Friday, May 26, 2017

Literatura y Aventura



Según los lexicógrafos de la Real Academia, una aventura es un acaecimiento, un suceso o lance extraño, o también una casualidad y una contingencia, y por último, un riesgo, un peligro inopinado y una empresa de resultado incierto. Por su parte, el diccionario Webster de la lengua inglesa, dice que la aventura es un encuentro con el peligro, una empresa peligrosa y excitante, o también, una experiencia inusual que conlleva un cambio, y que a menudo es de naturaleza romántica, para acabar diciendo que también es aventura un riesgo o especulación en los negocios y las finanzas. Común a los dos diccionarios, es la idea de riesgo, peligro y resultado incierto. La diferencia más relevante quizá sea, que en español la aventura tiene una dimensión de casualidad y contingencia que no ven los sajones, una fuerza ciega y azarosa trabajando en la aventura. La vieja diosa romana, Fortuna, pervive escondida en nuestros conceptos, trabajando subrepticiamente en la idea de un orden divino ajeno a los mortales, o como decimos en nuestros días, el azar, que conjuran y dirigen los sacerdotes de la ciencia estadística. El diccionario sajón parece hacer más hincapié en la iniciativa individual, en el carácter excitante de la aventura, en su dimensión de experiencia para un sujeto. Es interesante observar que se señala de manera explícita en el diccionario Webster la naturaleza romántica que puede tener la aventura. Puede que esta sea la mejor clave de la que disponemos para comprender el concepto a partir del uso ordinario que se hace de él: la aventura pertenece al mundo del romance, y no en el sentido más común que la palabra ha alcanzado en nuestros días, para designar rituales sexuales o amorosos, sino como aquello que pertenece a las historias o libros de caballerías escritos en las lenguas romances, y más tarde, a su heredera la novela.

