Como
concepto comparativo de planos y ejes mítico-rituales voy a utilizar
el de complejidad mitopoética, aplicado al proceso evolutivo de
simbolización de la racionalidad continua. La complejidad, en cuanto
concepto epistemológico cuantitativo general, funciona como operador
que califica de manera relativa un sistema teórico1
a partir del número de elementos y relaciones que lo integran. El
concepto, cuando se aplica no ya sobre el sistema en su conjunto sino
sobre los elementos y relaciones del sistema, indica en su
cuantificación el intrincamiento de estos, y por ello, queremos
decir que una relación (o un elemento) es compleja cuando tiene un
número alto de proposiciones que la explicitan dentro del sistema.
La complejidad sería, en principio, una medida numérica (expresable
en los números enteros positivos) de la cantidad de proposiciones
atómicas, o no analizables, necesarias para explicitar un sistema,
ergo, un concepto que depende directamente de nuestra intuición
temporal, tal como queda expresada en la idea de sucesor que
fundamenta la secuencia de los números naturales. En particular, una
medida alta de complejidad nos está diciendo que para explicitar un
sistema dado, se hace necesaria una secuencia de pensamiento que
ocupa un largo intervalo temporal. En la teoría de la computación,
esto se expresa como tiempo computacional de un algoritmo, y decimos
que los tiempos exponenciales de computación son complejos, es
decir, calificamos de complejo lo que desborda nuestras capacidades
efectivas (o las de nuestras máquinas) de mecanización de un
sistema (o un problema), o lo que consume gran cantidad de recursos
energéticos.
Un
sistema es tanto más complejo cuanto mayor sea la energía requerida
para explicitarlo mecánicamente. Un ejemplo es el clima, o la
estructura neural del cerebro: necesitamos supercomputadores para
empezar a explicitarlos mínimamente, y estos son el resultado final
de siglos de pensamiento simbólico y de ingentes recursos materiales
para producirlos y hacerlos funcionar. La posibilidad de expresar la
complejidad en términos energéticos es lo que hace que el concepto
sea relevante en relación a los procesos vitales, si bien, la
aplicación del concepto de complejidad al fenómeno de la vida,
exige la extensión y precisión del concepto para empezar a tener
sentido. ¿Es válido aplicar el concepto de complejidad al sistema
del pensamiento simbólico humano, que contiene el concepto de
complejidad asimismo como elemento? No tendría ningún sentido
hablar de la complejidad de la complejidad, pues pensar la energía
necesaria para explicitar el concepto de complejidad, nos remitiría
al problema general de la complejidad de la capacidad simbólica
humana. De hecho, más bien parece que la complejidad es una forma de
medir tal capacidad, o por lo menos, de medir algo de esta, a partir
del tiempo empleado para computar un proceso simbólico o del espacio
de memoria que requiere tal computación. El problema de una
explicitación de nuestra capacidad simbólica es que utilizamos esta
capacidad para hacer dicha explicitación, lo que nos llevaría a
añadir una explicitación de la propia explicitación, si queremos
medir la complejidad, y así entraríamos en un regreso sin límite.
Por ello, no tiene sentido hablar de la complejidad del pensamiento
simbólico humano, al que no podemos construir como sistema sin
circularidades, y sólo podríamos hablar, en principio de
complejidad en sistemas cerrados constructivamente y en los que
evitemos definiciones impredicativas. Podemos hablar de la
complejidad de la prueba de un teorema, o de la complejidad del
cerebro humano, pero no de la complejidad del sistema simbólico en
general. Nuestras acciones míticas necesitan la limitación de los
sistemas cerrados para interpretar la apertura de los escenarios de
la acción vital.
La
complejidad mitopoética tiene un componente añadido al de la
explicitación sintáctica de los sistemas como la descrita: el
problema de la referencia en los sistemas dinámicos, y no tanto en
los sentidos de la opacidad referencial que apuntara Quine (que sin
duda se da), como en los connotativos, miméticos, y en los de la
propia emergencia de referentes. La connotación nos remite a la
interpretación mítica, es parte del proceso valorativo y
prevalorativo que constituye el Lebenswelt, en el que no sólo se
forman los objetos referenciales sino también la persona social que
determina el objeto de una manera particular. La relación mimética
entre las estructuras valorativas mítico-rituales y las acciones
vitales que representan, al cubrir el rango de acciones sociales y
naturales de un grupo humano, requiere para su explicitación la
coordinación de un sistema heterogéneo de escenarios, así como de
objetos conceptuales y empíricos. Las narraciones de dominación,
como objeto mítico, no tienen las mismas connotaciones para la élite
que las elabora que para la mayoría que vive según sus preceptos.
Pero tampoco lo tiene ninguna narración u objeto económico aislado
y específico de una actividad para el conjunto de las personas
sociales, narraciones que requieren la integración que proporcionan
las determinaciones de identidad, de mitos yuxtapuestos, que pueden
llevar hasta connotaciones contradictorias, debidas a la
multiplicidad de intereses conflictivos de las sociedades
estratificadas. La mímesis, como proceso complejo de valoración que
se retroalimenta transformando el objeto interpretado y al sujeto que
lo interpreta (y se interpreta), vincula las acciones vitales dentro
de un marco general de causación formal. A la retroalimentación
mimética entre las acciones míticas y las vitales y la solidaridad
de las acciones que componen un eje mítico-ritual hay que añadirle
las complejidades sintácticas y semánticas de las propias acciones
míticas. La complejidad sintáctica o cuantitativa de un sistema se
debe, bien a que muestra procesos de dependencia sensitiva o
caóticos2,
o bien al alto número de algoritmos que necesitamos para
explicitarlo (por muy simples que estos sean), o a su no linealidad,
o a que contiene procesos azarosos3,
las cuatro maneras básicas en las que la ciencia representa la
dificultad de determinación de escenarios vitales y sus objetos. En
la medida que estos cuatro tipos de procesos diferentes son
reducibles a una simbología algorítmica, podemos incluirlos en la
categoría de la complejidad, aunque no compartan todos las mismas
propiedades. Tales procesos complejos son ya una representación
científica, conforme a narraciones de la ley universal, de las
acciones vitales. De hecho, lo que llamo complejidad sintáctica en
estos cuatro tipos de procesos es su irreductibilidad a
representaciones endomórficas precisas. No menos difícil de pensar
es la complejidad semántica que aporta la preinterpretación de los
objetos que los hizo emerger como referentes en escenarios más
complejos, emergencia que condiciona las propias relaciones
sintácticas a ser válidas tan sólo dentro de los sistemas en los
que se hicieron tales valoraciones. El Unterlebenswelt generó
semánticamente (emocionalmente) objetos míticos preinterpretados en
un escenario que no tienen validez en otro. Así por ejemplo, cuando
las teologías intentar racionalizar escenarios de la inmortalidad
producen proyecciones de un pensamiento causal moral que resultan en
construcciones metafísicas absurdas de la forma Ka, tanto en las
versiones tradicionales religiosas como en las filosóficas. Una
muestra de estas últimas nos la ofrece la hipóstasis kantiana de la
voluntad, que hace de una de las emociones básicas una categoría
que es independiente de la biología, aplicando conceptos de una
psicología racional (fundamentada en postulados de las narraciones
de inmortalidad del plano del rey-dios) como base para
argumentaciones formales de causalidad sintáctica en escenarios
ajenos a la experiencia (de determinación primitiva), a los que
exporta, por definición, la mecanicidad del mundo empírico. Cuando
Kant dice que la necesidad práctica de una conformidad completa
entre la voluntad y la ley moral (inalcanzable por ningún ser
racional en el mundo sensible) implica un progreso sin fin que exige
la persistencia de una persona para desarrollarlo, está
introduciendo subrepticiamente la necesidad moral de la inmortalidad
del alma4.
