Monday, August 5, 2019

¿Quién soy yo?


El Sujeto es lo desconocido, pues es el conocedor, y está más próximo a mí que la sangre que circula por las venas de mi cuerpo. ¿Quién es este sujeto? ¿Quién soy yo? La primera vez que escuchamos esta pregunta, en nuestra infancia profunda, es otra persona quien la hace. La respuesta esperada es un nombre: mamá, papá… Alguien la responde por nosotros y espera nuestra acción mimética, recompensada por estallidos de alegría. Tenemos ya grabado a fuego en la memoria más profunda que ser es tener un nombre. La pregunta es, desde el primer momento de nuestra vida, la base de nuestra relación con los demás, del reconocimiento de identidades a partir de nombres. Aprendemos nuestro propio nombre a la vez que el nombre de otro familiar, de otra persona que nos habla, y así aprendemos a objetivar a nuestros padres y a nosotros mismos.

La respuesta a “¿quién soy yo?” con un nombre sólo tiene sentido en las identificaciones más básicas sociales, es más, mi nombre propio, el que me han asignado, no es más que una etiqueta y carece de sentido si la pregunta nos la hacemos reflexivamente. ¿Qué sentido tiene hacerme a mí mismo cualquier pregunta?¿no tengo acaso ya la información que yo podría darme? En principio, parecería que sí, si bien una pregunta auto-formulada no es más que un punto de partida para una reflexión sobre su contenido, para una indagación filosófica sobre alguna inquietud que proviene de la profundidad de nuestra psique.

La pregunta es tan simple como fascinante y fundamental, quizá la más fundamental de las preguntas que pueda hacerse un ser humano. Cualquier otra pregunta deberá tener en cuenta el resultado de la respuesta a la que lleguemos, si es que tiene una respuesta definitiva y al uso. Nadie puede responderla por mí, ni por ti.

Si no fuese capaz de responder a “¿quién soy yo?”, el sentido de mi existencia se disiparía como una nube de verano. Podría continuar viviendo, pero sin poder evitar el sentirme como un autómata que completa tareas programadas. Siempre tenemos que manejar algún tipo de respuesta, ya hecha por nuestro grupo humano o chapurreada por nosotros a partir de las mejores opiniones de otros. Así digo: yo soy un ser humano, repuesta muy común que parece dejar zanjado el asunto pero que no dice nada sobre la parte que tiene que ver con mi propia existencia, mi sensación de ser alguien con una mente propia relativamente independiente de los otros. Por otro lado, la misma noción de ser humano es tan ajena y tan propia a mi sentir vital como mi yo, es más, no pueden ser cosas independientes, pues ¿qué es el ser humano sino el artífice de la pregunta quién soy yo? Nuestra pregunta conlleva ya una respuesta: yo soy un “quién”, algo sustantivo, y me doy cuenta de que estoy siendo aunque no puedo precisar la naturaleza de mi estar siendo, de mi estar vivo como un ser individual. Así, digo de mí que tengo capacidad de movimiento, de acción y reacción, y en esto me descubro como otros objetos que percibo y comprendo como “no-yos”. Sin embargo, no soy un objeto. No soy mi cuerpo, pues cuando lo veo no hay una identidad plena e inequívoca con él, ni cuando siento placer ni cuando siento dolor se lo adjudico al cuerpo, hay algo que siente ese placer y ese dolor, y que a partir de las impresiones sensoriales y la memoria construye una experiencia . El cuerpo no agota mi identidad. En cierto sentido, el cuerpo me es ajeno, pues no es una extensión de mi voluntad, y sigue unos ciclos y unos impulsos que no dependen de lo que yo quiera. Soy yo y no soy yo a la vez. Esto es interesante, pues el cuerpo me está mostrando que lo que llamo “yo” y lo que llamo “no-yo”, tiene una conexión íntima. Me doy cuenta entonces que el aire en mis pulmones es un íntimo “no-yo” que se transforma en “yo” dando vida a las células, y lo es el alimento de manera análoga, y el sol que activa mi organismo y mi ánimo de formas tan sutiles.

