Tuesday, May 30, 2017

La complejidad mitopoética y la emoción del juego


Como concepto comparativo de planos y ejes mítico-rituales voy a utilizar el de complejidad mitopoética, aplicado al proceso evolutivo de simbolización de la racionalidad continua. La complejidad, en cuanto concepto epistemológico cuantitativo general, funciona como operador que califica de manera relativa un sistema teórico1 a partir del número de elementos y relaciones que lo integran. El concepto, cuando se aplica no ya sobre el sistema en su conjunto sino sobre los elementos y relaciones del sistema, indica en su cuantificación el intrincamiento de estos, y por ello, queremos decir que una relación (o un elemento) es compleja cuando tiene un número alto de proposiciones que la explicitan dentro del sistema. La complejidad sería, en principio, una medida numérica (expresable en los números enteros positivos) de la cantidad de proposiciones atómicas, o no analizables, necesarias para explicitar un sistema, ergo, un concepto que depende directamente de nuestra intuición temporal, tal como queda expresada en la idea de sucesor que fundamenta la secuencia de los números naturales. En particular, una medida alta de complejidad nos está diciendo que para explicitar un sistema dado, se hace necesaria una secuencia de pensamiento que ocupa un largo intervalo temporal. En la teoría de la computación, esto se expresa como tiempo computacional de un algoritmo, y decimos que los tiempos exponenciales de computación son complejos, es decir, calificamos de complejo lo que desborda nuestras capacidades efectivas (o las de nuestras máquinas) de mecanización de un sistema (o un problema), o lo que consume gran cantidad de recursos energéticos.

Un sistema es tanto más complejo cuanto mayor sea la energía requerida para explicitarlo mecánicamente. Un ejemplo es el clima, o la estructura neural del cerebro: necesitamos supercomputadores para empezar a explicitarlos mínimamente, y estos son el resultado final de siglos de pensamiento simbólico y de ingentes recursos materiales para producirlos y hacerlos funcionar. La posibilidad de expresar la complejidad en términos energéticos es lo que hace que el concepto sea relevante en relación a los procesos vitales, si bien, la aplicación del concepto de complejidad al fenómeno de la vida, exige la extensión y precisión del concepto para empezar a tener sentido. ¿Es válido aplicar el concepto de complejidad al sistema del pensamiento simbólico humano, que contiene el concepto de complejidad asimismo como elemento? No tendría ningún sentido hablar de la complejidad de la complejidad, pues pensar la energía necesaria para explicitar el concepto de complejidad, nos remitiría al problema general de la complejidad de la capacidad simbólica humana. De hecho, más bien parece que la complejidad es una forma de medir tal capacidad, o por lo menos, de medir algo de esta, a partir del tiempo empleado para computar un proceso simbólico o del espacio de memoria que requiere tal computación. El problema de una explicitación de nuestra capacidad simbólica es que utilizamos esta capacidad para hacer dicha explicitación, lo que nos llevaría a añadir una explicitación de la propia explicitación, si queremos medir la complejidad, y así entraríamos en un regreso sin límite. Por ello, no tiene sentido hablar de la complejidad del pensamiento simbólico humano, al que no podemos construir como sistema sin circularidades, y sólo podríamos hablar, en principio de complejidad en sistemas cerrados constructivamente y en los que evitemos definiciones impredicativas. Podemos hablar de la complejidad de la prueba de un teorema, o de la complejidad del cerebro humano, pero no de la complejidad del sistema simbólico en general. Nuestras acciones míticas necesitan la limitación de los sistemas cerrados para interpretar la apertura de los escenarios de la acción vital.
La complejidad mitopoética tiene un componente añadido al de la explicitación sintáctica de los sistemas como la descrita: el problema de la referencia en los sistemas dinámicos, y no tanto en los sentidos de la opacidad referencial que apuntara Quine (que sin duda se da), como en los connotativos, miméticos, y en los de la propia emergencia de referentes. La connotación nos remite a la interpretación mítica, es parte del proceso valorativo y prevalorativo que constituye el Lebenswelt, en el que no sólo se forman los objetos referenciales sino también la persona social que determina el objeto de una manera particular. La relación mimética entre las estructuras valorativas mítico-rituales y las acciones vitales que representan, al cubrir el rango de acciones sociales y naturales de un grupo humano, requiere para su explicitación la coordinación de un sistema heterogéneo de escenarios, así como de objetos conceptuales y empíricos. Las narraciones de dominación, como objeto mítico, no tienen las mismas connotaciones para la élite que las elabora que para la mayoría que vive según sus preceptos. Pero tampoco lo tiene ninguna narración u objeto económico aislado y específico de una actividad para el conjunto de las personas sociales, narraciones que requieren la integración que proporcionan las determinaciones de identidad, de mitos yuxtapuestos, que pueden llevar hasta connotaciones contradictorias, debidas a la multiplicidad de intereses conflictivos de las sociedades estratificadas. La mímesis, como proceso complejo de valoración que se retroalimenta transformando el objeto interpretado y al sujeto que lo interpreta (y se interpreta), vincula las acciones vitales dentro de un marco general de causación formal. A la retroalimentación mimética entre las acciones míticas y las vitales y la solidaridad de las acciones que componen un eje mítico-ritual hay que añadirle las complejidades sintácticas y semánticas de las propias acciones míticas. La complejidad sintáctica o cuantitativa de un sistema se debe, bien a que muestra procesos de dependencia sensitiva o caóticos2, o bien al alto número de algoritmos que necesitamos para explicitarlo (por muy simples que estos sean), o a su no linealidad, o a que contiene procesos azarosos3, las cuatro maneras básicas en las que la ciencia representa la dificultad de determinación de escenarios vitales y sus objetos. En la medida que estos cuatro tipos de procesos diferentes son reducibles a una simbología algorítmica, podemos incluirlos en la categoría de la complejidad, aunque no compartan todos las mismas propiedades. Tales procesos complejos son ya una representación científica, conforme a narraciones de la ley universal, de las acciones vitales. De hecho, lo que llamo complejidad sintáctica en estos cuatro tipos de procesos es su irreductibilidad a representaciones endomórficas precisas. No menos difícil de pensar es la complejidad semántica que aporta la preinterpretación de los objetos que los hizo emerger como referentes en escenarios más complejos, emergencia que condiciona las propias relaciones sintácticas a ser válidas tan sólo dentro de los sistemas en los que se hicieron tales valoraciones. El Unterlebenswelt generó semánticamente (emocionalmente) objetos míticos preinterpretados en un escenario que no tienen validez en otro. Así por ejemplo, cuando las teologías intentar racionalizar escenarios de la inmortalidad producen proyecciones de un pensamiento causal moral que resultan en construcciones metafísicas absurdas de la forma Ka, tanto en las versiones tradicionales religiosas como en las filosóficas. Una muestra de estas últimas nos la ofrece la hipóstasis kantiana de la voluntad, que hace de una de las emociones básicas una categoría que es independiente de la biología, aplicando conceptos de una psicología racional (fundamentada en postulados de las narraciones de inmortalidad del plano del rey-dios) como base para argumentaciones formales de causalidad sintáctica en escenarios ajenos a la experiencia (de determinación primitiva), a los que exporta, por definición, la mecanicidad del mundo empírico. Cuando Kant dice que la necesidad práctica de una conformidad completa entre la voluntad y la ley moral (inalcanzable por ningún ser racional en el mundo sensible) implica un progreso sin fin que exige la persistencia de una persona para desarrollarlo, está introduciendo subrepticiamente la necesidad moral de la inmortalidad del alma4. Con ello, comete el error de proyectar la temporalidad de la acción económica en un ámbito que ya no es físico. Desde el punto de vista mitopoético, la conformidad de la voluntad con la ley moral, es la de una persona social con el eje mítico-ritual en el que esta ha surgido, con el que es, obviamente, perfectamente congruente (incluso cuando pueda tratarse de una persona asocial). Cualquier persona social que manifieste la emoción de la voluntad de poder expresa una acción conforme a algún eje mítico-ritual en el que se ha formado. Si por conformidad entendemos que a través de la acción de la voluntad exprese una narración de dominación, es absurdo pensar que una expresión así requiera de un tiempo ilimitado, y más absurdo aún, pensar que en un tiempo ilimitado una supuesta voluntad inmortal continúe inercialmente (mecánicamente) buscando de manera asintótica una adecuación que ya no tendría ningún fin práctico (ni podría estar organizado a partir de acciones de temporalidad económica, salvo que supongamos una vida económica de ultratumba de la forma Ka como la de las viejas narraciones de inmortalidad), sino transcendental.