Con ello, comete el error de proyectar la temporalidad de la acción
económica en un ámbito que ya no es físico. Desde el punto de
vista mitopoético, la conformidad de la voluntad con la ley moral,
es la de una persona social con el eje mítico-ritual en el que esta
ha surgido, con el que es, obviamente, perfectamente congruente
(incluso cuando pueda tratarse de una persona asocial). Cualquier
persona social que manifieste la emoción de la voluntad de poder
expresa una acción conforme a algún eje mítico-ritual en el que se
ha formado. Si por conformidad entendemos que a través de la acción
de la voluntad exprese una narración de dominación, es absurdo
pensar que una expresión así requiera de un tiempo ilimitado, y más
absurdo aún, pensar que en un tiempo ilimitado una supuesta voluntad
inmortal continúe inercialmente (mecánicamente) buscando de manera
asintótica una adecuación que ya no tendría ningún fin práctico
(ni podría estar organizado a partir de acciones de temporalidad
económica, salvo que supongamos una vida económica de ultratumba de
la forma Ka como la de las viejas narraciones de inmortalidad), sino
transcendental.
La
complejidad semántica o mitopoética tiene doble dimensión, una
debida al anidamiento de escenarios semánticos en el proceso de
racionalidad continua, que abre una intrincada red de relaciones
verticales o emergentes, y horizontales o coordinativas, y otra que
se debe al propio proceso memorístico, a las acumulaciones
histórico-culturales de las propias narraciones interpretativas, las
cuales condicionan, con diversas formas de inercia conceptual, los
nuevos objetos y escenarios. La complejidad debida a la acumulación
tiene un componente claramente mecánico, algo así como la
homeostasis automática de un eje mítico que se añade a las
acciones intencionales del grupo que condicionan las valoraciones,
automatismo tan condicionante como el de la valoración intencional.
Al funcionar los sistemas míticos como máquinas de autoidentidad y
autodiversidad, son reproducibles como una unidad sintética sin
necesidad de un proceso intencional, simplemente por repetición de
las mismas operaciones. La reproducción de unidades generaría un
nuevo escenario cuyas relaciones unitarias elementales serían
emergentes referenciales, así como las mismas unidades, pues al
nivel de complejidad del escenario previo, la unidad total del
sistema no era una entidad sintética, sino un proceso relativamente
abierto de autoidentidad y autodiversidad por el que se favorecen
unas formaciones de orden frente a otras. La unidad y las relaciones
emergentes, aunque dependen del proceso de formación de orden
autopoético del sistema en el estado anterior más simple,
establecen unas inercias acumulativas de escala que configuran nuevas
propiedades, y por consiguiente, una redefinición conforme a ellas
de los diferentes procesos, tal y como ocurre en la emergencia
orgánica en lo que se refiere a la relevancia de los procesos
termodinámicos y electrodinámicos, en comparación a los procesos
subatómicos.
Obviamente,
las cuestiones de complejidad mitopoética son tanto sintácticas
como semánticas, ya que estamos interpretando una teoría objeto (o
un sistema mítico completo) desde otro sistema teórico5.
No podríamos explicitar la complejidad semántica en términos de la
sintáctica porque los objetos de los diferentes escenarios
semánticos se corresponden con estructuras lógicas que cuentan con
elementos y propiedades diferentes. Supongamos tres escenarios
semánticos anidados A,B,C cuya complejidad sintáctica por separado
es explicitable. Si definimos los objetos de cada escenario a partir
de sus propiedades, a pesar de la anidación que permite su reducción
al escenario más simple, cada escenario tiene, en principio,
diferentes objetos que no comparte con los otros. Supongamos que
podemos construir un número tan alto de objetos como queramos
simplemente agregando propiedades (por ejemplo con variaciones
cuantitativas que definan nuevos objetos). La complejidad del
escenario ABC formado por los tres escenarios individuales no es la
mera adición de la complejidad de cada uno de los escenarios, porque
no hay un procedimiento capaz de explicitarme los objetos de ABC. Hay
un procedimiento PA que me explicita los objetos de A a partir de
todas las combinaciones de propiedades que haya considerado válidas
para la formación, y un PB y PC equivalentes para los otros
escenarios. Pero dado que la lista A de objetos tiene una
cardinalidad infinita6
debido a la agregación ilimitada que podemos hacer de propiedades,
al igual que la B y la C, no hay un proceso que explicite los tres
escenarios, pues nunca acabaría con A. Podríamos decir que A tiene
complejidad infinita, y lo mismo B y C, pero no tiene ningún sentido
decir que la complejidad sintáctica de ABC es tres veces infinita:
el infinito no describe una cantidad específica sino un proceso de
cuantificación. Si los objetos de A, B y C fuesen finitos, para
explicitar cada uno de estos escenarios necesitaríamos un
procedimiento para cada escenario, ya que las propiedades de cada
escenario son distintas. ¿Podríamos reducir los tres algoritmos que
explicitan los objetos PA, PB, PC a un cuarto procedimiento PX que
nos diese una única medida de complejidad, explicitando los objetos
de A, luego los de B y finalmente los de C a partir de una misma
función? No, pues no hay necesariamente una función que esté
definida en los tres dominios, de hecho, las diferencias de objetos y
propiedades que hemos introducido por definición implican funciones
diferentes para cada PA, PB y PC. Si A, B y C fuesen, por ejemplo,
los escenarios de la teoría atómica, las transacciones del mercado
financiero y las obras musicales para orquesta. Yo no podría
encontrar un procedimiento que explicite los objetos y propiedades de
la teoría atómica, que me sirva igualmente para explicitar las
propiedades de los mercados financieros y de la música orquestal. No
podemos derivar una hipoteca de las propiedades de los átomos, ni
una sinfonía de una hipoteca. No hay una medida simbólica común a
estos escenarios más allá de la referencia que comparten con
respecto a un eje mítico. La complejidad mitopoética, en cuanto que
complejidad general acumulativa del proceso de la racionalidad
continua tiene una dimensión apeirónica, no cuantificable,
irreducible. Hay un componente en el proceso de emergencia semántica
que no es enumerable, y que por ello, no es narrable, que se debe a
que los procesos de autoidentidad y autodiferencia no son isomórficos
de un escenario a otro, de hecho, la viabilidad de la proyección
simbólica misma se ve restringida, como muestran los escenarios de
la física cuántica, o como mostraban cualquiera de los mitos que
han querido ir más allá de sus representaciones exomórficas.
