Tuesday, May 30, 2017

Relaciones entre los planos míticos


Un eje mítico-ritual contiene, inevitablemente, estructuras simbólicas de más de un plano mítico, ya que las determinaciones primitivas son procesos a posteriori de las determinaciones económicas, y pueden seguir activas incluso cuando las formas de acción productiva que las justifican han desaparecido ya, como muestra el funcionamiento de las religiones en el presente. No obstante, hay un límite a la operatividad de las narraciones de identidad obsoletas que viene impuesto por un núcleo económico de simbolización sobre el que se asienta la actividad productiva general de una sociedad. La tensión entre las acciones económicas y primitivas viene explicitada en las narraciones de dominación de un eje, mitos que incluyen tanto las relaciones internas de dominación de un eje como las relaciones que se establecen con el entorno biofísico y humano. Si observamos la historia de los encuentros entre ejes míticos, sólo podemos concluir que las relaciones entre ellos han seguido las líneas emocionales básicas de la voluntad de poder y la supremacía vital, que entre ejes sólo puede haber relaciones de subordinación y dominación. Estas siguen las pautas específicas de la composición de los ejes que colisionan, los componentes de uno y otro en relación a las estructuras simbólicas de los planos míticos, desde las que se interpretan mutuamente y adoptan las diferentes estrategias de dominación. Cada encuentro entre ejes mítico-rituales supone, entonces, una situación liminal, anómica, ya que se contrasta la efectividad del funcionamiento del grupo ante los problemas de la existencia.



El desafío anómico está presente en los sistemas mítico-rituales como elemento formador ab initio. Las disrupciones de los ejes, algunas situadas en tiempos míticos caóticos, sirven como referencia primera para la vida del grupo; otras, dan cuenta de diluvios y desastres naturales en momentos posteriores, o la llegada de enemigos humanos y divinos (ejes distintos) que cambiaron las condiciones de equilibrio social. Las mayores disrupciones han sido provocadas por las condiciones biofísicas, climáticas y geológicas, o por los encuentros entre ejes de planos míticos diferentes. Los ejes mítico-rituales del rey-dios surgieron así como cosmogonías, como batallas interminables contra los titanes y dioses de la primera generación, que representaban el medioambiente físico y humano hostil. Los emperadores míticos de China tuvieron que luchar contra las inundaciones de sus grandes ríos, como los dioses y héroes de Ática y Beocia con la esterilidad de sus suelos. Los condicionamientos físicos dinamizaron las acciones económicas. Así por ejemplo, la esterilidad de los suelos en Grecia o en Fenicia lanzó a estas culturas hacia el comercio marítimo, si bien, la presión del medio ambiente puede no ser siempre sostenible, y desincentivar transformaciones, suponiendo incluso la destrucción de una comunidad, o por lo menos una limitación permanente a su crecimiento, como ocurrió con la sequía persistente y el agotamiento de los recursos que acabó con las ciudades mayas en los siglos VIII y IX d.c., o con la explosión volcánica que destruyó la cultura minoica. El cambio mitopoético más radical en el desarrollo del homo sapiens, el paso desde el plano mítico del anima mundi al del rey-dios, ha venido impuesto por los cambios en los condicionamientos biofísicos que se produjeron al final de la última Edad del Hielo, hace unos diez mil años. El cambio del paleolítico al neolítico en la zona geográfica afro-asiática, está directamente relacionado con los cambios climáticos que secaron esta franja de terreno, forzando a las comunidades cazadoras bien a seguir hacia el norte o hacia el sur a sus presas, o bien a cambiar sus actividades productivas1. Los planos míticos siguientes, el de la ley universal y la ley humana, no suponen un cambio tan radical como el que implica la vida sedentaria y la alimentación de base agrícola con respecto al nomadismo y la caza.

