaron frente al
vitalismo científico, que enfocaba la naturaleza con la misma ambición epistemológica del mundo griego, y ofrecía resultados
visibles en la vida cotidiana. En la práctica, el cristianismo
sucumbió gracias al acceso de las masas al consumo en la segunda revolución industrial, no por los argumentos
de la filosofía que apremiaban a rechazar los absurdos y
abusos de los sacros imperios de Occidente. Con mejor nivel de vida, el otro mundo comenzó a quedar más lejos e
irreal, tanto en sus tormentos como en sus gozos.
La
caída del cristianismo ontológico no ha sido sin embargo pareja a la de las
monarquías y estados que eran y son
sustentados por aquel. El poder de los reyes y gobernantes, que en Europa desde Bonifacio VIII (Bula
Unam Sanctam de 1302) se ejercía con la venia de los
sacerdotes cristianos, puede ser fundamentado
sobre cualquier principio ontológico capaz de garantizar una mínima
cohesión social y orden. Al igual que el Imperio
Mauria de India pudo cambiar su ontología desde el jainismo al budismo sin solución de continuidad, o que el imperio
romano mudó los panteones clásicos por los cristianos, o que el confucianismo y el taoísmo fueron sustituidos por el budismo en la
dinastía Tang de China ( y vuelta atrás después con la
dinastía Song),
o que el zoroastrismo persa de las élites se convierte en islam, la civilización occidental ha transformado su ontología cristiana sin
resquebrajar las estructuras fundamentales de poder. Un axis mundi ontológico es sustituido por otro, lo que
conlleva una convulsión pasajera que se resuelve en una estructura política análoga a la anterior en su funcionamiento de
estratificación social, aunque no necesariamente en sus principios
morales.
Las
sociedades contemporáneas mantienen más de un axis mundi en su seno. Por un lado, profesan una ontología científica, sostenida por las instituciones
académicas y de investigación, con lenguajes especializados, y por el otro, mantienen
viejos sistemas de creencias que cubren algunos anhelos básicos de la psique humana, reducto de las antiguas formas de
explotación que sujetan, como formidable columna sobre
arena, a la mayor parte de la humanidad. En el mundo
occidental, este segundo axis mundi psicológico sigue siendo el cristianismo,
incluso entre las posturas más materialistas, pues nuestros mitos psicológicos fundamentales están impregnados
de elementos cristianos. El resultado final es la convivencia de dos sistemas de valores,
el de la ciencia y el de la vida cotidiana. Cierto es que a través de la
tecnología, la ontología científica se encuentra más y más difundida entre la
población general, pero tanto en las relaciones sociales como en las personales,
echamos mano de mitos más antiguos que los que nos proporciona la cosmología de
las membranas o las metafísicas de posibles multiversos. En cierto sentido, el
estado de la religión en el mundo occidental se asemeja al helenismo, cuando los cultos
tomaron un carácter más mistérico y particular, conforme a los usos de una gran
ciudad universal que alberga múltiples mitologías en su constitución.
Nuestro momento ve al cristianismo reducir sus números a favor del ateísmo, pero sobre todo a
favor de cultos alternativos y caminos espirituales esotéricos, cualquier mito
que dé sentido a la vida.
Este
tipo doble de axis mundi no es único de nuestra civilización. Estuvo vigente también,
por ejemplo, en el imperio Hitita, con dioses arios para la nobleza (Alalu para los sacerdotes y Teshub, el héroe de la
tormenta, para la élite militar) y chtónicos para las clases campesinas, como vemos en el
mito de Shanska, la diosa de la
fertilidad. La síntesis de ambos ejes la encontramos en el hieros gamos de Teshub con Shanska,
pilar doble de la estructura social. Hay otros ejemplos en el Imperio de Mali, bajo el príncipe
Sundiata, donde la corte era
musulmana mientras que el pueblo seguía con ritos del cereal, o en Roma, donde patricios y
plebeyos practicaban diferentes cultos.
El
doble axis mundi, que comenzó siendo el
resultado de la fusión mitológica de diferentes tribus en la ciudad
sumerio-acadia (como observamos en el mito de Marduk), siguió siendo
fundamental en la constitución de las ciudades universales de imperios como Roma, China o Persia. Los sacerdotes, y la élite militar y
burocrática desarrollaron una ontología más abstracta que las poblaciones de
campesinos y artesanos. Cuanto más imperial y diversa es una ciudad, mayor es
su fragmentación ontológica, si bien, siempre hay un sistema de valores que
aglutina a los demás, y que es, precisamente, el del grupo social dominante.