La
complejidad semántica debida al anidamiento de escenarios de la
racionalidad continua ha llevado a la filosofía, a partir de los
supuestos de una ley universal, a buscar una ciencia unificadora
desde la que tratar la experiencia humana en su conjunto, a partir de
causas y principios de alcance general. De hecho, la complejidad
semántica no se hace evidente hasta que no hay una narración de la
universalidad en la que los diferentes escenarios simbólicos deben
encontrar una explicación integradora. Las respuestas de la mímesis
oracular, en sus formas más astrológicas o más azarosas, dieron
paso a los sistemas simbólicos que interpretaban la voluntad de los
dioses, o en los que simplemente se expresaba el orden universal. Sin
embargo, los primeros pasos tomados deliberadamente en la
construcción de una ciencia primera, más simple, desde la que
tratar las complejidades de la experiencia humana, produjeron un
efecto contrario, pues esta ontología o ciencia primera propició un
despliegue mayor de la complejidad, precisamente al mostrar que el
Lebenswelt no era tan claro y transparente como se pensaba, y que las
ciencias no sólo no comparten los mismos objetos, sino que no
podemos movernos por ellas con los mismos procedimientos ni
expectativas de rigor. Los intentos de reducir estos escenarios
conceptuales mediante un único lenguaje, han sido originados por la
persistente ignorancia de la diferencia entre la dimensión
sintáctica de un sistema y su dimensión semántica, y hoy persisten
como sueño metafísico de la física, cuyos intentos reduccionistas,
basados en el ingenuo supuesto de que sus objetos y escenarios
subyacen a todos los demás, reproducen modelos presentes ya desde el
inicio de las narraciones de la ley universal. Las limitaciones de
tal propuesta reduccionista son evidentes, ya que la física no puede
dar cuenta de los escenarios y objetos emergentes a nivel biológico
y cultural, además de que el reduccionismo pasa por alto que la
actividad lingüística del pensamiento de la física forma parte de
un proceso de racionalidad continua que corresponde a un estadio
evolutivo posterior al de los objetos y escenarios de la experiencia
que son el referente de sus teorías, que fueron ya prevalorados a un
nivel animal, en otras palabras, ignora que tales objetos y teorías
no son independientes de dicho proceso.
Sin
embargo, la necesidad de dar una respuesta unificada a los distintos
escenarios de la experiencia no es sino un mito que, aunque tiene
origen epistemológico instrumental, obedece al propósito de unidad
de orden del grupo social bajo un único principio justificativo. El
deseo de un fundamento único para las acciones míticas, cuyo origen
puede ser rastreado en el éxito epistemológico del concepto del
anima mundi, con el que formamos nuestra primera representación de
identidad propia, va ligado a la idea de un sentido en las acciones
vitales humanas, sentido que se expresa en acciones míticas. Tal
sentido, que no es sino un proceso de identidad cuyo origen es
emocional, para ser efectivo, ha de ser expresable en una identidad
mítico-ritual. Esta, aunque incluye distintas narraciones y acciones
grupales, es sintetizable de forma práctica en cada una de las
personas sociales que actúan el eje, personas plenas de sentido en
sus facetas económicas y metafísicas. Un eje mítico-ritual define
todas las experiencias vitales posibles y sus interpretaciones, y su
capacidad para generar sentido se basa en esta unidad, cuyos límites
vienen establecidos por un pequeño conjunto de representaciones
exomórficas. El propósito es la unidad de sentido o de identidad,
vinculada a la unidad de poder en el seno del grupo, pero se consigue
al precio de hipostasiar los escenarios y objetos lingüísticos
específicos de cada eje, con sus relaciones locales y narraciones de
dominación, lo que acaba por generar inconsistencias entre las
determinaciones funcionales y las primitivas, resquebrajando el
sentido social que se pretendía crear.
El
problema de la complejidad semántica o mitopoética, remite a un
problema de orden social, al que queda subordinado el problema
epistemológico, como vemos en el hecho de que lo invariante ha sido
la necesidad de una narración de identidad, no la forma específica
que esta ha tomado. También es un problema de orden social la
complejidad debida a la acumulación histórica de interpretaciones,
los cambios en un eje mítico-ritual debidos a disrupciones de
cualquier tipo, complejidad producida por valoraciones
contradictorias que se corresponden a momentos distintos de la
experiencia vital. La complejidad semántica de un sistema es una
cuestión de la jerarquía orgánica del mismo, pues ha surgido en el
proceso de la racionalidad continua, mientras que las cuestiones de
complejidad sintáctica remiten a su explicitación mecánica, en los
sentidos apuntados. Las interpretaciones sintácticas de la
experiencia, al reducirla a la ocurrencia espacio-temporal de un
evento o relación, presuponen una interpretación de los elementos
que constituyen el sistema sintáctico. Suponen la focalización de
un aspecto específico de la experiencia, la determinación de la
ontologización, que fue creada en un proceso de racionalidad
continua, por una interpretación semántica de un fenómeno. No
obstante, las acciones interpretativas o míticas complejifican la
experiencia, al establecer un vínculo lingüístico entre los
distintos objetos y escenarios que constituyen la actividad vital.
Una explicación requiere una estructura de escenarios y objetos más
compleja que la acción que describe. De hecho, la explicación de un
escenario o de un objeto es la subsunción o posicionamiento de dicho
elemento en relación a otro escenario u objeto de mayor complejidad,
en una cadena cuyo referente final es la propia narración de la
experiencia vital de un grupo humano dado. Así por ejemplo, la
explicación que los mitos del plano del rey-dios dan del universo ha
requerido el recurso a un dios creador, más complejo que el propio
universo, o la explicación de la física sobre el origen del
universo requiere una construcción lingüística nomológica más
compleja que la acción que se quiere explicar, cuya complejidad
sería cero (ninguna acción presente en ningún escenario).
La
complejidad semántica o mitopoética, no es, entonces, medible en
términos de la sintáctica, si bien ello no quiere decir que no
podamos elaborar representaciones cuantitativas con las que precisar
el concepto en simbolizaciones más amplias de los ejes míticos. La
complejidad mitopoética viene dada por la interacción de diferentes
escenarios simbólicos que, bajo las condiciones generales de las
emociones, ofrecen interpretaciones de nuestra acción vital, y estas
construcciones simbólicas no obedecen exclusivamente a criterios
epistemológicos instrumentales sino a relaciones de equilibrio
homeostático social. La forma y la variedad de las acciones míticas
de un eje se corresponden con las necesidades de las acciones vitales
de un grupo humano en un entorno dado. Un principio de economía
energética condiciona las determinaciones funcionales y de identidad
específicas, principio que no es contrario al carácter redundante
de la comunicación humana, y que es compatible con la economía
energética debido a la comunidad de los sistemas emocionales que dan
el fundamento semántico. Por ello, podemos reducir la complejidad
semántica a la dinámica de los ejes mítico-rituales que ha
producido diferentes planos míticos con un creciente número de
personas sociales. De hecho, podríamos medir la complejidad
semántica por el número de personas sociales que define un eje
mítico-ritual, ya que el número es directamente proporcional al
número de acciones míticas que tiene tal eje. Esta sería una
medida de la armonización o capacidad de simultaneidad valorativa de
un organismo, o lo que es lo mismo, del número de escenarios
simbólicos emergentes que pueden coexistir de manera no destructiva.