Hasta aquí he utilizado el concepto de civilización, de manera imprecisa, para designar cualquier forma de orden social humano organizado urbanamente. En términos mitopoéticos, podemos definir una civilización como una secuencia particular de agregados de ejes mítico-rituales, subordinados con respecto a uno de ellos, en la que las personas sociales dominantes son las mismas. Con esta definición, el concepto de civilización viene caracterizado a partir de la continuidad en la estructura mítico ritual, en sus dos aspectos de las determinaciones y las personas que las administran, aspectos que tomados de manera conjunta constituyen las narraciones de dominación. Los diferentes planos míticos tienen sus correspondientes narraciones de dominación, que en cuanto metonimia de identidad de todo el eje mítico-ritual expresan el núcleo de las relaciones de orden del grupo y del entorno. En el plano del anima mundi, es la solidaridad orgánica de los seres vivos dada por el alma lo que mantiene al grupo unido entre sí y con el medio ambiente. La narración de dominación que aglutina la identidad social la da el antepasado, en su forma humana o totémica, es decir, se trata de la memoria del grupo que opera como narrador ausente, dirigida por el chamán. En el plano del rey-dios, el grupo se mantiene unido no ya como parte de un macroorganismo biológico-espiritual, sino como un cuerpo social entre otros cuerpos sociales. Cada grupo social es una identidad independiente que compite con otras por la supervivencia. La entidad está metafóricamente constituida por diferentes personas que representan partes diferentes del cuerpo social, siendo la más importante la del rey-dios, la mente-alma del grupo que ordena el universo caótico y procura el sustento para el resto del cuerpo. La dominación se mueve en un rango metafísico que va desde la cruda utilización de los subordinados como mera comida o ganado, como algo que pertenece al cuerpo dominante y es utilizado para la subsistencia, hasta narraciones en las que cada persona social tiene un lugar dentro de una identidad transcendental común. La subordinación se da con respecto a la persona del rey-dios, evolucionada a partir de la fusión del chamán con los antepasados y con el líder guerrero-cazador. El rey-dios es un cosmocrator que subyuga el desorden por ser el conocedor-poseedor de las Tablas del Destino. En el plano de la ley universal, el grupo se mantiene unido y prospera en la medida que conoce y vive conforme a la ley universal. La subordinación es con respecto a la ley, un orden objetivo no humano al que se accede, de una manera u otra, por revelación más o menos esforzada, ya sea en el sentido platónico de descubrir la verdad de unas ideas, o en el semita de estar sujeto a una revelación decidida por un ente sobrenatural. Finalmente, la narración de dominación de la ley humana construye la unidad desde la común naturaleza del ser humano y el resto de los seres vivos, entre los que no hay solidaridad, sino competición por los recursos en un propósito único y común de supervivencia. La subordinación se da con respecto a la figura del ser humano, cuya capacidad como principio regulativo se basa en su posición en la escala evolutiva, una escala que es extensible al mundo social y a sus estratificaciones. Una subordinación así utiliza parcialmente principios que corresponden a las narraciones de la ley universal, cuyos objetos y escenarios tienen inercia con respecto a los mitos de identidad social, tanto en lo que se refiere a seres sobrenaturales como en las valoraciones generales sobre la estructura de la realidad debidas a la propia estructura lingüística (hipóstasis de los universales), que sigue haciéndolos imprescindibles para la consolidación de los ejes construidos sobre principios humanos.

El concepto de civilización expresado corre el riesgo de reificación que a partir de Hegel llevó a pensar en términos de alma de los pueblos y conceptos similares, ya no sólo como metáfora del organismo social, sino como entidad independiente y sujeto para proposiciones de acción social y mitopoética con sentido. Las bases del mito orgánico para la comunidad se extienden, como hemos tratado en la primera parte del libro, hasta las narraciones del Purusha, el cuerpo universal del jainismo, o el mito de Platón, relatos que en la Europa moderna revive Hobbes en el Leviathan, y que después de Hegel, Herbert Spencer y Oswald Spengler revitalizan en metáforas que confunden más que aclaran el vínculo orgánico de nuestra organización social. Para Spengler, una Kultur nace cuando consigue deshacerse de las ataduras que la ligan a la condición psicológica perpetuamente infantil de la humanidad primitiva y, como una planta, florece en el suelo de un país específico con fronteras determinadas, para después morir, cuando su alma ha llevado a cabo toda su potencialidad en relación a gentes, lenguas, credos, artes y ciencias2. Según este mito, las civilizaciones serían como plantas con almas con propósitos biológicos y culturales