Tuesday, June 14, 2016

Ontologías y Axis Mundi


La historia de la ontología, conocida bajo el desafortunado nombre de metafísica, se ha convertido en un molesto testigo de la evolución del pensamiento filosófico, pues es documento escrito no sólo de las simplezas de nuestro pasado, sino también de su profunda imbecilidad, ignorancia, prepotencia, violencia y contradictorias intenciones. Estas torpezas no son parte de ningún mal cósmico, sino la suma de las acciones de la vida del grupo, que en sus conflictos y armonías se ajusta a los condicionamientos emocionales de nuestra especie, así como a las restricciones impuestas por una simplona lucha por la supervivencia más allá de lo que una capacidad intelectual como la nuestra haría necesario. Tradicionalmente considerada el meollo de la filosofía, la ontología ha sido campo de disputas y desacuerdos entre los filósofos durante dos milenios y medio. Su declive a partir del alba de la ciencia moderna, parejo al ocaso del cristianismo en Occidente, y su rechazo final en el siglo diecinueve, un abandono casi general desde un amplio espectro de posiciones filosóficas, coincide con la proclamación de la epistemología como la nueva reina del conocimiento. La primera Crítica kantiana fue su golpe de gracia, si bien, no será hasta después de Nietzsche que el cadáver no se mal entierre. Que hoy perviva como un zombi en las narraciones de dominación, se debe al arraigo con el que vivimos nuestras supersticiones, hundidas a gran profundidad en nuestro sistema neural dopamínico.
Con el hundimiento filosófico de la ontología occidental, se produjo una doble forma de subversión de los valores cristianos que, no obstante, siguieron operando como referentes socio-políticos. Por un lado, está la subversión que hizo el predador darwinismo moral aristocrático, el cual conservó lo suficiente del cristianismo para utilizarlo como arma en su narraciones de dominación (un dique contra revoluciones). En sus excusas morales de competencia y supervivencia del más fuerte, se refugian aún hoy no sólo las clases gobernantes, sino las nuevas élites científico-sacerdotales, punto este que se observa en el impulso mesiánico del positivismo que impregna la ciencia desde finales del siglo diecinueve. Por otro lado, el materialismo dialéctico socialista no solo compartió el fervor mesiánico revolucionario del primer cristianismo, sino que sus mismas estructuras jerárquicas se asemejaban a las tradicionales de la Iglesia. No obstante, a pesar de estas difusas herencias, los mitos cristianos, capaces tan sólo de dar un sentido negativo y nihilista al mundo (al considerarlo siempre supeditado a otra realidad), colapsaron frente al vitalismo científico, que enfocaba la naturaleza con la misma ambición epistemológica del mundo griego, y ofrecía resultados visibles en la vida cotidiana. En la práctica, el cristianismo sucumbió gracias al acceso de las masas al consumo en la segunda revolución industrial, no por los argumentos de la filosofía que apremiaban a rechazar los absurdos y abusos de los sacros imperios de Occidente. Con mejor nivel de vida, el otro mundo comenzó a quedar más lejos e irreal, tanto en sus tormentos como en sus gozos.
La caída del cristianismo ontológico no ha sido sin embargo pareja a la de las monarquías y estados que eran  y son sustentados por aquel. El poder de los reyes y gobernantes, que en Europa desde Bonifacio VIII (Bula Unam Sanctam de 1302) se ejercía con la venia de los sacerdotes cristianos, puede ser fundamentado sobre cualquier principio ontológico capaz de garantizar una mínima cohesión social y orden. Al igual que el Imperio Mauria de India pudo cambiar su ontología desde el jainismo al budismo sin solución de continuidad, o que el imperio romano mudó los panteones clásicos por los cristianos, o que el confucianismo y el taoísmo fueron sustituidos por el budismo en la dinastía Tang de China ( y vuelta atrás después con la dinastía Song), o que el zoroastrismo persa de las élites se convierte en islam, la civilización occidental ha transformado su ontología cristiana sin resquebrajar las estructuras fundamentales de poder. Un axis mundi ontológico es sustituido por otro, lo que conlleva una convulsión pasajera que se resuelve en una estructura política análoga a la anterior en su funcionamiento de estratificación social, aunque no necesariamente en sus principios morales.