La complejidad semántica o mitopoética tiene doble dimensión, una debida al anidamiento de escenarios semánticos en el proceso de racionalidad continua, que abre una intrincada red de relaciones verticales o emergentes, y horizontales o coordinativas, y otra que se debe al propio proceso memorístico, a las acumulaciones histórico-culturales de las propias narraciones interpretativas, las cuales condicionan, con diversas formas de inercia conceptual, los nuevos objetos y escenarios. La complejidad debida a la acumulación tiene un componente claramente mecánico, algo así como la homeostasis automática de un eje mítico que se añade a las acciones intencionales del grupo que condicionan las valoraciones, automatismo tan condicionante como el de la valoración intencional. Al funcionar los sistemas míticos como máquinas de autoidentidad y autodiversidad, son reproducibles como una unidad sintética sin necesidad de un proceso intencional, simplemente por repetición de las mismas operaciones. La reproducción de unidades generaría un nuevo escenario cuyas relaciones unitarias elementales serían emergentes referenciales, así como las mismas unidades, pues al nivel de complejidad del escenario previo, la unidad total del sistema no era una entidad sintética, sino un proceso relativamente abierto de autoidentidad y autodiversidad por el que se favorecen unas formaciones de orden frente a otras. La unidad y las relaciones emergentes, aunque dependen del proceso de formación de orden autopoético del sistema en el estado anterior más simple, establecen unas inercias acumulativas de escala que configuran nuevas propiedades, y por consiguiente, una redefinición conforme a ellas de los diferentes procesos, tal y como ocurre en la emergencia orgánica en lo que se refiere a la relevancia de los procesos termodinámicos y electrodinámicos, en comparación a los procesos subatómicos.
Obviamente, las cuestiones de complejidad mitopoética son tanto sintácticas como semánticas, ya que estamos interpretando una teoría objeto (o un sistema mítico completo) desde otro sistema teórico5. No podríamos explicitar la complejidad semántica en términos de la sintáctica porque los objetos de los diferentes escenarios semánticos se corresponden con estructuras lógicas que cuentan con elementos y propiedades diferentes. Supongamos tres escenarios semánticos anidados A,B,C cuya complejidad sintáctica por separado es explicitable. Si definimos los objetos de cada escenario a partir de sus propiedades, a pesar de la anidación que permite su reducción al escenario más simple, cada escenario tiene, en principio, diferentes objetos que no comparte con los otros. Supongamos que podemos construir un número tan alto de objetos como queramos simplemente agregando propiedades (por ejemplo con variaciones cuantitativas que definan nuevos objetos). La complejidad del escenario ABC formado por los tres escenarios individuales no es la mera adición de la complejidad de cada uno de los escenarios, porque no hay un procedimiento capaz de explicitarme los objetos de ABC. Hay un procedimiento PA que me explicita los objetos de A a partir de todas las combinaciones de propiedades que haya considerado válidas para la formación, y un PB y PC equivalentes para los otros escenarios. Pero dado que la lista A de objetos tiene una cardinalidad infinita6 debido a la agregación ilimitada que podemos hacer de propiedades, al igual que la B y la C, no hay un proceso que explicite los tres escenarios, pues nunca acabaría con A. Podríamos decir que A tiene complejidad infinita, y lo mismo B y C, pero no tiene ningún sentido decir que la complejidad sintáctica de ABC es tres veces infinita: el infinito no describe una cantidad específica sino un proceso de cuantificación. Si los objetos de A, B y C fuesen finitos, para explicitar cada uno de estos escenarios necesitaríamos un procedimiento para cada escenario, ya que las propiedades de cada escenario son distintas. ¿Podríamos reducir los tres algoritmos que explicitan los objetos PA, PB, PC a un cuarto procedimiento PX que nos diese una única medida de complejidad, explicitando los objetos de A, luego los de B y finalmente los de C a partir de una misma función? No, pues no hay necesariamente una función que esté definida en los tres dominios, de hecho, las diferencias de objetos y propiedades que hemos introducido por definición implican funciones diferentes para cada PA, PB y PC. Si A, B y C fuesen, por ejemplo, los escenarios de la teoría atómica, las transacciones del mercado financiero y las obras musicales para orquesta. Yo no podría encontrar un procedimiento que explicite los objetos y propiedades de la teoría atómica, que me sirva igualmente para explicitar las propiedades de los mercados financieros y de la música orquestal. No podemos derivar una hipoteca de las propiedades de los átomos, ni una sinfonía de una hipoteca. No hay una medida simbólica común a estos escenarios más allá de la referencia que comparten con respecto a un eje mítico. La complejidad mitopoética, en cuanto que complejidad general acumulativa del proceso de la racionalidad continua tiene una dimensión apeirónica, no cuantificable, irreducible. Hay un componente en el proceso de emergencia semántica que no es enumerable, y que por ello, no es narrable, que se debe a que los procesos de autoidentidad y autodiferencia no son isomórficos de un escenario a otro, de hecho, la viabilidad de la proyección simbólica misma se ve restringida, como muestran los escenarios de la física cuántica, o como mostraban cualquiera de los mitos que han querido ir más allá de sus representaciones exomórficas.