Siento entonces ser vida, un continuo de fuerzas materiales que se interpenetran en complejos procesos. Pero esta observación, surge de un proceso mental que estaba ya imbricado en todo mi sentir la conexión de mi yo con el “no-yo”. No puedo separar este componente mental: estaba allí desde la primera indagación sobre mi identidad, como la emoción que siento al percibir la conexión íntima de mi cuerpo con lo que lo rodea, el mundo. Veo que cuerpo, emociones y mente forman un entramado que comparto con los animales superiores, algunos grandes mamíferos y aves. También ellos viven desde un sistema semejante, sin embargo, su sensación de vida y acción vital, aunque parten como la mía de ese intuir la continuidad con el mundo, de un sentirse en casa en la naturaleza, comprendiéndola intuitivamente, no es capaz de la reflexión que yo estoy haciendo. Mi mente es más compleja que la de ellos y su funcionamiento le permite volverse sobre sus propias acciones como si fueran objetos para considerar y ponderar, para examinar y juzgar, para dirigir a partir de finalidades que no están en las propias acciones examinadas. Digamos que yo tengo intelecto y ellos sólo tienen una mente animal. Yo también tengo mente animal, y emociones y cuerpo, pero hay algo en mí que no se limita sólo a eso: tengo capacidad intelectiva y me autoexamino y me pregunto por mi identidad.

La identidad que descubro no se limita a ser un proceso de análisis y síntesis filosófica. A cada paso se enlazan estas intelecciones con unas formas sutiles de emoción, alejadas ya de las más básicas animales y unidas al proceso mismo de comprensión de mi identidad. Son emociones de sublimidad y armonía fundidas con la intelección, y abren campos nuevos de mi identidad. La emoción sublime sustenta la intelección tanto como la intelección sigue los caminos de esta emoción sublime.

Con raíz en la materia íntima en la que me fundo, la que respiro y danza en mi pecho impulsándome en anhelos, la que lanza saetas de representaciones vitales sublimadas siguiendo trayectorias de razón y de imaginación hacia una existencia cada vez más sutil y amplia, con raíz en este aquí y ahora, emergen ante mí seres ya muy lejanos de la experiencia animal y limitada al movimiento terrestre. Pienso las galaxias, y la inmensidad de la dimensión de estas fuentes de luz produce una emoción conjunta de armonía, paz, pureza, infinitud, fuerza, belleza y alegría. La emoción no es ninguna de ellas por separado, ni una combinación parcial, es un compuesto de ellas que como muchos compuestos, adquiere una naturaleza diferente a sus partes por separado. Llamo a esta emoción “ananda”, un término sánscrito de la tradición védica que tiene, a mi entender, un campo semántico parecido. Las galaxias me sumergen en ananda. Miro sus fotos y formas, leo sobre su formación, incluso veo con mis propios ojos en la noche clara una de ellas, nuestra galaxia hermana Andrómeda y la emoción cósmica crece y me disuelve. Los números astronómicos no me dicen nada comparado a lo que siento al saberlas mi casa, mi espacio, mi luz, yo mismo. Los átomos de mi cuerpo reverberan con su luz distante, con su energía invisible y presente, y no tengo ninguna dificultad en reconocerme en esa vibración tanto como me reconocí en las emociones básicas. Ese reconocimiento se produce a través de la emoción-intelección de ananda: la ananda absorbe mis otras identidades, que desaparecen en ella como sal en el agua.

Y ni siquiera una respuesta así satisface la carencia, el anhelo que dinamiza la pregunta, la espontaneidad de su fluir en mi vivencia. Hay algo distinto aún a la emoción más sublime de ananda que palpita en mi pregunta.

Ningún otro ser vivo hace este cuestionamiento, ni lo hacen los dioses. Los dioses tienen respuestas, como la de Yaveh a Moisés, pero no preguntas. “Yo soy el que soy”-le dijo, es decir, “yo soy el yo soy”, mi identidad es el estar siendo, pero esa respuesta aunque me aclara cosas y remueve algo inefable, no me resulta suficiente. El verbo ser apunta hacia un misterio, y sin embargo nada hay más obvio, más común, más aquí.

Formulo la pregunta de nuevo sin permitir que se convierta en un mantra, como si fuese la primera vez que se hace: ¿quién soy yo? Sólo responde el silencio. Un silencio pleno y sobreabundante, que en su entraña lleva lo no-pensable.


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