Una aventura es algo como lo que le ocurre a un personaje de un libro, lo que nos podría llevar a la conclusión de que una aventura no es nada de nada, pero tal idea supondría el desconocimiento de la relación que se da entre la literatura, aventura y vida. No cabe duda que las dimensiones de peligro e incertidumbre hacen de la aventura algo muy próximo a la vida de cada uno, pero no hay que confundir lo que nos ocurre con las aventuras. Si pasásemos diez años dando vueltas por el Mediterráneo entre naufragios y peligros, como Ulises, no viviríamos aventuras, sino una gran desgracia. Sólo cuando alguien escribe sobre ello, o cuando nosotros somos capaces de ver las vivencias como la historia de otro, o al menos, con cierta perspectiva, la experiencia deviene aventura. Mientras nos pasan cosas intensas y fuertes, como un accidente, o cualquier situación en la que se vea comprometida nuestra vida, no podemos reflexionar sobre ellas, tan sólo hay un cúmulo de sensaciones más o menos automáticas y vivimos todo como en un sueño, como los animales. Sólo al reflexionarlas alcanzan su dimensión humana, y en la medida que las comunicamos, son literatura. En la vida cotidiana tenemos experiencias más o menos emocionantes y reveladoras, pero no hay aventuras, sólo hay aventuras en las novelas, o de forma más general, en la literatura. La experiencia de un campo de concentración sólo se convierte en aventura de superación del horror mediante las palabras alquímicas capaces de transformar la oscuridad en luz, y el dolor, en el canto a un mundo en el que sea vencida la inercia y la ignorancia.
Desde que apareció la escritura en las culturas humanas, es la vida la que ha imitado a la literatura y no la literatura a la vida. Esto ha permitido un desarrollo extraordinario del ser humano hacia regiones cada vez más ricas, expansiones de nuestra conciencia y nuestra inteligencia hacia registros cada vez más sutiles, hacia comprensiones cada vez más amplias de nuestra labor en el planeta. El homo sapiens es una especie no fijada. En nuestro desarrollo hacia lo que venga después, la herramienta fundamental es la mente, y en particular, el uso de la imaginación creadora, con la que moldeamos el mundo a partir de la libertad, y dotamos a la realidad de contenidos éticos y estéticos. Tenemos la capacidad de darnos forma conforme a principios que van más allá de lo que muestra la naturaleza, y en este proceso la literatura, en cuanto arte de la palabra, es una fuerza determinante, convirtiendo el pensamiento en acción y la acción en pensamiento, cincelando con tales idas y venidas el rostro mismo de lo humano.
La historia, como registro de acciones humanas, supone una interpretación de los hechos sociales cuyo rigor en la veracidad no es el fin de la literatura. En el caso de la historia, las secuencias de acciones se presentan como necesarias, como fruto de una causalidad inherente, y en esto no es distinta a la literatura narrativa. Su divergencia fundamental es que mientras la primera trata, o intenta pensar sobre el mundo de lo actual, lo acaecido ( trazando allí conexiones necesarias), la segunda trata del mundo de lo posible. Sin embargo, la dificultad de establecer una imagen clara de lo que es actual en relación al pasado, y el hecho de que el escritor ha de escoger siempre la información relevante dentro de un océano de datos, por no hablar de las dificultades de la presentación secuencial de hechos que probablemente tuvieron una influencia recíproca, y no meramente lineal, aplanan las diferencias entre literatura e historia mucho más de lo que los historiadores desearían. Con todo, la dificultad mayor de separación de estas dos formas de escritura no es ninguna de las mencionadas. Se suele decir que hace falta un cierto número de años para alcanzar una perspectiva histórica, 20, 30, 40, (la cifra no es demasiado relevante), pero es necesario añadir que después de un lapso diez veces mayor, la historia tiende a revertir en literatura. Esto no se produce por ningún motivo de fidelidad en las descripciones de los hechos, sino porque los referentes culturales del presente y el pasado lejano son ya tan distintos, que la comprensión del relato se esquematiza en patrones míticos. Se intenta mitigar esto mediante la aplicación de criterios científicos a la historia, acentuándose con ello el carácter local-temporal de tal comprensión, pues ajustamos la interpretación a nuestros patrones del presente de manera más radical. Si a todo esto añadimos que la literatura tiene historia y que la historia misma salió con paso tembloroso a partir de la literatura, podemos decir, que en cierta forma, la historia es un género literario. Si, por otro lado, tenemos en cuenta que la literatura ha sido inspiración de muchos de sus agentes, que sus llamados grandes protagonistas vivieron siguiendo libros, entenderemos porqué mucha historia puede ser interpretada como las andanzas de algún aventurero, y mucha literatura de aventuras tiene un patrón histórico-épico. Recordemos, por ejemplo, cómo en las cortes micénicas, hace treinta y dos siglos, se escuchaba cantar a los rapsodos las diversas leyendas sobre las peripecias de los héroes; los reyes recibían un estímulo para vivir aventureramente, sentían en sí mismos las fuerzas de las que la literatura les hablaba y les daban forma física, en guerras, conquistas, palacios y grandes obras. Recordemos la influencia que el Aquiles homérico tuvo durante toda la vida de Alejandro Magno, y la de Alejandro sobre César, y la de ambos sobre Napoleón. Las acciones más grandes, sean gloriosas o terribles, tienen un libro detrás que las soporta y fundamenta. Ya sea en las tablas de la ley en tosca roca con las que Moisés y Yaveh doman al difícil pueblo de Israel, o la enseñanza de Buda que hay tras el imperio de Ashoka Maurya en la India, o la mala interpretación del Evangelio que lleva a los españoles a destruir las culturas americanas, o la poética constitución de Estados Unidos que impulsa a perpetuar unos valores históricos específicos por toda la tierra a golpe de marines, la literatura está detrás de toda acción. El fenómeno es rastreable hasta el origen mismo de la escritura y de las expansiones guerreras. Todos los relatos que tenemos de las conquistas de los reyes de oriente próximo, desde las campañas asiáticas del egipcio Tutmosis III (1490-1436) gravadas en las paredes del templo de Karnak pasando por las diferentes conquistas guerreras de los violentos reyes asirios del siglo IX a.C. (Asurbanipal II y Shalmaneser III) de las que dan fe las diferentes estelas en las que los reyes las grabaron para la posteridad, muestran muy claramente que desde un primer momento hubo un vínculo necesario entre la acción y la escritura.

En aquel momento, rendí homenaje a la grandeza de todos los dioses y ensalcé para la posteridad los logros heroicos de Ashur y Shamash, mandando erigir una estela esculpida conmigo como rey pintado en ella. Y escribí en ella mi comportamiento heroico y mis acciones en combate (...) Eregí una estela conmigo como gran señor para que mi nombre y mi fama durasen para siempre (...)” (Shalmaneser III contra la coalición aramea. P. 189. Vol.1. Ancient Near East.)