vinculados a zonas geográficas precisas, lo que, al margen de las contradicciones que suponen estos conceptos formulados así, no es más que una variante de mitos (muy arcaicos) de anima mundi, conceptos que no resultan demasiado comprensibles cuando son expresados desde una Kultur ya madura como la de Spengler. Utilicemos metáforas o no, cuando hablamos de identidades mitopoéticas tendemos a pensar en una unidad de propósitos e intereses vitales comunes, lo cual, si bien tiene algún fundamento en los planos míticos del anima mundi, a partir de las civilizaciones del plano del rey-dios son completamente carentes de sentido. Las narraciones de dominación de los reyes-dioses han sido siempre inequívocas con respecto a la identificación de su persona social, y de la minoría (casta) que le asiste en el gobierno3, con su civilización: sus acciones de determinación son las de su ciudad o su reino. Los súbditos son sus subordinados, a la vez que el motivo por el que se emprenden tales acciones y el sustento necesario para poder llevarlas a cabo. En el texto de la inscripción del rey Azitawadda de Adana (circa 800 a.c.), tras una larga propaganda y autobombo de las acciones bélicas y civiles completadas, el rey expresa como su deseo para el futuro el poder dar a su gente suficiente comida y bebida, para que se multipliquen y puedan servir a su casa real4, para repetir un ciclo de acumulación y servidumbre. El primer Emperador de China expresa en una inscripción de piedra recogida en los anales históricos de Ssu-Ma-Chien5, una preocupación pastoral similar hacia los cabezas negras, a los que a la vez cuida, protege y explota. Tenemos ejemplos similares en todas las civilizaciones antiguas, en textos de corte religioso o político, las narraciones de dominación que estructuran los ejes mítico-rituales. La identidad mitopoética de una comunidad cuyos mitos corresponden al plano del rey-dios no puede ser sino metonímica: la identidad de las élites dominantes opera como la identidad de todo el grupo. Cuando hablamos del eje mítico-ritual de la China Imperial, o el del Egipto faraónico, estamos hablando del conjunto de acciones de determinación económica y primitiva de estas comunidades, aunque metonímicamente lo sustituimos por la narración de dominación específica en la que se sintetiza el eje. Así, la disputa entre las narraciones de dominación que se dan al comienzo de la China imperial entre legalistas y confucianistas no son sino mitos rivales de identidad para justificar la autoridad pastoral del emperador, son mitos ratio et auctoritas, en los que la razón (narración argumentativa) justifica la autoridad, y la autoridad justifica la razón, o sea, su propia narración. Mientras que el legalismo de Hsün Tzu y su escuela fundamenta el derecho a la dominación imperial en la naturaleza malvada del ser humano, los confucianistas lo hacen en un orden celestial de principios morales que dicta la acción apropiada, Li, pero en ambos casos se trata de mitos competidores para dar sentido a las jerarquías sociales. La piedad filial estricta del confucianismo, con su máxima: nunca desobedezcas6, luego extensible a la relación entre gobernante y gobernado, expresa una emoción mamífera tan válida para generar orden como la emoción instrumental del miedo en la que el legalismo autoritario de la dinastía Chin (221-206 a.c.) basa sus postulados. Si bien, ya que la emoción grupal es la que opera como aglutinante del orden humano (y de gran parte de los mamíferos), la estabilidad basada en ella siempre será mayor que la que pueda obtenerse de las emociones instrumentales del miedo y la ira. Es a esta estabilidad de las emociones sociales, ya sea en la forma de la familia, la casta, el Estado o el proletariado, a las que se adhirieron el resto de las narraciones mítico-rituales

La violencia no basta como elemento aglutinante social, sino que se hace indispensable una creencia generalizada en la narración de dominación, y por ello, en el eje mítico-ritual, y las jerarquizaciones no deben ser sólo aceptadas por los súbditos, sino defendidas y justificadas por ellos. El rey-dios tiene que ser amado y respetado como un padre (madre) divino que provee a sus hijos, o los castiga como un padre (madre) terrible, sin el que no es imaginable el orden social. El doble aspecto nutridor-destructor de la narración de dominación del rey-dios, tratado ya extensamente por el psicoanálisis, apela a formas emocionales básicas de orden, enraizadas en nuestra naturaleza de mamíferos, cuya efectividad es tanto mayor cuanto más liminal o disruptivo sea el escenario social. El rey-dios representa a la vez la terrible presencia7 y la plenitud nutridora de la ciudad. Es una doble experiencia psicológica en la que se une la incertidumbre de la acción vital y el poder de la naturaleza (con sus leyes inexorables y no controladas por el humano), con el éxito de la acción mítica del plano del rey-dios, que redujo tales incertidumbres y le dio forma humana (rey) a los inexplicables poderes naturales.