Las sociedades contemporáneas mantienen más de un axis mundi en su seno. Por un lado, profesan una ontología científica, sostenida por las instituciones académicas y de investigación, con lenguajes especializados, y por el otro, mantienen viejos sistemas de creencias que cubren algunos anhelos básicos de la psique humana, reducto de las antiguas formas de explotación que sujetan, como formidable columna sobre arena, a la mayor parte de la humanidad. En el mundo occidental, este segundo axis mundi psicológico sigue siendo el cristianismo, incluso entre las posturas más materialistas, pues nuestros mitos psicológicos fundamentales están impregnados de elementos cristianos. El resultado final es la convivencia de dos sistemas de valores, el de la ciencia y el de la vida cotidiana. Cierto es que a través de la tecnología, la ontología científica se encuentra más y más difundida entre la población general, pero tanto en las relaciones sociales como en las personales, echamos mano de mitos más antiguos que los que nos proporciona la cosmología de las membranas o las metafísicas de posibles multiversos. En cierto sentido, el estado de la religión en el mundo occidental se asemeja al helenismo, cuando los cultos tomaron un carácter más mistérico y particular, conforme a los usos de una gran ciudad universal que alberga múltiples mitologías en su constitución. Nuestro momento ve al cristianismo reducir sus números a favor del ateísmo, pero sobre todo a favor de cultos alternativos y caminos espirituales esotéricos, cualquier mito que dé sentido a la vida.
Este tipo doble de axis mundi no es único de nuestra civilización. Estuvo vigente también, por ejemplo, en el imperio Hitita, con dioses arios para la nobleza (Alalu para los sacerdotes y Teshub, el héroe de la tormenta, para la élite militar) y chtónicos para las clases campesinas, como vemos en el mito de Shanska, la diosa de la fertilidad. La síntesis de ambos ejes la encontramos en el hieros gamos de Teshub con Shanska, pilar doble de la estructura social. Hay otros ejemplos en el Imperio de Mali, bajo el príncipe Sundiata, donde la corte era musulmana mientras que el pueblo seguía con ritos del cereal, o en Roma, donde patricios y plebeyos practicaban diferentes cultos.
El doble axis mundi, que comenzó siendo el resultado de la fusión mitológica de diferentes tribus en la ciudad sumerio-acadia (como observamos en el mito de Marduk), siguió siendo fundamental en la constitución de las ciudades universales de imperios como Roma, China o Persia. Los sacerdotes, y la élite militar y burocrática desarrollaron una ontología más abstracta que las poblaciones de campesinos y artesanos. Cuanto más imperial y diversa es una ciudad, mayor es su fragmentación ontológica, si bien, siempre hay un sistema de valores que aglutina a los demás, y que es, precisamente, el del grupo social dominante. Tal sistema tiene que ser capaz de hacer funcionar la ciudad en todas sus dimensiones económicas, es decir, de definir claramente las funciones de cada grupo social. Hasta la aparición de la ciencia moderna, los valores de la élite sacerdotal mantenían ontologías compatibles con las del pueblo, pues las contradicciones míticas se resolvían armónicamente en sus bases teístas comunes, en la raíz mitológica compartida de mitos con dioses supremos, ya fuesen uránicos o cthónicos.