La
teoría del desarrollo de la personalidad, tal como ha sido tratado
por el psicoanálisis freudiano, y en relación a la estructura
social, por Durkheim7,
Mead8
Parsons9
o Habermas10,
establece un marco social comunicativo como su génesis que sólo
podría refutarse desde posiciones ontoteológicas. La persona no es
algo tan vago y nebuloso como lo que recogen las narraciones arcaicas
de identidad, en las que su confusión con la idea de alma, y la
vinculación de este concepto con el de un anima mundi, proyectaban
los contenidos lingüísticos de la individuación material que
supone un cuerpo físico humano aislado de los otros, en ámbitos
mitológicos y rituales. La individuación siempre es relativa y
paradójica, y en la medida que tiene estructura narrativa, está
sujeta a los mismos condicionamientos que los otros mitos y, como
ellos, depende de un eje mítico-ritual específico para dotarse de
significado. El contenido único de la narración de personalidad no
puede provenir de que esta incluya personas sociales únicas, pues no
hay más personas sociales que las que quedan definidas por las
acciones míticas de un eje, sino de la mezcla específica de un
número dado de estas, además de las circunstancias vitales que
pueda haber experimentado una persona en concreto. Ya que ni las
acciones económicas ni las narraciones de identidad son ilimitadas,
y de hecho vienen condicionadas por las valoraciones emocionales,
aunque las combinatorias específicas de experiencias sean únicas,
estamos hablando siempre de variaciones de un conjunto de temas que
ya vienen recogidos en los mitos del eje. Obviamente, un programador
de ordenadores y un cazador paleolítico, tienen narraciones de
identidad personal diferentes, pero ninguno de los dos puede
desarrollar una personalidad que sea completamente ajena a su eje e
independiente del resto de las personas sociales que actúa cada
sujeto. Como hemos visto más arriba, el concepto de ser humano
individual, como hoy lo manejamos, es parte de la narración de
dominación del plano de la ley humana, y las narraciones de
personalidad individual que se han elaborado a partir de la
Ilustración en el mundo Occidental utilizan este mito como principio
constructivo para aglutinar personas sociales que, de hecho,
corresponden a más de un plano mítico, así como para dar un
contenido a la individuación corporal humana. La idea de una
personalidad independiente de las acciones económicas de las
personas sociales sólo es sostenible como mito transcendental. Ese
fue su origen, primero con las hipóstasis del tótem, y luego con
las de las personas de las castas, hasta obtener la formulación
teológica definitiva de los mitos de la inmortalidad desarrollados
en el plano mítico ley universal, de los que surgió la esfera de la
acción emocional privada del ciudadano lírico, narraciones de
identidad que finalmente fueron adaptadas en las formas de la ley
humana en las declaraciones sobre derechos del hombre. Las emociones
básicas y nuestra fisiología general nos condicionan a un conjunto
específico de personas sociales para la construcción de una
identidad que se corresponda con nuestra individuación corporal, y
esa identidad, inevitablemente, será semejante a otras muchas, pues
las personas sociales que la integran son básicamente las mismas
dentro de un eje mítico-ritual dado.
Las
construcciones narrativas de las personas sociales siguen procesos de
ascensión semántica de racionalidad continua. El conjunto de las
personas que actúan en un plano mítico es el resultado de una
complejificación comunicativa de los planos anteriores, conforme a
procesos autopoéticos, automáticos e intencionales, en los que
emergen elementos simbólicos que no estaban necesariamente en las
estructuras más simples que les precedieron. Así por ejemplo, la
idea de la persona del homo sapiens como nos la presentan las
ciencias naturales de hoy, no tiene un precedente en los planos
míticos anteriores a la ley humana. Desde puntos de vista más o
menos antropológicos se ha intentado perfilar propiedades de este
homo sapiens de manera más bien aleatoria, sin saber en qué
dirección apuntar, una confusión acrecentada por el estrepitoso
fracaso del proyecto de la Ilustración en los barbarismos europeos
del siglo XX. En parte, la confusión se produce cuando al querer dar
a este concepto un contenido histórico nos encontramos en medio de
las narraciones de la persona individual, que remiten a contenidos
transcendentales. Una posible alternativa que evita tales contenidos
es la referencia de la narración homo sapiens con respecto al
proceso de la racionalidad continua de la vida-inteligencia, y en
particular, a la creación de estructuras simbólicas complejas, de
las que la misma narración del homo sapiens es una muestra. Conforme
a este postulado, no se trata de definirnos con respecto a ninguna
narración particular, sino en relación al proceso abierto de la
simbolización, y comprender la dinámica de complejificación que
queda patente en el creciente número de personalidades sociales que
ha producido nuestro desarrollo como especie. Los ejes más
complejos, los que pertenecen al plano de la ley humana, muestran un
mayor número de personas sociales debido a la mayor diversidad de
acciones económicas, como respuesta a las necesidades de
organización de grupos humanos cada vez más numerosos. Es
interesante, sin embargo, que dentro de estos ejes han proliferado
como acciones económicas independientes sujetas a la dinámica
monetaria, algunas actividades que en planos anteriores tenían un
ámbito exclusivamente lúdico. El desarrollo de la personalidad
social lúdica es anterior a su profesionalización, pues el juego es
una emoción social básica presente ya en los mamíferos, si bien la
profesionalización del juego indica una enarización de la emoción
posterior y más compleja que la que tenía en los ámbitos privados
y mítico-rituales. La profesionalización conserva elementos
rituales -los juegos tienen una dimensión mediática fuerte-, pero
la fortaleza de la dimensión espectacular no es separable del
contenido de sistematización que alcanzan los juegos profesionales,
de su propia enarización simbólica. La enarización de la emoción
del juego ha producido un incremento de actividades económicas
relacionadas con estas acciones míticas cuyo resultado ha sido la
creación de nuevas personas económicas, pero sobre todo ha supuesto
el surgimiento de la persona lúdica no profesional, que en parte se
ha aprovechado del nicho de la vida privada creada por el ciudadano
lírico. La industria lúdica de las sociedades postmodernas ha
creado así un amplio número de personas sociales, más o menos
efímeras, que son interpretadas a tiempo parcial por otras personas
sociales como acción mítica generadora de sentido, complejificando
las narraciones de identidad mítico-rituales en un grado nuevo. Si
un mayor número de personas sociales indica mayor complejidad
mitopoética de un eje, podríamos establecer un vínculo entre la
complejidad social de un eje y su capacidad de producción de
personas lúdicas, o dicho de otra forma, podríamos hacer del
desarrollo de la emoción del juego una forma de medida de la
complejidad simbólica de un eje.