La complejidad semántica debida al anidamiento de escenarios de la racionalidad continua ha llevado a la filosofía, a partir de los supuestos de una ley universal, a buscar una ciencia unificadora desde la que tratar la experiencia humana en su conjunto, a partir de causas y principios de alcance general. De hecho, la complejidad semántica no se hace evidente hasta que no hay una narración de la universalidad en la que los diferentes escenarios simbólicos deben encontrar una explicación integradora. Las respuestas de la mímesis oracular, en sus formas más astrológicas o más azarosas, dieron paso a los sistemas simbólicos que interpretaban la voluntad de los dioses, o en los que simplemente se expresaba el orden universal. Sin embargo, los primeros pasos tomados deliberadamente en la construcción de una ciencia primera, más simple, desde la que tratar las complejidades de la experiencia humana, produjeron un efecto contrario, pues esta ontología o ciencia primera propició un despliegue mayor de la complejidad, precisamente al mostrar que el Lebenswelt no era tan claro y transparente como se pensaba, y que las ciencias no sólo no comparten los mismos objetos, sino que no podemos movernos por ellas con los mismos procedimientos ni expectativas de rigor. Los intentos de reducir estos escenarios conceptuales mediante un único lenguaje, han sido originados por la persistente ignorancia de la diferencia entre la dimensión sintáctica de un sistema y su dimensión semántica, y hoy persisten como sueño metafísico de la física, cuyos intentos reduccionistas, basados en el ingenuo supuesto de que sus objetos y escenarios subyacen a todos los demás, reproducen modelos presentes ya desde el inicio de las narraciones de la ley universal. Las limitaciones de tal propuesta reduccionista son evidentes, ya que la física no puede dar cuenta de los escenarios y objetos emergentes a nivel biológico y cultural, además de que el reduccionismo pasa por alto que la actividad lingüística del pensamiento de la física forma parte de un proceso de racionalidad continua que corresponde a un estadio evolutivo posterior al de los objetos y escenarios de la experiencia que son el referente de sus teorías, que fueron ya prevalorados a un nivel animal, en otras palabras, ignora que tales objetos y teorías no son independientes de dicho proceso.
Sin embargo, la necesidad de dar una respuesta unificada a los distintos escenarios de la experiencia no es sino un mito que, aunque tiene origen epistemológico instrumental, obedece al propósito de unidad de orden del grupo social bajo un único principio justificativo. El deseo de un fundamento único para las acciones míticas, cuyo origen puede ser rastreado en el éxito epistemológico del concepto del anima mundi, con el que formamos nuestra primera representación de identidad propia, va ligado a la idea de un sentido en las acciones vitales humanas, sentido que se expresa en acciones míticas. Tal sentido, que no es sino un proceso de identidad cuyo origen es emocional, para ser efectivo, ha de ser expresable en una identidad mítico-ritual. Esta, aunque incluye distintas narraciones y acciones grupales, es sintetizable de forma práctica en cada una de las personas sociales que actúan el eje, personas plenas de sentido en sus facetas económicas y metafísicas. Un eje mítico-ritual define todas las experiencias vitales posibles y sus interpretaciones, y su capacidad para generar sentido se basa en esta unidad, cuyos límites vienen establecidos por un pequeño conjunto de representaciones exomórficas. El propósito es la unidad de sentido o de identidad, vinculada a la unidad de poder en el seno del grupo, pero se consigue al precio de hipostasiar los escenarios y objetos lingüísticos específicos de cada eje, con sus relaciones locales y narraciones de dominación, lo que acaba por generar inconsistencias entre las determinaciones funcionales y las primitivas, resquebrajando el sentido social que se pretendía crear.
El problema de la complejidad semántica o mitopoética, remite a un problema de orden social, al que queda subordinado el problema epistemológico, como vemos en el hecho de que lo invariante ha sido la necesidad de una narración de identidad, no la forma específica que esta ha tomado. También es un problema de orden social la complejidad debida a la acumulación histórica de interpretaciones, los cambios en un eje mítico-ritual debidos a disrupciones de cualquier tipo, complejidad producida por valoraciones contradictorias que se corresponden a momentos distintos de la experiencia vital. La complejidad semántica de un sistema es una cuestión de la jerarquía orgánica del mismo, pues ha surgido en el proceso de la racionalidad continua, mientras que las cuestiones de complejidad sintáctica remiten a su explicitación mecánica, en los sentidos apuntados. Las interpretaciones sintácticas de la experiencia, al reducirla a la ocurrencia espacio-temporal de un evento o relación, presuponen una interpretación de los elementos que constituyen el sistema sintáctico. Suponen la focalización de un aspecto específico de la experiencia, la determinación de la ontologización, que fue creada en un proceso de racionalidad continua, por una interpretación semántica de un fenómeno. No obstante, las acciones interpretativas o míticas complejifican la experiencia, al establecer un vínculo lingüístico entre los distintos objetos y escenarios que constituyen la actividad vital. Una explicación requiere una estructura de escenarios y objetos más compleja que la acción que describe. De hecho, la explicación de un escenario o de un objeto es la subsunción o posicionamiento de dicho elemento en relación a otro escenario u objeto de mayor complejidad, en una cadena cuyo referente final es la propia narración de la experiencia vital de un grupo humano dado. Así por ejemplo, la explicación que los mitos del plano del rey-dios dan del universo ha requerido el recurso a un dios creador, más complejo que el propio universo, o la explicación de la física sobre el origen del universo requiere una construcción lingüística nomológica más compleja que la acción que se quiere explicar, cuya complejidad sería cero (ninguna acción presente en ningún escenario).
La complejidad semántica o mitopoética, no es, entonces, medible en términos de la sintáctica, si bien ello no quiere decir que no podamos elaborar representaciones cuantitativas con las que precisar el concepto en simbolizaciones más amplias de los ejes míticos. La complejidad mitopoética viene dada por la interacción de diferentes escenarios simbólicos que, bajo las condiciones generales de las emociones, ofrecen interpretaciones de nuestra acción vital, y estas construcciones simbólicas no obedecen exclusivamente a criterios epistemológicos instrumentales sino a relaciones de equilibrio homeostático social. La forma y la variedad de las acciones míticas de un eje se corresponden con las necesidades de las acciones vitales de un grupo humano en un entorno dado. Un principio de economía energética condiciona las determinaciones funcionales y de identidad específicas, principio que no es contrario al carácter redundante de la comunicación humana, y que es compatible con la economía energética debido a la comunidad de los sistemas emocionales que dan el fundamento semántico. Por ello, podemos reducir la complejidad semántica a la dinámica de los ejes mítico-rituales que ha producido diferentes planos míticos con un creciente número de personas sociales. De hecho, podríamos medir la complejidad semántica por el número de personas sociales que define un eje mítico-ritual, ya que el número es directamente proporcional al número de acciones míticas que tiene tal eje. Esta sería una medida de la armonización o capacidad de simultaneidad valorativa de un organismo, o lo que es lo mismo, del número de escenarios simbólicos emergentes que pueden coexistir de manera no destructiva.