La definición dada de civilización nos permite incluir bajo tal concepto estructuras basadas en planos míticos del anima mundi, y hablar de las civilizaciones de los nativos americanos, o de los pueblos de Siberia, aunque no viviesen en ciudades, y salvar las dificultades ya apuntadas sobre algunas distinciones entre aldeas y campamentos nómadas. Bajo esta perspectiva, la China comunista y la imperial serían dos civilizaciones distintas, y los intentos recientes de incorporar mitos del pasado imperial en la estructura mítica del comunismo capitalista, son siempre narraciones desde la última estructura desarrollada. De manera análoga, podríamos hablar de civilizaciones equivalentes, como por ejemplo las de Mesopotamia, Egipto, la Persa, la China Imperial, la Inca, etc., cuando estructuras de los mismos planos míticos son administradas por personas sociales equivalentes. Las disrupciones biofísicas de un eje (o agregado ejes) suponen, entonces, un cambio civilizatorio, mientras que las que se dan por conflictos de intereses con otros grupos humanos serán cambios civilizatorios sólo si se cambian de manera efectiva los ejes y las personas sociales dominantes. En los casos en los que las disrupciones del orden no suponen un cambio, ni en las estructuras de las actividades económicas de la comunidad ni en las de determinación primitiva, sino una mera permuta de los elementos que conforman alguno o todos los niveles jerárquicos, como son los casos de las invasiones, ocurren desplazamientos de la determinación primitiva que pueden acabar en un sincretismo de las determinaciones invasoras e invadidas, como en el caso de las indoeuropeas en Grecia e India, o con una mera superposición parasitaria de la estructura mítico ritual invasora, como en el caso de la invasión mongol de China. La dinastía Yuan mantuvo siempre su propia estructura mítica, al margen de la china, como un organismo superpuesto a otro, sin mezclar sus estructuras chamánicas con las taoístas, confucianistas o budistas, y sin reprimirlas más allá de impedirles el control final sobre las actividades económicas. Los mongoles tenían prohibido casarse con los chinos, y los funcionarios chinos tenían prohibido usar la lengua mongol, que era la utilizada por el gobierno imperial. Incluso los ejércitos se mantuvieron separados, en una estructura jerárquica ocupada en la parte superior por la minoría mongol y sus aliados musulmanes, y por debajo de ellos los chinos del norte, y finalmente la etnia china general y otras etnias del sur8. El fundado miedo mongol a que sus mitos nómadas desaparecieran en las formas de vida agrícolas y ciudadanas del pueblo chino, llevó a mantener dos ejes míticos independientes durante más de doscientos años, con el resultado final de que el período Yuan, desde el punto de vista mitopoético, es más un interludio parasitario militar de la historia de China (el cual termina una vez que el vigor guerrero se desvanece) que una discontinuidad mítica total, algo similar a lo ocurrido con la invasión que hacen los Hicsos (hurritas) del Egipto septentrional hacia el 1650 a.c. Pero al mantenerse la continuidad económica y de identidad del eje chino, y al ser las personas sociales mongolas equivalentes a las chinas que suplantaron, no hay ninguna ruptura civilizatoria, lo que no puede decirse de la China que resulta tras la Revolución del siglo XX. De hecho, a nivel mítico, el gran trabajo del período Yuan es la gran síntesis de Chu Hsi (1130-1200 d.c.), una refundación de los principios confucianistas en la que se depura el idealismo budista y se asientan como fundamentales los conceptos de naturaleza física y fuerza material9, es decir, se consolida la estructura mítico-ritual fundamental del imperio, ignorándose por completo la mongola y rechazándose la budista, asimismo sentida como ajena a la determinación china primitiva.