Las
principales teorías que se han desarrollado sobre la acción lúdica
parten de las tesis kantianas expresadas en la Crítica del Juicio, a
las que Schiller da una formulación romántico-platónica de
programa antropológico. En Kant, la idea de juego no está
claramente formulada, pero va unida a la de libertad moral dentro de
los escenarios teóricos del arte y la belleza. Frente a las
representaciones del mundo, vinculadas de manera necesaria por la
razón humana, las representaciones del arte obedecen a un juego
libre que lleva a cabo la misma razón, libertad que expresa un
propósito moral que va más allá del mero capricho, porque procede
conforme a reglas naturales, establecidas por el artista genial. Para
Kant, las reglas del arte siguen el mismo propósito de los procesos
naturales y de la libertad moral, pues la belleza es un símbolo de
la moral que produce placer en los sentidos a la vez que una
activación cognitiva por la que el sujeto se relaciona con la
naturaleza, a través de su propia capacidad sensible y racional, así
como con algo que no es naturaleza ni libertad, lo suprasensible, en
lo que forma una unidad de la razón teórica con la práctica11.
Este platonismo de lo suprasensible es reformulado por Schiller en
términos de una concordancia entre unos pretendidos impulsos
formales y materiales, un instinto de juego macrocósmico que el arte
humano reproduce. El juego sería no sólo lo que hace al hombre, su
diferencia específica12,
sino lo que constituye la acción general del universo. Nietzsche se
expresará desde esta tradición cuando hable del juego cósmico de
lo apolíneo y lo dionisíaco, aunque invirtiendo la valoración
platónica que Schiller había hecho del instinto. Las tesis
kantianas habían abierto una dimensión ontoepistemológica para la
estética al sacar el arte del reino del gusto y asociarlo a las
ideas de juego y libertad. Y aunque el arte ha continuado vinculado a
este par de ideas, el juego se independizó como categoría propia
para la acción humana, si bien, siempre unido a la idea de libertad,
hasta el punto que forma parte ya de su concepto.
La
vinculación del juego con el concepto de libertad está mediada de
forma negativa por el de necesidad. Como notó Johan Huizinga, el
juego se separa de la necesidad de los procesos naturales, es una
actividad superflua en relación a los deberes vitales, y pertenece
al campo del ejercicio libre de la voluntad, de hecho, dirá
Huizinga, el juego es la libertad13.
La abolición temporal de la necesidad en el juego produce una
emoción enaria de libertad, negativa en cuanto que expresa el hecho
de haber sacudido por un momento el peso de la ananké, si bien, una
emoción que refleja la limitación de la ley universal mediante la
creación de un ámbito lúdico puramente humano. Libertad no sería
aquí sino otra forma de decir humanidad, posibilidad de un mundo
humano y de una ley humana. Las mitologías tradicionales recogen
este paso de humanización en sus concepciones sobre la dimensión
cósmica del juego. En las narraciones del plano del rey-dios y de la
ley universal, el humano es el juguete de fuerzas superiores. La
tierra es un tablero de dados para los dioses, o un ajedrez, los
dioses combaten en Troya o en Hastinapura como niños caprichosos que
con sus muñecos juegan a la guerra y al amor, a mostrarse y a
ocultarse en distintas personalidades, en un drama que siempre es
reversible e irrelevante. El juego del rey-dios, como el de la ley
universal, es un juego predeterminado, amañado, ya decidido, que
sólo desde la perspectiva humana parece abierto y es pensado como
azar, como la voluntad inescrutable del dios y la ley. Los juegos
humanos no pueden ser aquí sino elementos de un ritual, momentos de
comparsa en una representación cósmica. Recordemos los juegos que
al final de la Ilíada se celebran para repartir algunos trofeos del
botín bélico, amañados por Atenea a favor de Odiseo y contra Ajax.
Sólo con la aparición de las narraciones de la ley humana puede el
hombre ser jugador en el tablero de la vida.
La
separación en la esfera del juego de la ley universal con respecto a
la ley humana no se ha conseguido por completo, pues los ejes
mítico-rituales que hemos desarrollado presentan narraciones
conjuntas de estos dos planos. Esto es especialmente evidente en la
forma artística de los juegos, como hemos visto en la formulación
kantiana, donde el arte funciona como vehículo que nos conecta con
el pretendido mundo suprasensible, propuesta que simplemente
reproduce el viejo vínculo que las mitologías ya más arcaicas
establecieron entre las artes ceremoniales (música, danza, poesía)
y los ritos en los que estas aparecían, es decir, no hace sino
apelar al contenido numinoso de la simbolización lingüística que
nos hace experimentar el arte. El juego sólo se humaniza cuando el
hombre tiene capacidad propia de movimiento, cuando puede elegir
entre opciones diferentes con respecto a las acciones vitales. La
valoración de la actividad lúdica dependerá del peso de su
componente mítico de ley universal, que actúa como limitador del
factor humano y de la independencia del juego. En ontologías
fatalistas, al no haber elecciones, ni incertidumbre por el orden
posible de estas, el humano es una marioneta, no el jugador, y el
único juego es el del destino, un juego basado en la ignorancia del
hombre y su dependencia total de una voluntad que le es ajena, que
viene ya determinado en una escala no humana. Por eso, los juegos de
azar han sido considerados como vehículos oraculares que pueden
asistir en la toma de decisiones14.
¿Cómo
podríamos definir el concepto de juego desde un punto de vista
antropológico sin hacer referencia a las narraciones del rey-dios o
de la ley universal? La herencia romántica ha permeado las teorías
históricas y sociológicas del juego del siglo XX produciendo tesis
ambiguas y contradictorias, cuya solución ha necesitado de una
comprensión neurofisiológica de las emociones. El juego, como ya
entendió Huizinga, conlleva tanto un uso consciente de la voluntad
como un impulso inconsciente, pues el juego de los niños y los
animales es compulsivo, no opcional15,
precisión esta que parece echar por tierra la definición del juego
a partir de la propiedad de la libertad. Si los animales juegan y el
juego es libertad, los animales manejarían, entonces, ese concepto
moral, lo que es absurdo. Huizinga evita el problema restringiendo el
campo de estudio a la dimensión lúdica en las culturas humanas,
dejando fuera todo componente fisiológico. No obstante, la
dificultad persiste incluso si dejamos fuera la parte fisiológica de
la acción lúdica, porque la vinculación del juego con la libertad
sólo se ha producido en sus interpretaciones desde el plano de la
ley humana. La mayor parte de las acciones de juego que la
antropología ha encontrado en ejes de anima mundi no tienen asociada
ninguna narración de libertad16.
Cabría esperarlas en sociedades estratificadas con relaciones de
dominación y deuda social, y aun así, las narraciones metafísicas
de libertad17,
y después las morales, son el resultado de tímidos desarrollos
dentro del plano de la ley universal, las primeras formas de
ciudadano lírico, pero sobre todo de las narraciones de la ley
humana. Sin embargo, la observación del juego en las sociedades
frías nos ha llevado a la constatación de que las acciones lúdicas
reflejan los condicionamientos funcionales de cada sociedad, las
cuales, a su vez, reflejan las determinaciones primitivas. Así por
ejemplo, entre polinesios y melanesios, donde el acceso a la comida
era fácil, los juegos con funcionalidad productiva son sólo el ocho
y el siete por cien, respectivamente, de la totalidad de los juegos,
mientras que entre los aborígenes australianos, cuyo medio físico
es más duro, ese tipo de juegos son el treinta y uno por cien,
aunque en todas estas sociedades el mayor número de juegos
corresponde a la categoría socio-cultural18.