La teoría del desarrollo de la personalidad, tal como ha sido tratado por el psicoanálisis freudiano, y en relación a la estructura social, por Durkheim7, Mead8 Parsons9 o Habermas10, establece un marco social comunicativo como su génesis que sólo podría refutarse desde posiciones ontoteológicas. La persona no es algo tan vago y nebuloso como lo que recogen las narraciones arcaicas de identidad, en las que su confusión con la idea de alma, y la vinculación de este concepto con el de un anima mundi, proyectaban los contenidos lingüísticos de la individuación material que supone un cuerpo físico humano aislado de los otros, en ámbitos mitológicos y rituales. La individuación siempre es relativa y paradójica, y en la medida que tiene estructura narrativa, está sujeta a los mismos condicionamientos que los otros mitos y, como ellos, depende de un eje mítico-ritual específico para dotarse de significado. El contenido único de la narración de personalidad no puede provenir de que esta incluya personas sociales únicas, pues no hay más personas sociales que las que quedan definidas por las acciones míticas de un eje, sino de la mezcla específica de un número dado de estas, además de las circunstancias vitales que pueda haber experimentado una persona en concreto. Ya que ni las acciones económicas ni las narraciones de identidad son ilimitadas, y de hecho vienen condicionadas por las valoraciones emocionales, aunque las combinatorias específicas de experiencias sean únicas, estamos hablando siempre de variaciones de un conjunto de temas que ya vienen recogidos en los mitos del eje. Obviamente, un programador de ordenadores y un cazador paleolítico, tienen narraciones de identidad personal diferentes, pero ninguno de los dos puede desarrollar una personalidad que sea completamente ajena a su eje e independiente del resto de las personas sociales que actúa cada sujeto. Como hemos visto más arriba, el concepto de ser humano individual, como hoy lo manejamos, es parte de la narración de dominación del plano de la ley humana, y las narraciones de personalidad individual que se han elaborado a partir de la Ilustración en el mundo Occidental utilizan este mito como principio constructivo para aglutinar personas sociales que, de hecho, corresponden a más de un plano mítico, así como para dar un contenido a la individuación corporal humana. La idea de una personalidad independiente de las acciones económicas de las personas sociales sólo es sostenible como mito transcendental. Ese fue su origen, primero con las hipóstasis del tótem, y luego con las de las personas de las castas, hasta obtener la formulación teológica definitiva de los mitos de la inmortalidad desarrollados en el plano mítico ley universal, de los que surgió la esfera de la acción emocional privada del ciudadano lírico, narraciones de identidad que finalmente fueron adaptadas en las formas de la ley humana en las declaraciones sobre derechos del hombre. Las emociones básicas y nuestra fisiología general nos condicionan a un conjunto específico de personas sociales para la construcción de una identidad que se corresponda con nuestra individuación corporal, y esa identidad, inevitablemente, será semejante a otras muchas, pues las personas sociales que la integran son básicamente las mismas dentro de un eje mítico-ritual dado.
Las construcciones narrativas de las personas sociales siguen procesos de ascensión semántica de racionalidad continua. El conjunto de las personas que actúan en un plano mítico es el resultado de una complejificación comunicativa de los planos anteriores, conforme a procesos autopoéticos, automáticos e intencionales, en los que emergen elementos simbólicos que no estaban necesariamente en las estructuras más simples que les precedieron. Así por ejemplo, la idea de la persona del homo sapiens como nos la presentan las ciencias naturales de hoy, no tiene un precedente en los planos míticos anteriores a la ley humana. Desde puntos de vista más o menos antropológicos se ha intentado perfilar propiedades de este homo sapiens de manera más bien aleatoria, sin saber en qué dirección apuntar, una confusión acrecentada por el estrepitoso fracaso del proyecto de la Ilustración en los barbarismos europeos del siglo XX. En parte, la confusión se produce cuando al querer dar a este concepto un contenido histórico nos encontramos en medio de las narraciones de la persona individual, que remiten a contenidos transcendentales. Una posible alternativa que evita tales contenidos es la referencia de la narración homo sapiens con respecto al proceso de la racionalidad continua de la vida-inteligencia, y en particular, a la creación de estructuras simbólicas complejas, de las que la misma narración del homo sapiens es una muestra. Conforme a este postulado, no se trata de definirnos con respecto a ninguna narración particular, sino en relación al proceso abierto de la simbolización, y comprender la dinámica de complejificación que queda patente en el creciente número de personalidades sociales que ha producido nuestro desarrollo como especie. Los ejes más complejos, los que pertenecen al plano de la ley humana, muestran un mayor número de personas sociales debido a la mayor diversidad de acciones económicas, como respuesta a las necesidades de organización de grupos humanos cada vez más numerosos. Es interesante, sin embargo, que dentro de estos ejes han proliferado como acciones económicas independientes sujetas a la dinámica monetaria, algunas actividades que en planos anteriores tenían un ámbito exclusivamente lúdico. El desarrollo de la personalidad social lúdica es anterior a su profesionalización, pues el juego es una emoción social básica presente ya en los mamíferos, si bien la profesionalización del juego indica una enarización de la emoción posterior y más compleja que la que tenía en los ámbitos privados y mítico-rituales. La profesionalización conserva elementos rituales -los juegos tienen una dimensión mediática fuerte-, pero la fortaleza de la dimensión espectacular no es separable del contenido de sistematización que alcanzan los juegos profesionales, de su propia enarización simbólica. La enarización de la emoción del juego ha producido un incremento de actividades económicas relacionadas con estas acciones míticas cuyo resultado ha sido la creación de nuevas personas económicas, pero sobre todo ha supuesto el surgimiento de la persona lúdica no profesional, que en parte se ha aprovechado del nicho de la vida privada creada por el ciudadano lírico. La industria lúdica de las sociedades postmodernas ha creado así un amplio número de personas sociales, más o menos efímeras, que son interpretadas a tiempo parcial por otras personas sociales como acción mítica generadora de sentido, complejificando las narraciones de identidad mítico-rituales en un grado nuevo. Si un mayor número de personas sociales indica mayor complejidad mitopoética de un eje, podríamos establecer un vínculo entre la complejidad social de un eje y su capacidad de producción de personas lúdicas, o dicho de otra forma, podríamos hacer del desarrollo de la emoción del juego una forma de medida de la complejidad simbólica de un eje.