Sin embargo, en la ciudad global, el doble eje lo conforman dos mitos incompatibles, el ontológico-científico y el psicológico, mito ecléctico este último que mal funde elementos de psicología transcendental tradicional, psicología popular y elementos de psicología científica. El difícil punto de encuentro de ambos ejes se da en la mitología del dinero, que permite una racionalización total las acciones económicas y sociales en términos de las emociones básicas. El dinero, entra en la psicología como metáfora de la energía, y conecta a nivel más básico con nuestros condicionamientos celulares, recorriendo una amplia gama de impulsos básicos que tienen que ver con la perpetuación de la especie. Como efecto perverso, la ontologización del dinero genera mundos psicológicos nuevos, volátiles, violentos y sin voluntad política, que desestabilizan el funcionamiento social (fenómeno observable ya en los viejos imperios agrícolas de la antigüedad): el tejido de la ciudad se deshace bajo el peso de la ontología comercial centrífuga que la mantiene. Así, en la ciudad global, la actividad económica descentralizada requiere una reformulación de los conceptos de territorialidad y autoridad adaptables a un mercado global, una redefinición cosmopolita que valore la existencia en los términos racionales del dinero. Curiosamente, la descentralización de la actividad económica no ha sido pareja a una descentralización de beneficios, que siguen gestionados desde las élites monetarias de unas pocas ciudades que controlan los movimientos de los mercados. Por un lado, la ciudad global se extiende más allá de sus fronteras territoriales a través de una red informática que cohesiona su axis monetario, haciendo obsoletas las nacionalidades construidas a partir de la ciudad universal. Por otro, la ciudad global requiere ejércitos nacionales, financiados por el grueso de la comunidad, que sirvan de instrumento político para sus intereses. La ciudad global es internacional en su afán de explotación de los recursos, pero no en su administración. Las ontologías no requieren consistencia interna, sino que basta con que sean capaces de fundamentar valores que perpetúen el orden del grupo.
Las tradicionales ontologías de los ejes míticos de la ley universal han mostrado siempre predilección por los temas que podríamos llamar discusiones sobre el sexo de los ángeles. Cuando quitamos los referentes intuitivos y cerramos la semanticidad de un lenguaje de manera formal, la precisión sintáctica del cálculo que así formamos se hace a costa del significado. Toda la matemática no constructiva es prueba de ello, o la física que sobrepasa sus fundamentos empíricos y se lanza a  construir teorías indemostrables sobre el origen del universo, cuya formulación definitiva está pendiente de un nuevo acelerador de partículas más caro y más potente, o simplemente aceptando un nuevo atomismo científico. Mientras los sacerdotes discuten sus mitos científicos, el grueso de la población vive anclado en las viejas creencias, ya sean las animistas, las de las grandes religiones, o las diversas formas de ateísmo doctrinal entre los sectores más educados de la sociedad. Los sacerdotes de la ciudad global tienen sus dioses, las teorías matemáticas de la realidad, como en su momento lo fueron las teorías teológicas de la constitución de los cielos y los Mes. El pueblo también tiene los suyos, más concretos, capaces de orientar las acciones económicas cotidianas y de confortar los miedos. Antes, los ritos de la Gran Madre, ahora, acciones comunales equivalentes que son interpretadas acríticamente en narraciones de postmodernidad, siempre un Lebenswelt que aglutina inconsistencias bajo el manto congruente de unas emociones básicas que tan sólo persiguen la continuidad del grupo.
En esa ínfima parcela en la que se produjo el destronamiento de las ontologías de la ciudad universal a favor de la epistemología, por obra conjunta de la filosofía y la ciencia, en los campi de algunas universidades occidentales, se ha producido una fragmentación ontológica tan útil en los respectivos desarrollos epistemológicos de los diferentes estudios, como restrictiva en relación a una posible interacción de la ciencia con otros ámbitos de la experiencia humana (e incluso para una colaboración flexible entre los diversos nuevos campos que la ciencia va trazando en su recorrido). La fragmentación no obedece a ningún intento de instaurar una ley humana. Así, encontramos micro-ontologías que reproducen viejos patrones (básicamente platonismos y materialismos) sostenidos por las mismas viejas creencias incuestionables, ahora atrincheradas detrás de la respetabilidad supersticiosa de la que goza la ciencia moderna. Se sigue haciendo ontoteología, de forma inadvertida, añeja metafísica envasada en ideología postmoderna.