La
acción del juego no es más libre de lo que pueda serlo la
maternidad, la ira o el miedo, y, de la misma manera, es una acción
prevalorada a nivel animal y ha estado sujeta al proceso de
racionalidad continua, lo que explica la cualidad que la emoción
lúdica tiene de básica y enaria en nuestras interpretaciones: los
animales juegan, pero también podemos programar ordenadores para que
jueguen entre ellos, o por lo menos para que ejecuten tareas
sintácticas que pueden ser traducidas a juegos humanos. Mientras que
la acción animal requiere una definición dentro de un sistema
teórico biológico, la segunda requeriría al menos dos sistemas
para su explicitación, el humano sociológico y el sistema de los
lenguajes formales. La matemática ha construido definiciones lógicas
de los juegos, caracterizándolos a partir de la totalidad de las
reglas que los describen. Habla así de conjuntos de objetos y
propiedades de transformación cuya combinatoria es producida, bien
por la elección de los participantes o bien por azar, con un
propósito que, una vez conseguido, supone la conclusión de los
movimientos o elecciones19.
Una caracterización como esta dejaría fuera el juego de los
animales, así como el juego que un niño tiene con sus muñecos,
cuyas transformaciones no siguen necesariamente planes explicitables,
o los juegos de disfraces de los carnavales, donde los cambios de
persona social no obedecen a propiedades predefinidas. Un problema
añadido de la caracterización lógica es que ignora por completo la
relación del juego con la sociedad en la que ocurre.
La
acción de jugar es vital, pero los juegos específicos son acciones
míticas, y no tienen necesariamente que cubrir las mismas funciones
dentro de un eje: los juegos miméticos no cumplen la misma función
que los de estrategia. Roger Caillois clasificó los juegos en cuatro
grupos: los de competencia o agónicos, que incluirían los deportes
o los juegos de salón, los aleatorios, que no dependen de decisiones
del jugador, los juegos de mimetismo, en los que el jugador se hace
otro, y los juegos de trance o vértigo, que persiguen la
aniquilación de lo real20.
Podríamos reducir estas categorías a dos: los juegos de
supervivencia y los juegos de personalidad o identidad. La primera se
subdividiría en juegos agónicos o aleatorios, a partir del criterio
de las elecciones que hacen los jugadores, si bien podemos encontrar
toda una gama de juegos mixtos, desde los deportivos a los juegos de
salón. Pero podríamos, en general, clasificar los juegos siguiendo
criterios muy distintos que aportan una comprensión parcial de su
estructura. Desde el punto de vista de la repercusión de las
decisiones de un jugador en la toma de decisiones de otro, podríamos
dividirlos en miméticos y no miméticos. Y desde la perspectiva del
resultado final podríamos caracterizarlos, de manera utilitarista, a
partir de los pagos recibidos a su conclusión, con lo que
distinguiríamos entre los juegos de suma cero y los de suma distinta
de cero, o lo que es equivalente, juegos en los que las ganancias y
pérdidas de utilidad se compensan entre los jugadores (donde lo que
uno gana lo pierden los otros), y juegos donde no quedan
compensadas21.
Los juegos de suma cero son estrictamente competitivos, mientras que
los de suma no cero pueden implicar cooperación. Estos son juegos de
fundamento agónico, firmemente vinculados con la supervivencia, en
los que el sistema emocional dopamínico está activo para el
desarrollo de estrategias, y hay un propósito claro que permite
explicitar las reglas fácilmente. Si bien, no todos los juegos
tienen un contenido normativo tan marcado como los competitivos22,
como muestran los juegos de personalidad o identidad, y por ello, la
propiedad de la normatividad no tiene contenido de generalidad. La
segunda categoría propuesta más arriba, incluiría los juegos de
cambio de identidad o juegos de personalidad, tales como los de
disfraces, y los de trance o vértigo, o como los juegos infantiles
de rondas y cantos, o los deportes de riesgo no competitivos, o los
juegos informáticos y de mesa que suponen un cambio de rol social23.
En estos juegos, el propósito es la experiencia de una persona
distinta a la ordinaria que constituye nuestra narración de
personalidad, lo que produce una forma de bienestar o catarsis.
Desde
el punto de vista de la teoría económica, la clasificación a
partir de la productividad (de suma no cero) o no de los juegos sirve
para definir escenarios de estrategias racionales de decisión
económica, mientras que la distinción de los juegos por cambio de
identidad resulta irrelevante en términos de producción económica,
aunque no así en lo que se refiere a las relaciones sociales en
general, en las que las relaciones de dominación se producen en
escenarios normativos y autocontenidos en los que la mímesis de
identidad tiene una funcionalidad muy activa. Desde una perspectiva
mitopoética, son relevantes tanto los aspectos productivos en
relación a los juegos como las narraciones de identidad que
utilizan. Es más, tales distinciones no tienen contenido pragmático,
pues no hay acciones productivas económicas que se den fuera de una
interpretación mítico-ritual. Si la acción funcional determina la
persona social, la persona lúdica no es la misma que la persona
individual formada narrativamente a partir de las distintas personas
sociales que actúa e integra. Esto es obvio en los juegos de
identidad, pero se da también en los de supervivencia, hasta en los
casos en los que el jugador es un profesional. Las personalidades
lúdicas tienen una narración de identidad mínima implícita en la
dimensión social del juego, a la que se añaden las identidades
narrativas de las personas que juegan, todas ellas definidas en
términos de un eje mítico-ritual específico. Si bien, el carácter
relativamente cerrado de los juegos, favorece una implicación
focalizada y absorbente en la que el resto de las personas sociales
del jugador tiene que dejar sitio a la personalidad lúdica. De
hecho, parte del bienestar del juego, como muestran los juegos que
son exclusivamente de identidad, consiste en tal absorción, en la
enajenación de la personalidad ordinaria para producir catarsis y
proclamar la acción lúdica como única acción durante su
transcurso. En este sentido, se produce una escisión en la
personalidad, ya tratada desde Platón en relación a los artistas y
actores. Las ludopatías muestran casos extremos de la escisión de
tales personalidades, debidas a descompensaciones de
neurotransmisores24,
si bien, estas escisiones, acotadas en el ámbito de los juegos o del
arte, son comunes a todo ser humano, y son una prueba más del
contenido mítico-ritual de la formación de la personalidad social.