Las principales teorías que se han desarrollado sobre la acción lúdica parten de las tesis kantianas expresadas en la Crítica del Juicio, a las que Schiller da una formulación romántico-platónica de programa antropológico. En Kant, la idea de juego no está claramente formulada, pero va unida a la de libertad moral dentro de los escenarios teóricos del arte y la belleza. Frente a las representaciones del mundo, vinculadas de manera necesaria por la razón humana, las representaciones del arte obedecen a un juego libre que lleva a cabo la misma razón, libertad que expresa un propósito moral que va más allá del mero capricho, porque procede conforme a reglas naturales, establecidas por el artista genial. Para Kant, las reglas del arte siguen el mismo propósito de los procesos naturales y de la libertad moral, pues la belleza es un símbolo de la moral que produce placer en los sentidos a la vez que una activación cognitiva por la que el sujeto se relaciona con la naturaleza, a través de su propia capacidad sensible y racional, así como con algo que no es naturaleza ni libertad, lo suprasensible, en lo que forma una unidad de la razón teórica con la práctica11. Este platonismo de lo suprasensible es reformulado por Schiller en términos de una concordancia entre unos pretendidos impulsos formales y materiales, un instinto de juego macrocósmico que el arte humano reproduce. El juego sería no sólo lo que hace al hombre, su diferencia específica12, sino lo que constituye la acción general del universo. Nietzsche se expresará desde esta tradición cuando hable del juego cósmico de lo apolíneo y lo dionisíaco, aunque invirtiendo la valoración platónica que Schiller había hecho del instinto. Las tesis kantianas habían abierto una dimensión ontoepistemológica para la estética al sacar el arte del reino del gusto y asociarlo a las ideas de juego y libertad. Y aunque el arte ha continuado vinculado a este par de ideas, el juego se independizó como categoría propia para la acción humana, si bien, siempre unido a la idea de libertad, hasta el punto que forma parte ya de su concepto.
La vinculación del juego con el concepto de libertad está mediada de forma negativa por el de necesidad. Como notó Johan Huizinga, el juego se separa de la necesidad de los procesos naturales, es una actividad superflua en relación a los deberes vitales, y pertenece al campo del ejercicio libre de la voluntad, de hecho, dirá Huizinga, el juego es la libertad13. La abolición temporal de la necesidad en el juego produce una emoción enaria de libertad, negativa en cuanto que expresa el hecho de haber sacudido por un momento el peso de la ananké, si bien, una emoción que refleja la limitación de la ley universal mediante la creación de un ámbito lúdico puramente humano. Libertad no sería aquí sino otra forma de decir humanidad, posibilidad de un mundo humano y de una ley humana. Las mitologías tradicionales recogen este paso de humanización en sus concepciones sobre la dimensión cósmica del juego. En las narraciones del plano del rey-dios y de la ley universal, el humano es el juguete de fuerzas superiores. La tierra es un tablero de dados para los dioses, o un ajedrez, los dioses combaten en Troya o en Hastinapura como niños caprichosos que con sus muñecos juegan a la guerra y al amor, a mostrarse y a ocultarse en distintas personalidades, en un drama que siempre es reversible e irrelevante. El juego del rey-dios, como el de la ley universal, es un juego predeterminado, amañado, ya decidido, que sólo desde la perspectiva humana parece abierto y es pensado como azar, como la voluntad inescrutable del dios y la ley. Los juegos humanos no pueden ser aquí sino elementos de un ritual, momentos de comparsa en una representación cósmica. Recordemos los juegos que al final de la Ilíada se celebran para repartir algunos trofeos del botín bélico, amañados por Atenea a favor de Odiseo y contra Ajax. Sólo con la aparición de las narraciones de la ley humana puede el hombre ser jugador en el tablero de la vida.
La separación en la esfera del juego de la ley universal con respecto a la ley humana no se ha conseguido por completo, pues los ejes mítico-rituales que hemos desarrollado presentan narraciones conjuntas de estos dos planos. Esto es especialmente evidente en la forma artística de los juegos, como hemos visto en la formulación kantiana, donde el arte funciona como vehículo que nos conecta con el pretendido mundo suprasensible, propuesta que simplemente reproduce el viejo vínculo que las mitologías ya más arcaicas establecieron entre las artes ceremoniales (música, danza, poesía) y los ritos en los que estas aparecían, es decir, no hace sino apelar al contenido numinoso de la simbolización lingüística que nos hace experimentar el arte. El juego sólo se humaniza cuando el hombre tiene capacidad propia de movimiento, cuando puede elegir entre opciones diferentes con respecto a las acciones vitales. La valoración de la actividad lúdica dependerá del peso de su componente mítico de ley universal, que actúa como limitador del factor humano y de la independencia del juego. En ontologías fatalistas, al no haber elecciones, ni incertidumbre por el orden posible de estas, el humano es una marioneta, no el jugador, y el único juego es el del destino, un juego basado en la ignorancia del hombre y su dependencia total de una voluntad que le es ajena, que viene ya determinado en una escala no humana. Por eso, los juegos de azar han sido considerados como vehículos oraculares que pueden asistir en la toma de decisiones14.
¿Cómo podríamos definir el concepto de juego desde un punto de vista antropológico sin hacer referencia a las narraciones del rey-dios o de la ley universal? La herencia romántica ha permeado las teorías históricas y sociológicas del juego del siglo XX produciendo tesis ambiguas y contradictorias, cuya solución ha necesitado de una comprensión neurofisiológica de las emociones. El juego, como ya entendió Huizinga, conlleva tanto un uso consciente de la voluntad como un impulso inconsciente, pues el juego de los niños y los animales es compulsivo, no opcional15, precisión esta que parece echar por tierra la definición del juego a partir de la propiedad de la libertad. Si los animales juegan y el juego es libertad, los animales manejarían, entonces, ese concepto moral, lo que es absurdo. Huizinga evita el problema restringiendo el campo de estudio a la dimensión lúdica en las culturas humanas, dejando fuera todo componente fisiológico. No obstante, la dificultad persiste incluso si dejamos fuera la parte fisiológica de la acción lúdica, porque la vinculación del juego con la libertad sólo se ha producido en sus interpretaciones desde el plano de la ley humana. La mayor parte de las acciones de juego que la antropología ha encontrado en ejes de anima mundi no tienen asociada ninguna narración de libertad16. Cabría esperarlas en sociedades estratificadas con relaciones de dominación y deuda social, y aun así, las narraciones metafísicas de libertad17, y después las morales, son el resultado de tímidos desarrollos dentro del plano de la ley universal, las primeras formas de ciudadano lírico, pero sobre todo de las narraciones de la ley humana. Sin embargo, la observación del juego en las sociedades frías nos ha llevado a la constatación de que las acciones lúdicas reflejan los condicionamientos funcionales de cada sociedad, las cuales, a su vez, reflejan las determinaciones primitivas. Así por ejemplo, entre polinesios y melanesios, donde el acceso a la comida era fácil, los juegos con funcionalidad productiva son sólo el ocho y el siete por cien, respectivamente, de la totalidad de los juegos, mientras que entre los aborígenes australianos, cuyo medio físico es más duro, ese tipo de juegos son el treinta y uno por cien, aunque en todas estas sociedades el mayor número de juegos corresponde a la categoría socio-cultural18.