La pregunta ontológica tradicional ha sido “¿qué hay?”, cuestión que sin duda alguna debemos formularnos en algún momento de nuestra vida, así como las que suelen acompañarla, tales como “¿por qué hay algo en lugar de nada?” o “¿qué es la realidad?”, que son variaciones del mismo asunto. Cada generación vuelve a hacer la pregunta, y cada vez debe ser respondida de nuevo. Si no ocurre esto la filosofía cede paso a la teología, por mucho que se disfrace de ciencia. Claro que uno podría dar hoy la misma respuesta dada hace dos mil años, incluso utilizando herramientas intelectuales nuevas. Las ontologías previas no son necesariamente superadas, como muestra la pervivencia de las ontologías religiosas, o el platonismo, o los materialismos atomista y spinozista, pues no se dispone de evidencias capaces de zanjar las disputas sobre lo que hay, por muy sorprendente que esto nos pueda llegar a parecer cuando lo analizamos desde un punto de vista de Lebenswelt. Nuestras ontologías han tendido con demasiada frecuencia a desbordar el marco de la experiencia vital. El camino iniciado por los filósofos presocráticos en el que se sustituyeron los mitos teológicos por los nuevos mitos naturalistas no produjo cosmovisiones más próximas a la experiencia ordinaria: el logos heraclitano, los átomos de Demócrito no estaban más próximos a la experiencia del individuo de lo que podrían estarlo los dioses del panteón olímpico. Comparativamente, el método presocrático físico era más claro que su precedente mistérico psicológico, como el de la física contemporánea lo es con respecto al de aquellos primeros intentos de filosofía natural, pero los entramados ontológicos propuestos en todos los casos presentan análogas incertidumbres y dificultades, y traen a colación la importancia de la epistemología a la hora de desentrañar lo que hay. La claridad exige simplicidad, pocos principios a partir de los que construir el edificio de la realidad, fundamentos a partir de los cuales derivar nuestro conocimiento de manera demostrativa. Si no hubiera tal derivación, el número de principios se multiplicaría sin poder integrar la información de forma efectiva para la acción vital. Podríamos pensar que la geometría o la lógica ofrecen el mejor paradigma para el propósito, pero al pensar así estaríamos haciendo una asunción ontológica derivada del método apodíctico. Asumir el bello método axiomático como principio ontológico conlleva creer en la estructura inferencial del universo, y en que un perseverante intelecto humano puede comprenderla, es decir, implica el platonismo y la transcendentalidad. El optimismo de la asunción es tan ingenuo como envidiable, pero al no diferenciar entre la utilidad del principio regulativo de claridad y simplicidad y la reificación ontológica de tal principio, la ontología se enredó sin remedio en la trama teológica de la que ya partía. No obstante, como alternativa, podríamos asumir la necesidad de claridad y sencillez en términos neurofisiológicos: el universo no tiene una estructura inferencial basada en verdades eternas (axiomas), pero nuestro sistema emocional de activación vital (sistema neural dopamínico) opera de manera constructiva derivando sus decisiones de aquellas experiencias exitosas de supervivencia.

La ontología, como cualquier otra actividad humana no es comprensible fuera del ámbito antropológico en el que surge, su dimensión fundamental es vital, es una actividad del bios humano que trata de establecer un centro del universo, un marco referencial para el sentido, y está imbricada en la experiencia, tanto la ordinaria como la liminal. Ontología y epistemología forman un todo indisociable, unidad que sólo podía hacerse evidente con la madurez del pensamiento epistemológico, al alcanzar independencia con respecto a los mitos de la ley universal. Las determinaciones ontoepistemológicas que elabore una filosofía no transcendentalista no son, por tanto, una cuestión meramente jurídica que decide, a la Kant, qué construcciones que se ajustan a una pretendida arquitectónica de la razón y cuáles no. La razón es un proceso vital abierto. La racionalidad de la vida es continua y mutable, y nuestros referentes (desde los más básicos de la intuición temporal que recoge la aritmética) son construcciones de alcance limitado. Con ello, no quiero decir que la filosofía pueda renunciar a su acción crítica, sino que debe ser complementada deliberadamente con una acción de construcción teórica: la filosofía es una acción mitopoética.

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