Tal sistema tiene que ser capaz de hacer funcionar la ciudad en todas sus
dimensiones económicas, es decir, de definir claramente las funciones de cada
grupo social. Hasta la aparición de la ciencia moderna, los valores de la élite sacerdotal
mantenían ontologías compatibles con las del pueblo, pues las contradicciones
míticas se resolvían armónicamente en sus bases teístas comunes, en la raíz mitológica
compartida de mitos con dioses supremos, ya fuesen uránicos o cthónicos.
Sin
embargo, en la ciudad global, el doble eje lo conforman
dos mitos incompatibles, el ontológico-científico y el
psicológico, mito ecléctico este último que mal funde elementos de psicología
transcendental tradicional, psicología popular y elementos de psicología
científica. El difícil punto de encuentro de ambos ejes se da en la mitología del dinero, que permite una
racionalización total las acciones económicas y sociales en términos de las emociones básicas. El dinero, entra en la
psicología como metáfora de la energía, y conecta a nivel más
básico con nuestros condicionamientos celulares, recorriendo una amplia gama de
impulsos básicos que tienen que ver con la perpetuación de la especie. Como efecto
perverso,
la ontologización del dinero genera mundos psicológicos nuevos, volátiles, violentos
y sin voluntad política, que desestabilizan el
funcionamiento social (fenómeno observable ya en los viejos imperios agrícolas
de la antigüedad): el tejido de la ciudad se deshace bajo el peso de la
ontología comercial centrífuga que la mantiene. Así, en la ciudad
global, la actividad económica descentralizada requiere una reformulación de
los conceptos de territorialidad y autoridad adaptables a un mercado global, una
redefinición cosmopolita que valore la existencia en los términos racionales del dinero. Curiosamente,
la descentralización de la actividad económica no ha sido pareja a una descentralización de
beneficios, que siguen gestionados desde las élites monetarias de unas pocas ciudades que
controlan los movimientos de los mercados. Por un lado, la ciudad global se
extiende más allá de sus fronteras territoriales a través de una red informática
que cohesiona su axis monetario, haciendo obsoletas las nacionalidades
construidas a partir de la ciudad universal. Por otro, la ciudad
global requiere ejércitos nacionales, financiados por el grueso de la comunidad,
que sirvan de instrumento político para sus intereses. La ciudad global es
internacional en su afán de explotación de los recursos, pero no en su administración.
Las ontologías no requieren consistencia interna, sino que basta con que sean
capaces de fundamentar valores que perpetúen el orden del grupo.
Las
tradicionales ontologías de los ejes míticos de la ley universal han mostrado siempre predilección por los
temas que podríamos llamar discusiones
sobre el sexo de los ángeles. Cuando quitamos los referentes intuitivos y cerramos la semanticidad de un
lenguaje de manera formal, la precisión sintáctica del
cálculo que así formamos se hace a costa del significado. Toda la matemática no constructiva es prueba de ello, o la física que sobrepasa sus fundamentos empíricos y se
lanza a construir teorías indemostrables sobre el origen del universo, cuya formulación
definitiva está pendiente de un nuevo acelerador de partículas más caro y más
potente, o simplemente aceptando un nuevo atomismo científico. Mientras los sacerdotes discuten sus mitos científicos, el grueso de la población vive anclado
en las viejas creencias, ya sean las animistas, las de las grandes
religiones, o las diversas formas de ateísmo doctrinal entre los sectores más educados de
la sociedad. Los sacerdotes de la ciudad global tienen sus dioses, las teorías
matemáticas de la realidad, como en su momento lo
fueron las teorías teológicas de la constitución de los cielos y los Mes. El
pueblo también tiene los suyos, más concretos, capaces de orientar las acciones
económicas cotidianas y de confortar los miedos. Antes, los
ritos de la Gran Madre, ahora, acciones
comunales equivalentes que son interpretadas acríticamente en narraciones de postmodernidad, siempre un Lebenswelt que aglutina inconsistencias bajo el manto
congruente de unas emociones básicas que tan sólo persiguen la continuidad del
grupo.
En
esa ínfima parcela en la que se produjo el destronamiento de las ontologías de
la ciudad universal a favor de la epistemología, por obra conjunta de
la filosofía y la ciencia, en los campi de algunas universidades occidentales,
se ha producido una fragmentación ontológica tan útil en los respectivos
desarrollos epistemológicos de los diferentes estudios, como restrictiva
en relación a una posible interacción de la ciencia con otros ámbitos de la
experiencia humana (e incluso para una colaboración
flexible entre los diversos nuevos campos que la ciencia va trazando en su
recorrido). La fragmentación no obedece a ningún intento de instaurar una ley
humana. Así, encontramos micro-ontologías
que reproducen viejos patrones (básicamente platonismos y materialismos) sostenidos por las
mismas viejas creencias incuestionables, ahora atrincheradas detrás de la
respetabilidad supersticiosa de la que goza la ciencia moderna. Se sigue haciendo ontoteología,
de forma inadvertida, añeja metafísica envasada en ideología postmoderna.