En otros casos, como el del período Mogol de la India (1206-1526 d.c.), el encuentro entre las civilizaciones hindú y musulmana, lejos de constituir un interludio, produjo extensas hibridaciones de los ejes mítico-rituales. Las conversiones desde el hinduismo al islam se dieron sobre todo entre las castas bajas, como ya había ocurrido en su momento con el auge del budismo en la época de Ashoka Maurya. El carácter igualitario del islam ofrecía a los desposeídos perspectivas de mejora, en esta vida y la siguiente, frente a la rigidez económica y metafísica del cerrado sistema de castas. Las conversiones fueron incentivadas directamente por las tasas impuestas a los infieles así como por la marginación que suponía ser hindú, o budista, en el sistema económico controlado por los musulmanes. El budismo, que había entrado en decadencia con la ascensión de la dinastía Gupta (320-550 d.c.), y después, con el vaisnavismo de los siglos VIII y IX d.c. y el vedanta de Sankara, proporcionó el mayor número de conversos, aunque también se hicieron musulmanes muchas tribus del plano mítico del anima mundi10. Estas conversiones, como las que ocurrieron de manera incluso más forzada en la conquista de los imperios americanos, suponían la creación de nuevas personas sociales desconocidas en los ejes invadidos. Las personas del cristiano y del musulmán converso compartían una universalidad mítica que no tenía ninguna de las personas de los ejes hindú, azteca, maya o inca, pertenecientes al plano del rey-dios. Cristianismo e islam fueron herederos de la narración de la persona cosmopolita que se inició a partir de Alejandro, mientras que el hinduismo tradicional tiene un sistema de castas característico del plano del rey-dios, como las civilizaciones americanas. Las conversiones no son desposesiones personales radicales en las que se vacía al individuo de sus determinaciones primitivas. De hecho, hay todo un conjunto de personas sociales básicas que permanece casi inalterado, debido al fundamento emocional común de todos los ejes mítico-rituales. Las conversiones generan una persona social nueva para el sujeto, que vincula las otras que lo integran con el nuevo eje, pero sobre todo, generan una narración de dominación para esta nueva persona, ya sea universalista, como en el caso de las personas cristiana y musulmana, o de casta, como en las conversiones al hinduismo desde los animismos. Tal narración utiliza el lenguaje del eje dominador en el que la persona nueva está definida, y este hecho produce, obviamente, enajenación cultural respecto a un eje y enculturación con respecto al otro, proceso en el que se forma una persona paralela a la enculturada, híbrida, que es el sujeto de la narración del dominado11. El sujeto de la narración de dominación no es ni más racional ni más abstracto que el que suplanta, de hecho, la idea de un sujeto abstracto12 no tiene sentido mitopoético, pues el sujeto no es otra cosa que una narración sintética personal (de varias personas sociales) de un eje mítico-ritual específico. Se ha pretendido ver en la persona del místico, presente en las narraciones de los distintos planos míticos, una persona abstracta y universal que funcionó como ideal de subjetividad tanto en el cristianismo como en el islam, pero ni se trata de una persona abstracta y universal ni tan siquiera es la persona central del converso o del fiel en general. Las narraciones de inmortalidad así como las imágenes del otro mundo cristianas y musulmanas son de la forma Ka, o de temporalidad económica13, pero es que, de hecho, no podríamos construir las acciones económicas de un eje a partir de identidades primitivas de narraciones Ba, cuya temporalidad no es biológica. El místico no es el ciudadano lírico, y su persona no es más universal que la persona del padre o la madre, o el antepasado, que también aparece en todos los planos míticos. Su ubicuidad simplemente nos habla del fundamento emocional de los mitos. Ni la persona cristiana ni la musulmana vienen definidas por la unidad con lo divino de la persona mística, baste recordar los problemas legales sufridos por los místicos y los santos de estas dos religiones14, sino a partir de la acción de la culpa, de la deuda, presente ya desde los primeros estadios de mitos del rey-dios. El fiel es siempre culpable, pecador y deudor, de dios y del rey, los cuales en su infinita bondad le perdonan y le dejan vivir para servirles, como ya dejó claro Marduk en el Enuma Elish.

