Si
la persona es el sueño de una sombra, las representaciones de un
sujeto así son meras fantasmagorías. La persona vive en un mundo
simbólico del que es parte no como sujeto, sino como un objeto más.
El mundo simbólico, las narraciones de identidad del grupo son
proyecciones de un tipo de función fisiológica que realiza la vida,
una función de apropiación de su entorno apeirónico basada en la
autopoiesis, en la autoreproducción ad infinitum de sus propias
formas. Estas formas son superposiciones de estructuras de orden
sobre algo que es asimilable al juego de autopoiesis, un algo que
interpretamos como una sustancia que es modificada por el proceso de
la vida-inteligencia. Tal sustancia es un apeiron considerada per se,
sin embargo, las modificaciones a las que la somete el proceso de la
vida-inteligencia superponen sobre ella un universo objetivo.
Las
representaciones generadas por la persona social son reales para tal
persona, es decir, gozan de existencia simbólica dentro del eje
mítico-ritual de dicha persona, pero son irreales fuera de ese
sistema simbólico. Nuestros objetos mítológicos se desvanecen ante
cualquier examen de fundamentación, son juguetes para el juego de la
existencia, aportan conocimiento sobre el espejismo, un conocimiento
tal volátil como fragmentario del propio juego, en última instancia
humo objetivo.
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