Si esperamos elaborar un mito
que interprete el mundo y sea capaz de generar
sentido para nuestra existencia, hemos de incluir en él al humano como ser creador,
pensante y sintiente, en un relato que aglutine las diferentes facetas de
nuestra vida y cultura, desde el que el pasado y el presente encuentren cierta
forma de armonía comprensiva. Un
discurso así de general corresponde a una filosofía cuyos principios
ontoepistemológicos no consideren
entidades transcendentales, entendiendo por estas no sólo las de corte
antropológico, como gran parte de los dioses tradicionales,
sino cualquier principio abstracto no
humano, como la idea de un universo consciente, o un
todo que opera conforme a un orden o una ley
universal. La física y la cosmología
operan bajo la asunción implícita de tal principio. La forma más extrema viene
representada por los viejos pitagorismos que acompañan
-inevitablemente- a la ilusión transcendental del pensamiento matemático, y que
declaran que el universo mismo es una estructura matemática. Tal como ha sido planteado por Max Tegmark en nuestros días (siguiendo
los pasos que E.P. Wigner iniciara al final de los sesentas
del siglo pasado), no se trata de que la matemática nos aproxime a la fisis representándola,
sino que la estructura matemática que descubrimos con nuestro pensamiento se
hace cada vez más fina y precisa,
aproximándose a una pretendida estructura definitiva que llamamos universo. Las
teorías matemáticas que
emplea la física funcionan, bajo este punto de vista, como estructuras libres
de equipaje humano, es decir, expresiones que conectan las ecuaciones de una teoría con aquello que
los humanos observan en su vida y constituye su entorno cultural, y
podrían ser entendidas por un extraterrestre o un
superordenador del futuro. Todo lo que no sean las ecuaciones es un lastre para la
universalidad de la teoría, que debe ser presentada en la supuesta comunidad
interestelar sin los coloridos dejes locales que puedan avergonzarla. Este tipo
de idea de aproximación asintótica a algo, ya sea un dios, una perfección, un
concepto o una estructura es común a todas las ciencias modernas. Siempre a
punto de llegar a alguna parte pero nunca allí, modelos que lo explican casi
todo y prometen un mundo mejor de conocimiento y perfección epistemológica que no está en
ningún lugar. Tegmark sostiene que la
matemática nos aproxima a la matemática, lo que no parece tener mucho sentido,
pues si la matemática es el universo, como propone la teoría, ¿cómo podría el
universo aproximarse al universo?, o, de otra forma, ¿cómo puede haber una
matemática falible e incompleta? La única salida posible es análoga a la que
los teólogos medievales proponían como explicación de la incapacidad humana
para entender a Dios: la imperfección de nuestro intelecto, las limitaciones
que nos dificultan (cuando no hacen imposible) el acceso a la pura teoría que explica, describe y
predice todas las cosas.
Los mitos de la ley humana, por el contrario establecen su casa en las ciencias de
la vida, y desde ahí le han venido las mayores amenazas a los
transcendentalismos, religiosos o científicos. La
neurociencia ha endomorfizado
las representaciones exomórficas de la matemática: los indefinibles de la lógica y la matemática
son explicables en términos de narraciones evolutivas de
poblaciones neurales. Con esto, no quiero decir que la matemática quede toda
reducida a tratados de metafísica antigua. De hecho,
la matemática -desarrollada en términos constructivos- es una herramienta
necesaria, ya que en ella se expresan intuiciones cognitivas básicas espacio-temporales que nos resultan imprescindibles para
nuestras representaciones simbólicas. Esta mathesis, ni es universal ni va
separada del resto de nuestras construcciones simbólicas, es una mathesis
vitalis, y sus determinaciones primitivas se encuentran en
las idealizaciones complejas que elabora la vida-inteligencia.
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