La acción del juego no es más libre de lo que pueda serlo la maternidad, la ira o el miedo, y, de la misma manera, es una acción prevalorada a nivel animal y ha estado sujeta al proceso de racionalidad continua, lo que explica la cualidad que la emoción lúdica tiene de básica y enaria en nuestras interpretaciones: los animales juegan, pero también podemos programar ordenadores para que jueguen entre ellos, o por lo menos para que ejecuten tareas sintácticas que pueden ser traducidas a juegos humanos. Mientras que la acción animal requiere una definición dentro de un sistema teórico biológico, la segunda requeriría al menos dos sistemas para su explicitación, el humano sociológico y el sistema de los lenguajes formales. La matemática ha construido definiciones lógicas de los juegos, caracterizándolos a partir de la totalidad de las reglas que los describen. Habla así de conjuntos de objetos y propiedades de transformación cuya combinatoria es producida, bien por la elección de los participantes o bien por azar, con un propósito que, una vez conseguido, supone la conclusión de los movimientos o elecciones19. Una caracterización como esta dejaría fuera el juego de los animales, así como el juego que un niño tiene con sus muñecos, cuyas transformaciones no siguen necesariamente planes explicitables, o los juegos de disfraces de los carnavales, donde los cambios de persona social no obedecen a propiedades predefinidas. Un problema añadido de la caracterización lógica es que ignora por completo la relación del juego con la sociedad en la que ocurre.
La acción de jugar es vital, pero los juegos específicos son acciones míticas, y no tienen necesariamente que cubrir las mismas funciones dentro de un eje: los juegos miméticos no cumplen la misma función que los de estrategia. Roger Caillois clasificó los juegos en cuatro grupos: los de competencia o agónicos, que incluirían los deportes o los juegos de salón, los aleatorios, que no dependen de decisiones del jugador, los juegos de mimetismo, en los que el jugador se hace otro, y los juegos de trance o vértigo, que persiguen la aniquilación de lo real20. Podríamos reducir estas categorías a dos: los juegos de supervivencia y los juegos de personalidad o identidad. La primera se subdividiría en juegos agónicos o aleatorios, a partir del criterio de las elecciones que hacen los jugadores, si bien podemos encontrar toda una gama de juegos mixtos, desde los deportivos a los juegos de salón. Pero podríamos, en general, clasificar los juegos siguiendo criterios muy distintos que aportan una comprensión parcial de su estructura. Desde el punto de vista de la repercusión de las decisiones de un jugador en la toma de decisiones de otro, podríamos dividirlos en miméticos y no miméticos. Y desde la perspectiva del resultado final podríamos caracterizarlos, de manera utilitarista, a partir de los pagos recibidos a su conclusión, con lo que distinguiríamos entre los juegos de suma cero y los de suma distinta de cero, o lo que es equivalente, juegos en los que las ganancias y pérdidas de utilidad se compensan entre los jugadores (donde lo que uno gana lo pierden los otros), y juegos donde no quedan compensadas21. Los juegos de suma cero son estrictamente competitivos, mientras que los de suma no cero pueden implicar cooperación. Estos son juegos de fundamento agónico, firmemente vinculados con la supervivencia, en los que el sistema emocional dopamínico está activo para el desarrollo de estrategias, y hay un propósito claro que permite explicitar las reglas fácilmente. Si bien, no todos los juegos tienen un contenido normativo tan marcado como los competitivos22, como muestran los juegos de personalidad o identidad, y por ello, la propiedad de la normatividad no tiene contenido de generalidad. La segunda categoría propuesta más arriba, incluiría los juegos de cambio de identidad o juegos de personalidad, tales como los de disfraces, y los de trance o vértigo, o como los juegos infantiles de rondas y cantos, o los deportes de riesgo no competitivos, o los juegos informáticos y de mesa que suponen un cambio de rol social23. En estos juegos, el propósito es la experiencia de una persona distinta a la ordinaria que constituye nuestra narración de personalidad, lo que produce una forma de bienestar o catarsis.
Desde el punto de vista de la teoría económica, la clasificación a partir de la productividad (de suma no cero) o no de los juegos sirve para definir escenarios de estrategias racionales de decisión económica, mientras que la distinción de los juegos por cambio de identidad resulta irrelevante en términos de producción económica, aunque no así en lo que se refiere a las relaciones sociales en general, en las que las relaciones de dominación se producen en escenarios normativos y autocontenidos en los que la mímesis de identidad tiene una funcionalidad muy activa. Desde una perspectiva mitopoética, son relevantes tanto los aspectos productivos en relación a los juegos como las narraciones de identidad que utilizan. Es más, tales distinciones no tienen contenido pragmático, pues no hay acciones productivas económicas que se den fuera de una interpretación mítico-ritual. Si la acción funcional determina la persona social, la persona lúdica no es la misma que la persona individual formada narrativamente a partir de las distintas personas sociales que actúa e integra. Esto es obvio en los juegos de identidad, pero se da también en los de supervivencia, hasta en los casos en los que el jugador es un profesional. Las personalidades lúdicas tienen una narración de identidad mínima implícita en la dimensión social del juego, a la que se añaden las identidades narrativas de las personas que juegan, todas ellas definidas en términos de un eje mítico-ritual específico. Si bien, el carácter relativamente cerrado de los juegos, favorece una implicación focalizada y absorbente en la que el resto de las personas sociales del jugador tiene que dejar sitio a la personalidad lúdica. De hecho, parte del bienestar del juego, como muestran los juegos que son exclusivamente de identidad, consiste en tal absorción, en la enajenación de la personalidad ordinaria para producir catarsis y proclamar la acción lúdica como única acción durante su transcurso. En este sentido, se produce una escisión en la personalidad, ya tratada desde Platón en relación a los artistas y actores. Las ludopatías muestran casos extremos de la escisión de tales personalidades, debidas a descompensaciones de neurotransmisores24, si bien, estas escisiones, acotadas en el ámbito de los juegos o del arte, son comunes a todo ser humano, y son una prueba más del contenido mítico-ritual de la formación de la personalidad social.