Las hibridaciones distan mucho de ser siempre evoluciones míticas, en el sentido que he expuesto de progresiva complejificación de la vida social y las narraciones. Los encuentros entre ejes tienden a fundir elementos comunes, y las relaciones personales se hacen más complejas, pero siempre dentro del esquema mítico-ritual específico, con la ideología y la tecnología que corresponden a su estructura. En el caso del Sultanato de Delhi (1206-1526 d.c.), por ejemplo, la hibridación se produjo tanto entre las determinaciones primitivas como en las económicas, y si en las primeras se crean relatos místicos que apelan a los elementos comunes de ambos ejes de determinación, como es el caso de Muin-ud-din Chisti, Kabir o Lala, en las determinaciones económicas se crea una identidad femenina esclava más radical aún que las de cada tradición por separado, acciones ambas implícitas en sus respectivos planos narrativos. Y algo análogo ocurre también en la fusión de la cruz cristiana con las huacas (objetos y escenarios numinosos) de los Incas, cuyo contenido mitológico queda claramente explicado por los escenarios emocionales, unión que es pareja a la narración de dominación que los propios Incas elaboran para justificar su caída, la profecía de Huaina Capac15, produciéndose una complejificación que no supone ninguna evolución mítica relevante para ninguno de los ejes más allá de la instauración de un nuevo orden. Estas hibridaciones, interpretadas en todos sus casos como el resultado de algún designio sobrenatural, ya sea como el mandato del Cristo o el de Viracocha, no son sino resultados de acciones económicas. Los encuentros históricos entre civilizaciones obedecen a motivos económicos específicos de presión poblacional y competición por los recursos. La dinámica expansionista de las ciudades (no distinta a la de las poblaciones orgánicas) las lleva continuamente más allá de sus fronteras, en un crecimiento que sólo es limitado por el medioambiente o por los encuentros con otras civilizaciones, generando un precario y complejo equilibrio social, que requiere ser interpretado de manera continua a partir de ejes mítico-rituales con narraciones de identidad nuevas, en las que valorar los mitos rivales desde los propios, adaptados a la nueva situación.

Puede ocurrir que los encuentros entre civilizaciones produzcan disrupciones en los ejes sin que haya discontinuidad civilizatoria, como pasó en los encuentros entre civilizaciones del plano del rey-dios equivalentes, aquellas cuyas relaciones económicas de producción y sus narraciones metafísicas incluían el mismo tipo de personas sociales y sobrenaturales. Es el caso de los encuentros de la civilización Sumerio-Acadia con la Elamita, la Hitita, la de Urartu, la Egipcia o la Asiria, o las que el imperio Aqueménida tuvo con las civilizaciones contemporáneas de Egipto y la India, o el de Grecia con Roma, o el de la Tolteca con la Maya al final del período clásico (hacia el 1.000 d.c), o el que se produce por la dominación Inca de la Chimú y Lupaca, entre otros. En los encuentros en los que se produjo invasión y vasallaje, una vez hechos los ajustes de los dioses entre las élites y que las relaciones de dominación del nuevo rey-dios quedaron claras, los ejes mítico-rituales siguieron con narraciones y ceremonias, cuando no exactamente iguales, equivalentes, en el sentido económico representado en las mitologías. Es más, no es raro en estos encuentros que haya dioses que comparten tanto acción mítica como un mismo nombre, entre los que podríamos citar como ejemplo de las civilizaciones señaladas a Anu, El, Baal, Apolo, Urano, Varuna, Quetzalcóatl, etc. Por continuidad civilizatoria, estoy entendiendo la continuidad de las estructuras, es decir, de las acciones míticas y las personas sociales, y no de los individuos que actuaban dichas personas. Las minorías dominantes de los vencidos eran sustituidas por las de los vencedores, ya fuese en forma de una élite del grupo vencedor a la que se le asignaba el ejercicio, o instaurando individuos de los propios vencidos que representasen los intereses de los vencedores, pero los ejes míticos seguían funcionando bajo los mismos principios. Con esto no quiero decir, obviamente, que las prácticas de las políticas de dominación hayan sido iguales en todos los casos. Los asirios no siguieron los mismos principios de explotación que los chinos de la dinastía Han, o que Roma, y esta praxis política ni siquiera era la misma dentro de un imperio civilizador para todas sus provincias. De estas diferencias se han encargado los relatos históricos tradicionales. Desde un punto de vista mitopoético lo único que me interesa resaltar es la continuidad mítica como una categoría más amplia que la de la continuidad política, que nos permite comprender movimientos antropológicos de mayor escala, y la limitación de las interpretaciones políticas de la historia a meras narraciones de dominación en las que las diferencias presentadas que las justifican tienen un contenido de disputa local. Al relacionar las civilizaciones a partir de sus planos míticos, estamos comprendiendo su estructura simbólica a la par que su estructura económica, y ambas como un entramado de valoraciones emocionales exitosas en relación a la supervivencia de los distintos grupos humanos, una interpretación que ofrece un dominio común de acciones ya sin referentes transcendentales, sin todo el cúmulo de narraciones de identidad elaboradas por los mitos ontoteológicos que cerraban el paso a unas bases conceptuales comunes desde las que comprender nuestra humanidad.

