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Pruebas y Evidencias

En el ámbito del mundo acrítico de la vida, las evidencias vienen dadas por las costumbres, tal y como son actuadas en ejes mítico-rituales. Lo que era evidente en Babilonia no lo es hoy: ya no pensamos que si arrojamos a alguien al río y no se ahoga, eso constituya una prueba de que no ha cometido un crimen dado. En el Lebenswelt, el mundo de la vida cotidiana, probar algo quiere decir mostrar su vinculación con otra cosa que se considera evidente y de la que se sigue sin ningún género de duda. El conjunto de las cosas evidentes incluye los referentes que han mostrado utilidad para la supervivencia del grupo, las valoraciones que han permitido llegar hasta el presente, lo que implica que han sido respuestas efectivas a escenarios vitales. Sin embargo, los elementos de este conjunto son, muchas veces, contradictorios entre sí, pues han sido acumulados en momentos históricos distintos, como respuestas a problemáticas diferentes que siguieron criterios arbitrarios de autoridad, azar, o incluso, malas inducciones y torpezas intelectuales.
Desde Aristóteles, la lógica intentó constituirse como ciencia apodíctica, procediendo, mediante inferencias, desde definiciones y principios explícitos hasta conclusiones seguras según las reglas del juego así planteado. La incompletud de los axiomas de la lógica de predicados tomados de manera conjunta con los de la aritmética de Peano echó por tierra este aparentemente simple proyecto. Lo más desalentador fue darse cuenta de que el cálculo no necesitaba ser ninguna construcción compleja, bastaba con que contuviese la expresividad de la lógica de predicados y la aritmética. Al perderse la fiabilidad demostrativa de cualquier sistema que incluya la aritmética, quizá la única ciencia sobre la que podríamos alcanzar un consenso humano acerca de su operatividad en dominios finitos, perdimos la fe en la posibilidad de un universo bien ordenado. El programa que se hunde no es sólo el de David Hilbert, quien (como buen divo) se sintió personalmente insultado por el teorema de Gödel, sino el de las ingenuas pretensiones de las universalidades sintácticas. Una prueba deductiva tiene su ideal en la completa maquinización, cuando sólo reina la sintaxis y las conexiones son independientes de cualquier contenido, de cualquier interpretación. Interpretar, bajo este punto de vista, es modelizar, llenar unos moldes vacíos con unos contenidos que admiten la composición sintáctica preestablecida. Aunque esta armonía preestablecida de origen pitagórico pueda ser ahora pensada, en términos neurocientíficos, como meros condicionantes operacionales de los organismos, seguiríamos evitando al pensar así tratar la dimensión semántica de nuestro pensamiento, la condición de sistema abierto de nuestras construcciones simbólicas, la emergencia de significado en las acciones vitales y la ambigüedad fundamental de la significación, sin la que no podría haber ninguna adaptación a escenarios cambiantes.
El hundimiento de la decidibilidad de una fórmula en un sistema que considerábamos inmaculado -pues el cálculo de predicados per se es completo, y la aritmética era el lenguaje de Dios- es el final del principio de omnisciencia: o bien todos los elemento de A (conjunto) tiene la propiedad P, o hay un elemento de A que no la tiene. Lo que nos queda es entonces un principio epistemológico de ley humana mucho más interesante: las leyes universales sólo tiene sentido como principios regulativos de sistemas cerrados. La existencia de la propiedad P sólo tiene sentido constructivo, cuando se introduce como axioma o esquema axiomático, o lo que es equivalente, cuando se define recursivamente. Tanto P como A son construidos algorítmicamente, es decir, explicitando secuencias finitas de distinciones semánticas. Cuando A y P han sido determinados como diferencias semánticas específicas (como secuencias de identidad y diferencia) pero no como algoritmos, no siempre podremos explicitar un algoritmo constructivo que nos diga si tal A tiene la propiedad P. Un ejemplo nos lo da la aritmética de los números reales, cuya operativa se hace con sus aproximaciones racionales, lo que condiciona el tipo de propiedades que podemos explicitar de ellos de manera constructiva.
Si la existencia tiene un carácter constructivo así, las pruebas ontológicas sobre la existencia de Dios (y en general cualquier prueba ontológica) no tienen ningún sentido, porque cualquier algoritmo para definir el concepto de Dios ya introduce las propiedades que han de determinar su existencia (máxima extensión, máxima perfección, amor, etc.), y como tales propiedades son aplicables a otros objetos y escenarios (pues de lo contrario ni siquiera serían inteligibles), su mera existencia en tales escenarios hace que la propiedad exista y tenga sentido, y que de ella se siga la existencia de un ser transcendental.
El valor antropológico de los procesos de prueba y evidencia reside en la sustitución de un criterio de autoridad arbitraria (al principio fue la del rey-dios), en lo que se refiere a una ontología, por el criterio de una autoridad más amplia y consensuada (como pueda ser una comunidad sacerdotal o científica). La arbitrariedad de las evidencias queda subsumida bajo la idea de consenso, pero aun así, el principio de autoridad sigue siendo el fundamento de los conceptos de evidencia y prueba. No podría ser de otra forma, pues la validez de una prueba depende de una autoridad que la ratifique como tal, o de una máquina que ejecute un protocolo, pero la máquina quedó descartada a la par que la aritmética para decidir en cuestiones en las que interviene también la semántica, por lo que probar algo quiere decir que algo se deriva de la autoridad de un eje mítico-ritual.

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