Sólo
podemos pensar lo que ya es conocido. La deducción parte de axiomas
o proposiciones suficientemente verificadas y obtiene conclusiones
que de alguna manera ya están implícitas en estos axiomas, son algo
así como una combinación de sus contenidos de verdad. La inducción
parte de proposiciones fundamentadas en la experiencia y a partir de
ellas generaliza, es decir, lleva lo conocido hasta lo desconocido,
es más, fuerza lo desconocido a ser como lo conocido. Cuando
pensamos mediante analogía (metáfora) hacemos una proyección
semántica de unos términos que consideramos claros y bien
entendidos. El funcionamiento de nuestra mente no puede ir más allá
de proyecciones del pasado, por mucho que estas adopten nuevas
objetivaciones lingüísticas. Por eso, el pensamiento matemático
sigue siendo fundamentalmente el mismo. Por eso, la filosofía gira
obsesionada sobre los mismos problemas sin poder obtener soluciones
autoconvincentes.
Combinamos
sin cesar unos mismos elementos y obtenemos nuevos objetos que no son
sino variaciones de los viejos pensamientos. Los nuevos juguetes nos
entretienen sin aportar nada satisfactorio: su éxito radica en la
perpetuación de una estructura mental mítico-ritual que mantiene
una homeostasis social. Sin embargo, esta manera de pensar no
resuelve esa carencia o anhelo fundamental que sentimos cuando
estamos a solas con el universo. La gran mente social genera sus
mundos mecánicamente, orgullosa de su mecanicidad, un orgullo basado
en la no-probada y no-probable creencia de que los nuevos mundos
técnicos contienen mayor bienestar y gozo para el ser humano, la persona social que fundamenta el gran mito de
nuestra época: la idea de que hay un ser humano individual que da la
medida de todas las cosas.
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