Si los ejes mítico-rituales son el resultado de una estructura emocional común, cada uno de ellos representa una repuesta relativamente exitosa de acciones míticas con respecto a una experiencia vital. En la medida que perduró una civilización y se adaptó a su medio, sus interpretaciones simbólicas constituyen una respuesta tan adecuada como la de cualquier otra que logró el mismo objetivo. Sin embargo, estas consideraciones pueden resultar confusas y engañosas. Las mismas ideas de respuesta adecuada o la de adaptación al medio, cuando son referidas a la supremacía de un eje mítico con respecto a otro, no son sino narraciones de dominación cuestionables, construidas desde planos míticos de la ley humana de corte evolucionista. Así por ejemplo, el encuentro que la civilización cristiana europea16 tuvo con los imperios americanos, al igual que el resto de sus triunfos militares coloniales, no puede ser interpretado como una mejor adaptación de la civilización europea a las condiciones biofísicas del planeta, ya que no contamos con criterios con los que medir una supuesta diferencia en la cualidad de la adaptación. Podemos, no obstante, encontrar patrones mitopoéticos comunes, o más bien, paralelismos, entre los distintos encuentros de civilizaciones, cuando las civilizaciones que concurren pertenecen a planos míticos equivalentes. Esto no puede sorprendernos, porque la experiencia viene condicionada por la complejidad de la simbolización, y un encuentro entre ejes míticos supone la interacción de dos cosmovisiones particulares conforme a la enarización emocional alcanzada, traducible en términos pragmáticos en las narraciones de las personas sociales desarrolladas, y la estratificación de estas en la dinámica económica general de los ejes. En el caso del choque americano, por ejemplo, nos encontramos con ejes que pertenecen al plano de la ley universal, unos en sus formas primeras, los ejes americanos, más cerca de los mitos del rey-dios, mientras que el español es un eje del tipo común a los del universalismo del cristianismo europeo. Las narraciones del plano del rey-dios, como hemos visto, contienen protoelementos de la ley universal, ya que el rey tiene en su poder las Tablas del Destino (o artefacto ideológico equivalente de determinación primitiva), por lo que la ley está subordinada a la voluntad del soberano y/o la divinidad, que en el caso de la civilización maya, por ejemplo, se fundamenta en el concepto de ahau, una cualificación divina que poseía el soberano que legitimaba su uso del poder17, parte de su narración de dominación. En las narraciones del plano de la ley universal, la dominación obtiene su fuerza del imperio de la ley, de la que el rey es su administrador, quien ahora ya no gestionará la ciudad como una propiedad de su persona divina, sino como un primus inter pares que la élite dirigente sufre (a la vez que necesita) para justificar la estratificación particular de una sociedad, como es el caso español o el de las casas reinantes europeas de la época. Las congruencias entre los ejes europeos y americanos18 estaban reforzadas por consistencias mutuas de acciones económicas y personas sociales, por unas estructuras agrarias y comerciales similares en su raíz (simplemente más enarizadas simbólicamente en el caso español, por el uso más elaborado de las ciencias a partir del Renacimiento), así como por una estratificación social análoga. Las diferencias más relevantes se daban en dos frentes. Por un lado, en las determinaciones primitivas específicas, no en la estructura general de estas como generadoras de identidad, sino en las topologías de inmortalidad y en la dinámica cosmológica, que condicionaba sus ejes rituales a partir de específicos supuestos metafísicos. Por otro, las determinaciones económicas bélicas americanas, adaptadas a su entorno, eran menos complejas que las que los españoles habían heredado tras varios miles de años de conflictos en las sociedades euro-asiáticas organizadas según los mitos del rey-dios. Podemos encontrar paralelismos de la confrontación americana en cualquier otro encuentro de civilizaciones del plano mítico del rey-dios con las del plano de la ley universal, como el que tiene, por ejemplo, Roma con la civilización celta. En este caso, los celtas se encuentran en los momentos finales del plano mítico del rey-dios, con