Buscamos
un término permanente, algo a lo que asirnos, que nos sirva como
referente cuando el torbellino del devenir no vale ya como
explicación fidedigna y la experiencia cotidiana nada dice sobre
nuestra identidad. No hay nada en ninguna parte que nos diga que tal
fundamento tenga sentido, tan sólo una intuición básica sobre algo
genuino en nuestra existencia que parece sugerir el concepto de algo
fundamental y permanente. Las diferentes tradiciones míticas
ofrecieron una amplia variedad de posibles términos que agotaron los
sentidos del concepto de divinidad. La última de ellas, la de la
ciencia contemporánea, se pierde a sí misma en las limitaciones
inherentes a la lógica paradójica que utiliza, y a cambio de los
juguetes de la técnica, mantiene las promesas de una fundamentación
científica para la existencia que no deja de ser una fantasmagoría
metafísica.
Volvemos
entonces al sujeto que creemos ser, desencantados con los objetos que
satisficieron nuestra curiosidad infantil, y al hacer esto nos damos
cuenta de que ya estábamos en marcha, que estábamos siendo el
referente que buscábamos, simplemente no sospechábamos que nuestra
necesidad de fundamento es precisamente lo que apunta hacia el
fundamento. Cuando buscábamos el término permanente dudábamos de
que el punto en el que nos encontrábamos fuese lo bastante sólido
como para dar el fundamento, y esta duda era ya una pregunta no
formulada, la más básica, la más genuina. Una pregunta expresa un
deseo, y el deseo es insatisfacción, duda acerca del estado actual.
Buscamos la plenitud, la satisfacción, la disolución de la
pregunta, o lo que es lo mismo, una total indubitabilidad, y nos
encontramos con que lo que es indudable es el deseo de encontrar, la
anulación del deseo en su cumplimiento. La pregunta-deseo es
anterior al pensamiento reflexivo, no es hecha por el yo psicológico,
que construye y responde desde el pasado, desde la memoria. Se trata
de un yo distinto, que muestra deseo de conocer antes de cualquier
historia personal sea elaborada, que duda de cualquier narración, de
cualquier condicionamiento establecido por la memoria, por el grupo,
un yo que deliberadamente pone en suspenso cualquier creencia, para
intentar llegar desnudo al aquí y ahora. Este es el yo
transcendental del que ha hablado la filosofía fenomenológica, al
que se le ha adjudicado la capacidad para conducir el pensamiento que
nos lleva al fundamento. Se trata de un yo personal que querría ser
impersonal y ofrecer una imagen transparente de la Realidad, pero no
puede dejar de ser un objeto que se proyecta en objetos mentales y
los da forma. El sujeto transcendental no es el Atman pues es un “yo
soy el pensamiento inquisitivo”, es la forma mínima que adopta el
deseo-pregunta, y por tanto un objeto. Ningún objeto puede ser un término permanente, pues no es más que una representación.
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