La
pregunta ontológica tradicional ha sido “¿qué hay?”, cuestión que sin duda
alguna debemos formularnos en algún momento de nuestra vida, así como las que suelen
acompañarla, tales como “¿por qué hay algo en lugar de nada?” o “¿qué es la
realidad?”, que son variaciones
del mismo asunto. Cada generación vuelve a hacer la pregunta, y cada vez debe
ser respondida de nuevo. Si no ocurre esto la filosofía cede paso a la teología,
por mucho que se disfrace de ciencia. Claro que uno podría
dar hoy la misma respuesta dada hace dos mil años, incluso utilizando herramientas
intelectuales nuevas. Las ontologías previas no son necesariamente superadas,
como muestra la pervivencia de las ontologías religiosas, o el platonismo, o
los materialismos atomista y spinozista, pues no se dispone de evidencias capaces de zanjar las disputas sobre lo que
hay, por muy sorprendente que esto nos pueda llegar a parecer cuando lo
analizamos desde un punto de vista de Lebenswelt. Nuestras ontologías han
tendido con demasiada frecuencia a desbordar el marco de la experiencia vital. El camino iniciado por los filósofos
presocráticos en el que se sustituyeron los mitos teológicos por los nuevos mitos naturalistas
no produjo cosmovisiones más próximas a la experiencia ordinaria: el logos heraclitano, los átomos de Demócrito no estaban más próximos a la
experiencia del individuo de lo que podrían estarlo los dioses del panteón olímpico. Comparativamente, el
método presocrático físico era más claro que su precedente mistérico psicológico, como el de la física contemporánea lo es con respecto al de
aquellos primeros intentos de filosofía natural, pero los entramados
ontológicos propuestos en todos los casos presentan análogas incertidumbres y
dificultades, y traen a colación la importancia de la epistemología a la hora de desentrañar lo que hay. La
claridad exige simplicidad, pocos principios a partir de los que construir el
edificio de la realidad, fundamentos a partir de los cuales derivar nuestro
conocimiento de manera demostrativa. Si no hubiera tal derivación, el número de
principios se multiplicaría sin poder integrar la información de forma efectiva
para la acción vital. Podríamos pensar que la geometría o la
lógica ofrecen el mejor paradigma para el propósito, pero
al pensar así estaríamos haciendo una asunción ontológica derivada del método apodíctico. Asumir el bello método
axiomático como principio ontológico conlleva creer en la estructura inferencial del universo, y en que un
perseverante intelecto humano puede comprenderla, es decir, implica el
platonismo y la transcendentalidad. El optimismo de la asunción es tan ingenuo
como envidiable, pero al no diferenciar entre la utilidad del principio regulativo
de claridad y simplicidad y la reificación ontológica de tal principio, la
ontología se enredó sin remedio en la trama teológica de
la que ya partía. No obstante, como alternativa, podríamos asumir la necesidad
de claridad y sencillez en términos neurofisiológicos: el universo no tiene una
estructura inferencial basada en verdades eternas (axiomas), pero nuestro sistema
emocional de activación vital (sistema neural dopamínico) opera de manera constructiva derivando sus decisiones de aquellas
experiencias exitosas de supervivencia.
La
ontología, como cualquier otra
actividad humana no es comprensible fuera del ámbito antropológico en el que surge, su dimensión fundamental es
vital, es una actividad del bios humano que trata de establecer un centro del
universo, un marco referencial
para el sentido, y está imbricada en la experiencia, tanto la ordinaria
como la liminal. Ontología y
epistemología forman un todo indisociable, unidad que sólo
podía hacerse evidente con la madurez del pensamiento epistemológico, al alcanzar
independencia con respecto a los mitos de la ley universal. Las determinaciones
ontoepistemológicas que elabore una filosofía no transcendentalista no son, por tanto, una
cuestión meramente jurídica que decide, a la Kant, qué construcciones que
se ajustan a una pretendida arquitectónica de la razón y cuáles no. La razón es un proceso vital
abierto. La racionalidad de la vida es continua y mutable, y nuestros referentes (desde los más básicos de la intuición temporal que recoge la aritmética) son construcciones de
alcance limitado. Con ello, no quiero decir que la filosofía pueda renunciar a
su acción crítica, sino que debe ser
complementada deliberadamente con una acción de construcción teórica: la
filosofía es una acción mitopoética.
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