El
ego o persona individual es un fantasma narrativo. La individuación
de la vida, sólo ocurre a nivel de esa narración de identidad, y ni
siquiera es obra de un sólo individuo pues el lenguaje en el que la
elabora no ha sido creado por él, es más expresa unos clichés
comunicativos característicos de un espacio-tiempo determinado, unas
estructuras mentales comunitarias y aprendidas (aparte del
condicionamiento neurofisiológico de la especie). La
vida-inteligencia no es nunca la acción de un individuo,
precisamente el hecho de que el individuo es prescindible o
recambiable permite la adaptación y la continuidad de esa
vida-inteligencia.
No
es la impermanencia espacio-temporal del individuo, el carácter
pasajero de su existencia lo que hace del mundo una representación
fantasmagórica, sino la unidimensionalidad y la inevitable
fragmentación de la representación. La unidimensionalidad viene
dada por la construcción mental de la representación: la mente es
una función selectiva que deja fuera todo lo que está fuera del
propósito general de la vida, su autoperpetuación. Por otro lado,
es una representación fragmentada: la ciencia sólo puede proyectar
sobre el apeiron los azarosos fragmentos de conocimiento que en el
discurrir de los tiempos han ido alimentando sus teorías.
El
carácter efímero de los objetos, su deterioro y cambio muestran su
constitución mental. Aún no hemos encontrado objetos en el universo
que puedan ser considerados permanentes (representaciones finales o
exomórficas) por la simple razón de que cualquier construcción
mental es una superposición fantasmagórica sobre un apeiron.
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