En sus forma más básica, la emoción del juego cubre protocolos de socialización y ejercitación de diversas funciones motoras y cognitivas del organismo en los mamíferos, en los que surge como simulacro de acciones directamente vinculadas con la supervivencia, especialmente con otras emociones, a las que el juego dota de un escenario propio, aislado de la actividad vital, en el que los resultados de las acciones son irrelevantes y reversibles, pues el juego puede volver a repetirse desde el principio como si fuera una primera interacción. La acción del juego se reafirma por el efecto placentero de los neurotransmisores que intervienen en el proceso, y de hecho, podríamos limitar el ámbito de la actividad lúdica a partir del dolor y del miedo: una actividad que no contiene ningún elemento placentero raramente será calificada de juego. En el juego, las urgencias de la supervivencia son puestas en suspenso, la vida, en sus dimensiones de incertidumbre, es suplantada por una actividad plena y autocontenida: la experiencia está ordenada en sus objetivos y en sus elementos activos, en sus comienzos y sus finales, es una única experiencia comunicativa que sigue las pautas inambiguas de las emociones, del orden fisiológico comunicativo. Aunque entre los animales el neocortex no es esencial para el juego25, en el ser humano la simbolización toma un lugar central, ya sea en las formas más simples del juego infantil o con el máximo rigor racional de un juego que requiere para su realización el concurso de los cálculos simbólicos de la lógica. Los juegos son ya protoacciones míticas en los animales, son valoraciones simples de los protocolos de las otras emociones, de la búsqueda, del miedo, de la ira, de la sexual, de las jerarquías sociales. Los organismos más evolucionados se autorepresentan en escenarios acotados, y convierten sus protocolos en objetos para acciones de nuevos mapeos enarios. Cuando los animales juegan, el contenido del juego y las reglas les vienen dadas en las valoraciones de sus sistemas emocionales, al igual que ocurre en los juegos infantiles más espontáneos, como el correr tras otro o el escondite26. De la misma manera que la relevancia homeostática del miedo viene dada por el dolor y malestar que produce, y que lleva a evitar situaciones que ocasionen tal estado, la del juego es reforzar escenarios que han probado utilidad para la supervivencia, mediante la protocolización de acciones como placenteras. La emoción básica del juego en los humanos crea las condiciones de posibilidad para el desarrollo de escenarios en los que se enarizan, de manera liminoide, cada una de las otras emociones (por separado o en combinación). Los juegos humanos difieren por el contenido de la emoción (o emociones) básica que representan: habrá juegos de búsqueda, acumulación, combate, inferencia, o de manifestación de la ira y la violencia, o juegos que representan el miedo liminoidemente, o juegos de identidad social, maternidad, sexuales, etc. La emoción del juego ha contribuido a la formación de acciones míticas, y a su progresiva enarización, y por ello, la estructura de los juegos muestra el grado de desarrollo dentro de la racionalidad continua de un eje mítico-ritual. Las acciones míticas han surgido de la enarización simbólica que han permitido los escenarios creados por el juego. La actividad neocortical más reflexiva, al ser la menos automática, requiere un escenario cerrado para su desarrollo, al margen de las urgencias y automatismos de los protocolos emocionales, necesita escenarios de temporalidad reversible en los que crear sus simulaciones y desarrollar el pensamiento hipotético y condicional. Una capacidad simbólica mayor conlleva una mayor capacidad lúdica, y por ello tiene sentido medir la complejidad mítico-ritual de un eje a partir del número de personalidades sociales lúdicas que ha desarrollado. Debemos, entonces, distinguir los juegos particulares de la acción de jugar. Los juegos son acciones míticas, que, como otras, tienen una prevaloración en el Unterlebenswelt, mientras que la acción de jugar es un protocolo funcional neural que al autoestimular placenteramente la repetición de otros protocolos ha creado las condiciones de posibilidad para el potenciamiento (vía repetición y prueba) de las capacidades simbolizadoras que tiene la acción comunicativa social.
Los juegos, como otras acciones míticas, son liminoides, y su interés para el jugador se da en su proximidad a lo liminal. En la medida que nuestra valoraciones y acciones míticas se organizan en ejes míticos, podemos decir que las acciones míticas se encuentran coordinadas y subordinadas entre sí en diferentes estructuras, de tal forma que podemos decir que un juego es limitado por otro juego, que los juegos deportivos son limitados por el juego social en el que ocurren, o que la narración de una ciencia se inscribe como subrelato de la narración de su eje mítico, si bien, estas valoraciones se encuentran limitadas por las representaciones exomórficas que tomemos como referentes literales en cada eje. Podemos representar cualquier acción mítica como un juego, debido a las propiedades y origen común que comparten, pero ni el conjunto de las acciones que constituyen un eje es un juego ni la experiencia vital tampoco lo es, aunque algunas mitologías han construido representaciones exomórficas lúdicas. El límite de cualquier acción mítica, lúdica, cognitiva, reproductiva, social en general, lo da la experiencia liminal, el hecho de que nuestros ejes tiene los límites que tiene nuestra simbolización para la vida. Un eje mítico-ritual no es un juego para ninguna comunidad humana que vive conforme a él, pues para que lo fuese, tendría que ser incorporable en un eje de mayor alcance en sus determinaciones para poder hacer una representación lúdica con respecto a él.
Los juegos definen subconjuntos o parcelas cerradas de acciones míticas y las actúan en escenarios autónomos, más o menos autocontenidos, pero toman como referente el conjunto mítico-ritual que da el sentido al juego. Según representen partes mayores de las acciones mítico-rituales, según haya más acciones y personalidades lúdicas, más enaria es la simbolización, y mayor es la complejidad semántica de los escenarios del eje. Ahora bien, para un número igual de acciones y personalidades lúdicas, será más complejo mitopoéticamente el eje que sea capaz de representarse a sí mismo en sus juegos de manera metateórica o crítica, aquel que pueda construir estructuras narrativas fuera del eje sin necesidad de reprimirlas en la narración de dominación, el que sea capaz de reflexionar sobre la propia actividad simbólica, y expanda el eje dando a las representaciones exomórficas contenido hipotético y no final. ¿Pero en qué sentido es la combinación de la capacidad crítica y la lúdica un límite conceptual desde el que poder considerar la complejidad mitopoética? ¿No implicaría el proceso de la racionalidad continua una forma de limitación más básica y fisiológica para la simbolización que la del desarrollo particular que ha tenido el lenguaje humano y sus distintas narraciones de identidad?
1Desde los primeros desarrollos que Ludwig von Bertalanffy hiciera en la década de los años cincuenta del siglo pasado de la teoría general de los sistemas, el campo de la teoría de la complejidad no ha parado de crecer en interdisciplinaridad y profundidad de enfoques, cubriendo un dominio teórico que se solapa con el campo general de la ciencia, desde los estudios de sistemas no lineales en general, a la geometría fractal y la teoría del caos, pasando por los estudios de sistemas disipativos, autopéticos, socio-cibernéticos, computacionales en general, o las teorías de redes globales y sistemas de complejidad multinivel.