En
sus forma más básica, la emoción del juego cubre protocolos de
socialización y ejercitación de diversas funciones motoras y
cognitivas del organismo en los mamíferos, en los que surge como
simulacro de acciones directamente vinculadas con la supervivencia,
especialmente con otras emociones, a las que el juego dota de un
escenario propio, aislado de la actividad vital, en el que los
resultados de las acciones son irrelevantes y reversibles, pues el
juego puede volver a repetirse desde el principio como si fuera una
primera interacción. La acción del juego se reafirma por el efecto
placentero de los neurotransmisores que intervienen en el proceso, y
de hecho, podríamos limitar el ámbito de la actividad lúdica a
partir del dolor y del miedo: una actividad que no contiene ningún
elemento placentero raramente será calificada de juego. En el juego,
las urgencias de la supervivencia son puestas en suspenso, la vida,
en sus dimensiones de incertidumbre, es suplantada por una actividad
plena y autocontenida: la experiencia está ordenada en sus objetivos
y en sus elementos activos, en sus comienzos y sus finales, es una
única experiencia comunicativa que sigue las pautas inambiguas de
las emociones, del orden fisiológico comunicativo. Aunque entre los
animales el neocortex no es esencial para el juego25,
en el ser humano la simbolización toma un lugar central, ya sea en
las formas más simples del juego infantil o con el máximo rigor
racional de un juego que requiere para su realización el concurso de
los cálculos simbólicos de la lógica. Los juegos son ya
protoacciones míticas en los animales, son valoraciones simples de
los protocolos de las otras emociones, de la búsqueda, del miedo, de
la ira, de la sexual, de las jerarquías sociales. Los organismos más
evolucionados se autorepresentan en escenarios acotados, y convierten
sus protocolos en objetos para acciones de nuevos mapeos enarios.
Cuando los animales juegan, el contenido del juego y las reglas les
vienen dadas en las valoraciones de sus sistemas emocionales, al
igual que ocurre en los juegos infantiles más espontáneos, como el
correr tras otro o el escondite26.
De la misma manera que la relevancia homeostática del miedo viene
dada por el dolor y malestar que produce, y que lleva a evitar
situaciones que ocasionen tal estado, la del juego es reforzar
escenarios que han probado utilidad para la supervivencia, mediante
la protocolización de acciones como placenteras. La emoción básica
del juego en los humanos crea las condiciones de posibilidad para el
desarrollo de escenarios en los que se enarizan, de manera
liminoide, cada una de las otras emociones (por separado o en
combinación). Los juegos humanos difieren por el contenido de la
emoción (o emociones) básica que representan: habrá juegos de
búsqueda, acumulación, combate, inferencia, o de manifestación de
la ira y la violencia, o juegos que representan el miedo
liminoidemente, o juegos de identidad social, maternidad, sexuales,
etc. La emoción del juego ha contribuido a la formación de acciones
míticas, y a su progresiva enarización, y por ello, la estructura
de los juegos muestra el grado de desarrollo dentro de la
racionalidad continua de un eje mítico-ritual. Las acciones míticas
han surgido de la enarización simbólica que han permitido los
escenarios creados por el juego. La actividad neocortical más
reflexiva, al ser la menos automática, requiere un escenario cerrado
para su desarrollo, al margen de las urgencias y automatismos de los
protocolos emocionales, necesita escenarios de temporalidad
reversible en los que crear sus simulaciones y desarrollar el
pensamiento hipotético y condicional. Una capacidad simbólica mayor
conlleva una mayor capacidad lúdica, y por ello tiene sentido medir
la complejidad mítico-ritual de un eje a partir del número de
personalidades sociales lúdicas que ha desarrollado. Debemos,
entonces, distinguir los juegos particulares de la acción de jugar.
Los juegos son acciones míticas, que, como otras, tienen una
prevaloración en el Unterlebenswelt, mientras que la acción de
jugar es un protocolo funcional neural que al autoestimular
placenteramente la repetición de otros protocolos ha creado las
condiciones de posibilidad para el potenciamiento (vía repetición y
prueba) de las capacidades simbolizadoras que tiene la acción
comunicativa social.
Los
juegos, como otras acciones míticas, son liminoides, y su interés
para el jugador se da en su proximidad a lo liminal. En la medida que
nuestra valoraciones y acciones míticas se organizan en ejes
míticos, podemos decir que las acciones míticas se encuentran
coordinadas y subordinadas entre sí en diferentes estructuras, de
tal forma que podemos decir que un juego es limitado por otro juego,
que los juegos deportivos son limitados por el juego social en el que
ocurren, o que la narración de una ciencia se inscribe como
subrelato de la narración de su eje mítico, si bien, estas
valoraciones se encuentran limitadas por las representaciones
exomórficas que tomemos como referentes literales en cada eje.
Podemos representar cualquier acción mítica como un juego, debido a
las propiedades y origen común que comparten, pero ni el conjunto de
las acciones que constituyen un eje es un juego ni la experiencia
vital tampoco lo es, aunque algunas mitologías han construido
representaciones exomórficas lúdicas. El límite de cualquier
acción mítica, lúdica, cognitiva, reproductiva, social en general,
lo da la experiencia liminal, el hecho de que nuestros ejes tiene los
límites que tiene nuestra simbolización para la vida. Un eje
mítico-ritual no es un juego para ninguna comunidad humana que vive
conforme a él, pues para que lo fuese, tendría que ser incorporable
en un eje de mayor alcance en sus determinaciones para poder hacer
una representación lúdica con respecto a él.
Los
juegos definen subconjuntos o parcelas cerradas de acciones míticas
y las actúan en escenarios autónomos, más o menos autocontenidos,
pero toman como referente el conjunto mítico-ritual que da el
sentido al juego. Según representen partes mayores de las acciones
mítico-rituales, según haya más acciones y personalidades lúdicas,
más enaria es la simbolización, y mayor es la complejidad
semántica de los escenarios del eje. Ahora bien, para un número
igual de acciones y personalidades lúdicas, será más complejo
mitopoéticamente el eje que sea capaz de representarse a sí mismo
en sus juegos de manera metateórica o crítica, aquel que pueda
construir estructuras narrativas fuera del eje sin necesidad de
reprimirlas en la narración de dominación, el que sea capaz de
reflexionar sobre la propia actividad simbólica, y expanda el eje
dando a las representaciones exomórficas contenido hipotético y no
final. ¿Pero en qué sentido es la combinación de la capacidad
crítica y la lúdica un límite conceptual desde el que poder
considerar la complejidad mitopoética? ¿No implicaría el proceso
de la racionalidad continua una forma de limitación más básica y
fisiológica para la simbolización que la del desarrollo particular
que ha tenido el lenguaje humano y sus distintas narraciones de
identidad?
1Desde
los primeros desarrollos que Ludwig von Bertalanffy hiciera en la
década de los años cincuenta del siglo pasado de la teoría
general de los sistemas, el campo de la teoría de la complejidad no
ha parado de crecer en interdisciplinaridad y profundidad de
enfoques, cubriendo un dominio teórico que se solapa con el campo
general de la ciencia, desde los estudios de sistemas no lineales en
general, a la geometría fractal y la teoría del caos, pasando por
los estudios de sistemas disipativos, autopéticos,
socio-cibernéticos, computacionales en general, o las teorías de
redes globales y sistemas de complejidad multinivel.