No es sólo para preservar la memoria y evitar que la acción se pierda en el océano del tiempo, sino para completar la acción que esta es escrita. La acción se entiende a través de la palabra, pues es a través de ella que somos capaces de establecer conexiones necesarias de percepciones, discernir propósitos y llevarlos a cabo. Sólo la acción ligada a la palabra puede perdurar, pues es la vitalidad que anima un concepto lo que perdura, sea su signo una rudimentaria estructura piramidal, la escritura sobre una tablilla de arcilla o el hipertexto. El comportamiento heroico, del que nos habla Shalmaneser, sólo ocurre en el contexto literario adecuado, algo que el rey asirio no consiguió con su estela, pues ningún poeta insufló con su espíritu las palabras que en ellas leemos, y después de los años lo único que permanece es la memoria de la carnicería perpetrada por un general asesino de masas.
La palabra misma es acción, su producción es acción, su integración en nuestra vida es un rico y complejo proceso que implica la actividad más sofisticada del universo: el pensamiento humano. Debido a que nuestro lenguaje no es privado, sino algo público, común, algo que hemos heredado, los poetas y filósofos son responsables de la visión que tenemos de las cosas, hasta de las más triviales, que no son sino viejas ideas petrificadas en la vida cotidiana. Tomemos, por ejemplo, la idea de paisaje que hoy manejamos. El resultado presente es la culminación evolutiva de unas ideas retóricas que partiendo de Aristóteles, se estandarizan en las obras de Virgilio, Ovidio y Quintiliano, como el retórico locus amoenus, al que en la Edad Media se le añade como complemento contrastivo el lugar salvaje, la selva selvagia aspra e forte de Dante, y de los ciclos artúricos. En el Renacimiento, desde Garcilaso a San Juán de la Cruz, se sigue componiendo una imagen idílica de la natura que llega hasta Cervantes y Shakespeare, culminando en el siglo XVIII en la formulación que hiciera Rousseau del buen salvaje, y después, en el paisajismo romántico de los libros de viajes del siglo XIX. Hoy, el paisaje idealizado es un reclamo turístico-comercial, ya sea en los simulacros de aventuras únicas, ya en las imágenes de playas vírgenes en medio de un medio ambiente altamente prostituido. La palabra crea el paisaje, en el sentido que le da forma, y en tal creación siempre hubo competición poética y artificio literario.

El hombre de ciudad busca literatura en el paisaje y deseando una única forma de belleza, vela todas las demás. El hombre de campo no ve ni naturaleza ni belleza, pues es incapaz de verse a sí mismo. Hermosa es la tierra bien labrada o la lluvia que llega a tiempo. Su gozo y su anhelo son los verdes pastos o las fértiles negruras de la tierra. Todo lo demás es obra de poetas demiurgos, que dijeron que la Aurora tiene rosáceos dedos y que nuestro amor habita en bosques solitarios nemorosos. La naturaleza, como un gran espejo pulido, refleja nuestra imagen, devolviendo a veces un monstruo, a veces la nostalgia de una vida más simple, y otras, una voluptuosa riqueza en la que vemos ante todo la oportunidad para un saqueo y una orgía de abundancias en todas las dimensiones de la materia. La visión es siempre ebria, pues es la naturaleza la disrupción de la esfera limitada de nuestro ego de una forma u otra. Todo en la naturaleza son excesos que se miden en términos de vida: demasiado frío o calor, demasiada agua o sequía, aquí un festín de carne o frutos y allí una famélica mirada y una ascesis mortal, pero siempre la oscura sabiduría de los instintos empujando unas cosas hacia otras, la pertinaz tiranía de la rueda que encadena esto a aquello, en pesadillas recurrentes que se iniciaron en el alba de los tiempos, en sueños serenos en los que se vislumbra la libertad de una vida más plena más allá de las emociones aún dentro de ellas, más allá de las satisfacciones automáticas de un intercambio hormonal, del fluido egoísta que se camufla tras el escenario recurrente de las sensaciones animales con la máscara oceánica de la moral, más allá de los delirios racionales de la víctima y su predador. La naturaleza es la casa de los dioses en la que hemos encerrado lo que más nos gusta y disgusta de nosotros mismos como cuerpo, y después hemos perdido la llave y no sabemos cómo volver a entrar. (Altai. Oscar E. Muñoz)


El mundo de la literatura es el mundo de lo imaginal o de la imaginación creadora, donde los conceptos no necesitan conformarse directamente a objetos de la experiencia cotidiana, y todo un entramado de imágenes e ideas despliegan una realidad que puede estar muy alejada de la vida cotidiana, a la que acaba afectando. No hay otra aventura que la que de forma imprecisa llamamos interior. La exterior es el escenario que construimos con lo formal que tenemos a mano, o a mente. Interior y exterior no dejan de ser metáforas con las que nos explicamos a nosotros mismos el misterio de la intuición del espacio y el tiempo.
Nuestra cultura se debate indecisa entre el culto al héroe y su rechazo, pues la figura del héroe permite una fácil manipulación que puede utilizar toda la potencia de la literatura para cualquier fin. Los fascismos, tan presentes hoy como hace setenta años, han acabado por distorsionar tanto la fuerza heroica que ahora, por buenos motivos, nos produce una gran desconfianza. No obstante, el héroe es una proyección de nuestra psique que -como comprendieron a la perfección los iniciados de Eleusis que escribieron las primeras tragedias atenienses- al verse externalizada se comprende, y así puede desarrollarse más allá de las limitaciones inherentes al proceso de enculturación, a la educación que no puede sino ofrecernos las perspectivas parciales y estrechas con las que toda comunidad cree garantizar su supervivencia.



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