2Según la definición de Edward Lorenz, caos es la propiedad de un sistema dinámico cuyas órbitas exhiben dependencia sensitiva. Entendiendo por órbita la representación en un espacio hipotético ene-dimensional de una secuencia, continua o discreta, de estado del sistema. Y por dependencia sensitiva, la siguiente propiedad de una órbita A: si la mayor parte de las órbitas que pasan cerca de A se alejan de ella según avanza el tiempo. Véase Edward Lorenz, The Essence of Chaos. University of Washington Press. Seattle. 1995. p.p.205-213.
3Procesos cuyo desarrollo no depende de estados anteriores del sistema.
4Cf. Kant. Critique of Practical Reason. 5.122.
5La denotación de la complejidad mitopoética como complejidad semántica simplemente enfatiza la condición dominante de la emergencia semántica dentro del ámbito mitopoético.
6Por infinito entiendo un número tan alto como queramos, pero que no podemos explicitarlo en una computación práctica, es decir, una computación que desborda nuestras capacidades temporales.
7La formación de la persona sigue en Durkheim una fuente doble, la individual, que proviene de las sensaciones específicas y desligadas de las de los demás que tiene un cuerpo humano, y la colectiva, que es el conjunto de ideas y emociones que provienen del grupo. Cf. Las formas elementales de la vida religiosa. Ed. Cit. p.p.422-23.
8Para Mead, la personalidad individual el me, surge como respuesta a las expectativas de comportamiento social generalizadas (generalized other) por el intercambio lingüístico, es una construcción comunicativa mimética que se genera al observarse el individuo dentro de las acciones del grupo en relación a él. Véase Mind, Self and Society. Edited by Charles Morris. University of Chicago. Chicago.1934. p.185 y s.s.
9Para Parsons, la estructura de la personalidad se deriva de los sistemas sociales y culturales a partir de los procesos de socialización, que comienzan con la relación maternal. Véase Social Structure and Personality. Ed. Cit. p.78-111.
10Por personalidad, Habermas entiende las competencias que convierten a un sujeto en capaz de lenguaje y acción, y lo capacitan para tomar parte en procesos sociales de entendimiento, es decir, son propiedades desarrolladas por un sujeto en el proceso de la acción comunicativa que se realiza en el campo de los contenidos simbólicos y el tiempo histórico. (Cf. Teoría de la acción comunicativa. Ed. Cit. p. 619).
11Cf. Kant. Critique of Judgement. 5:353. Véase toda la discusión sobre la dialéctica del poder estético del Juicio. Números 55-60 de la obra.
12Como afirma en la Carta XV de Letters on the Aesthetical Education of Man. En Aesthetical and Philosophical Essays. Gutenberg Project. EBook #6798.
13Cf. Johan Huizinga. Homo ludens. Beacon Press. Boston. 1955. p.p.7-8.
14Como en el caso del I Ching o las partidas de dados para decidir el rey sucesor en caso de fuerzas iguales, como leemos en el Mahabharata.
15Cf. Johan Huizinga. Homo Ludens. Ed. Cit. p. 5-6.
16Véanse las conclusiones sobre el studio del juego en las sociedades australianas, polinesias, melanesias y esquimales en Generalizations on play in primitive societies, de Howell, Maxwell L.; Dodge, Charles; Howell Reet A. 1974. LA84 Foundation. Web.
17Como la narración del moksha (liberación) hindú, que comienza en los Upanishad.
18Cf. Howell et al. Generalizations on play in primitive societies. Ed. Cit. p.19.
19Como hicieron John von Neumann y Oskar Morgenstern en Theory of Games and Economic Behavior. Princeton University Press. Princeton and Oxford. 2007. P.49.
20Cf. Roger Callois. Su clasificación de los juegos es en las cuatro categorías de: agón, alea, mímesis e ilynx (vértigo). Véase el capítulo II de Man, Play and Games. Translated by Meyer Barash. University of Illinois Press. Urbana and Chicago. 2001. p.p. 11 y s.s.
21Criterio seguido por von Neumann y Morgenstern. Véase Theory of Games and Economic Behavior. Ed.Cit. p.p.46-47.
22Otra forma de caracterizar las acciones lúdicas por parte de la reflexión antropológica ha sido a partir de las propiedades de normatividad y del carácter autocontenido de los juegos. Propiedades comunes, por ejemplo, a la definición de juego de Gilbert Boss (Juego y filosofía. Revue de métaphysique et de morale. Traducción Lisímaco Parra. Octubre.1979. p.6. Revista.unal. Web. Sin embargo, estas propiedades no nos dan ninguna diferencia específica, pues la normatividad y el carácter autocontenido define los cálculos en general, o cualquier sistema moral de un eje mítico en relación a las acciones económicas del grupo.
23Saltar por un puente, paracaídas, etc., en las que las descargas de adrenalina, endorfinas y diferentes neurotransmisores es un objetivo per se.
24Los estudios neurobiológicos muestran que los ludópatas sufren desregulación de los sistemas dopamínico, norepinefrínico y serotonínico. La disfunción en el sistema serotonínico puede jugar un papel decisivo en las desinhibiciones de personalidad (véase ensayo de DeCaria), es decir, en el control narrativo integrador de la personalidad individual sobre las distintas personas sociales; en este caso, desinhibiría la persona que juega. Las disfunciones en el sistema dopamínico, o de voluntad de poder, suponen disfunciones en el sistema que controla la unidad de acción emocional en relación a la supervivencia. Véanse, DeCaria, Concetta, et Al. Pharmacologic Approaches to the Treatment of Pathological Gambling. Medscape Psychiatry & Mental Health eJournal. 1998;3(3), y también, DeCaria, Concetta, et Al. Pharmacologic Approaches to the Treatment of Pathological Gambling. Medscape Psychiatry & Mental Health eJournal. 1998;3(3). 
25Cf. Panksepp. Affective Neuroscience. Ed. Cit. p.291.
26La vinculación de las acciones míticas con el juego ha producido interpretaciones metafísicas del proceso de mitificación, en el que la diferencia entre acción vital y acción mítica se ha reificado como juego de ocultación y desvelamiento (alethe). Hemos hipostasiado una voluntad de juego de ocultación en la naturaleza, más allá de las acciones de ocultación y acecho del sistema dopamínico de la supervivencia. Esto está ya en Heráclito, phusis kruptesthai philei, (Fragmento 123. Temistio.) a la naturaleza le gusta esconderse, tema que recupera Heidegger (Véase An Introduction to Metaphysics. Trans. by Ralph Manheim. Yale University Press. New Haven. 1987.) Pero es una idea común en la Biblia, El Corán, y en cualquier mito de la ley universal.

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