2Según
la definición de Edward Lorenz, caos es la propiedad de un sistema
dinámico cuyas órbitas exhiben dependencia sensitiva. Entendiendo
por órbita la representación en un espacio hipotético
ene-dimensional de una secuencia, continua o discreta, de estado del
sistema. Y por dependencia sensitiva, la siguiente propiedad de una
órbita A: si la mayor parte de las órbitas que pasan cerca de A se
alejan de ella según avanza el tiempo. Véase Edward Lorenz, The
Essence of Chaos.
University of Washington Press. Seattle. 1995. p.p.205-213.
3Procesos
cuyo desarrollo no depende de estados anteriores del sistema.
4Cf.
Kant. Critique
of Practical Reason.
5.122.
5La
denotación de la complejidad
mitopoética
como complejidad
semántica
simplemente enfatiza la condición dominante de la emergencia
semántica dentro del ámbito mitopoético.
6Por
infinito
entiendo un número tan alto como queramos, pero que no podemos
explicitarlo en una computación práctica, es decir, una
computación que desborda nuestras capacidades temporales.
7La
formación de la persona sigue en Durkheim una fuente doble, la
individual, que proviene de las sensaciones específicas y
desligadas de las de los demás que tiene un cuerpo humano, y la
colectiva, que es el conjunto de ideas y emociones que provienen del
grupo. Cf. Las
formas elementales de la vida religiosa.
Ed. Cit. p.p.422-23.
8Para
Mead, la personalidad individual el me,
surge como respuesta a las expectativas de comportamiento social
generalizadas (generalized
other)
por el intercambio lingüístico, es una construcción comunicativa
mimética que se genera al observarse el individuo dentro de las
acciones del grupo en relación a él. Véase Mind,
Self and Society.
Edited by Charles Morris. University of Chicago. Chicago.1934. p.185
y s.s.
9Para
Parsons, la estructura de la personalidad se deriva de los sistemas
sociales y culturales a partir de los procesos de socialización,
que comienzan con la relación maternal. Véase Social
Structure and Personality.
Ed. Cit. p.78-111.
10Por
personalidad, Habermas entiende las competencias que convierten a un
sujeto en capaz de lenguaje y acción, y lo capacitan para tomar
parte en procesos sociales de entendimiento, es decir, son
propiedades desarrolladas por un sujeto en el proceso de la acción
comunicativa que se realiza en el campo de los contenidos simbólicos
y el tiempo histórico. (Cf. Teoría
de la acción comunicativa.
Ed. Cit. p. 619).
11Cf.
Kant. Critique
of Judgement.
5:353. Véase toda la discusión sobre la dialéctica del poder
estético del Juicio. Números 55-60 de la obra.
12Como
afirma en la Carta XV de Letters
on the Aesthetical Education of Man.
En Aesthetical
and Philosophical Essays.
Gutenberg Project. EBook #6798.
13Cf.
Johan Huizinga. Homo
ludens.
Beacon Press. Boston. 1955. p.p.7-8.
14Como
en el caso del I
Ching
o las partidas de dados para decidir el rey sucesor en caso de
fuerzas iguales, como leemos en el Mahabharata.
15Cf.
Johan Huizinga. Homo
Ludens.
Ed. Cit. p. 5-6.
16Véanse
las conclusiones sobre el studio del juego en las sociedades
australianas, polinesias, melanesias y esquimales en Generalizations
on play in primitive societies,
de Howell, Maxwell L.; Dodge, Charles; Howell Reet A. 1974. LA84
Foundation. Web.
17Como
la narración del moksha
(liberación) hindú, que comienza en los Upanishad.
18Cf.
Howell et al. Generalizations
on play in primitive societies.
Ed. Cit. p.19.
19Como
hicieron John von Neumann y Oskar Morgenstern en Theory
of Games and Economic Behavior.
Princeton University Press. Princeton and Oxford. 2007. P.49.
20Cf.
Roger Callois. Su clasificación de los juegos es en las cuatro
categorías de: agón,
alea, mímesis
e ilynx
(vértigo). Véase el capítulo II de Man,
Play and Games.
Translated by Meyer Barash. University of Illinois Press. Urbana and
Chicago. 2001. p.p. 11 y s.s.
21Criterio
seguido por von Neumann y Morgenstern. Véase Theory
of Games and Economic Behavior.
Ed.Cit. p.p.46-47.
22Otra
forma de caracterizar las acciones lúdicas por parte de la
reflexión antropológica ha sido a partir de las propiedades de
normatividad
y del carácter
autocontenido
de los juegos. Propiedades comunes, por ejemplo, a la definición de
juego de Gilbert Boss (Juego
y filosofía.
Revue
de métaphysique et de morale.
Traducción Lisímaco Parra. Octubre.1979. p.6. Revista.unal. Web.
Sin embargo, estas propiedades no nos dan ninguna diferencia
específica, pues la normatividad y el carácter autocontenido
define los cálculos en general, o cualquier sistema moral de un eje
mítico en relación a las acciones económicas del grupo.
23Saltar
por un puente, paracaídas, etc., en las que las descargas de
adrenalina, endorfinas y diferentes neurotransmisores es un objetivo
per se.
24Los
estudios neurobiológicos muestran que los ludópatas sufren
desregulación de los sistemas dopamínico, norepinefrínico y
serotonínico. La disfunción en el sistema serotonínico puede
jugar un papel decisivo en las desinhibiciones de personalidad
(véase ensayo de DeCaria), es decir, en el control narrativo
integrador de la personalidad individual sobre las distintas
personas sociales; en este caso, desinhibiría la persona que juega.
Las disfunciones en el sistema dopamínico, o de voluntad de poder,
suponen disfunciones en el sistema que controla la unidad de acción
emocional en relación a la supervivencia. Véanse, DeCaria,
Concetta, et Al. Pharmacologic
Approaches to the Treatment of Pathological Gambling.
Medscape Psychiatry & Mental Health eJournal. 1998;3(3), y
también, DeCaria, Concetta, et Al. Pharmacologic
Approaches to the Treatment of Pathological Gambling.
Medscape Psychiatry & Mental Health eJournal. 1998;3(3).
25Cf.
Panksepp. Affective
Neuroscience.
Ed. Cit. p.291.
26La
vinculación de las acciones míticas con el juego ha producido
interpretaciones metafísicas del proceso de mitificación, en el
que la diferencia entre acción vital y acción mítica se ha
reificado como juego de ocultación y desvelamiento (alethe).
Hemos hipostasiado una voluntad de juego de ocultación en la
naturaleza, más allá de las acciones de ocultación y acecho del
sistema dopamínico de la supervivencia. Esto está ya en
Heráclito, phusis
kruptesthai philei,
(Fragmento 123. Temistio.) a
la naturaleza le gusta esconderse,
tema que recupera Heidegger (Véase An
Introduction to Metaphysics.
Trans. by Ralph Manheim. Yale University Press. New Haven. 1987.)
Pero es una idea común en la Biblia,
El
Corán,
y en cualquier mito de la ley universal.
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