un eje mítico-ritual estructurado en torno a una narración de dominación forjada por una alianza entre las castas guerreras y la sacerdotal, análoga a las de Mesopotamia, aunque distinta si la medimos conforme a los patrones económicos tradicionales de riqueza. La civilización celta no tiene el desarrollo urbano alcanzado por las civilizaciones mesoamericanas que se encuentran los españoles19 (o las de Mesopotamia), ni la correspondiente centralización de poder y complejificación que las grandes ciudades, como Tenochtitlan, conllevan, pero contaba con un elaborado eje mítico-ritual administrado por druidas que manejaban la escritura y practicaban formas de reflexión filosófica que, aunque estaban subordinadas a la teología20, implicaban una capacidad crítica de la que no tenemos constancia en el caso americano. Por otra parte, las diferencias entre los imperios romano y español, relativas al plano mítico de la ley universal en diferentes momentos de su desarrollo, son obvias, y aunque tales diferencias nos muestran diferentes estadios de complejificación, no está siempre la complejidad de un mismo lado. Así, podríamos ver en las acciones deliberativas del senado romano, o en el hecho de monarcas filósofos como Marco Aurelio, un mayor grado de complejidad política que en los integrismos religiosos de la política de la Castilla imperial. Con otras palabras: un análisis basado en los patrones tradicionales de urbanismo y poder económico no recoge las medidas de complejificación simbólica de una comunidad, por lo que no ofrece una imagen que explique el componente ideológico de los encuentros entre civilizaciones.

Las narrativas correspondientes a este tipo de encuentros han tendido a hacerse a partir del examen del choque acontecido entre las maquinarias económico-militares, lo que ofrece un punto de vista perfectamente inteligible de la relación de dominación que se produce, si bien el contenido absoluto que se da a esta narración de dominación oscurece las hibridaciones y sincretismos que se producen por la interacción de sus determinaciones económicas y primitivas, y la ideología se presenta como una superestructura superflua. Se oponen así, por ejemplo, la ausencia de organización militar con subdivisiones tácticas de las infanterías de los pueblos celtas, frente a la impecable disciplina militar de Roma, o la astucia que los españoles mostraron en la masacre de Cajamarca frente a la confiada torpeza de los Incas, y se reducen los mitos de los vencidos a formas ideológicas inferiores cuando no a meras supersticiones, como vemos en los comentaristas españoles de la conquista. Con tales narraciones, se apela al principio que ya desde Babilonia justificaba la dominación interna de la ciudad, el principio del rey-dios triunfador: el vencedor, si se ha impuesto, lo ha hecho porque tiene consigo las Tablas del Destino, o la voluntad del dios. El éxito vital es su propia justificación, y no es tal justificación la obra de un hombre aislado o una casta, aunque se simbolice en distintas personas sociales, sino la del grupo, que reafirma para sí el manifest destiny que estaba ya proclamado en las narraciones de su identidad, pues todo grupo es siempre el pueblo elegido, ya que representa a toda la humanidad mejor que cualquier otro grupo, y lo hace en la medida que ha sobrevivido, que continúa. Una declaración así se hace explícita cuando la comunidad toma su nombre de la palabra genérica para el concepto hombre, o pueblo, o nosotros, como observamos en tantos grupos del plano del anima mundi, en los Anishinaabe (Hombres Originales), los Dine’e (La Gente) o Navaho, en Norteamérica, los Eora (Gente) y los Wonnarua (Gente de las llanuras y las colinas) australianos, y muchos otros21. La identificación del grupo con la especie apela al derecho del grupo a ocupar el máximo escalón humano, a ser los antepasados de todos los humanos, y por ello el derecho a reinar sobre el mundo y las criaturas, algo que resuena aún en el mito del Génesis del que se desarrollarán los relatos del pueblo elegido.

Las narraciones de guerra son variantes de las narraciones de dominación, y apelan a identidades estratificadas, ya no en términos urbanos, sino de ascendencia animal sobre territorios y recursos. La narración de los vencidos es igual de bélica, y cumple las mismas funciones de identidad estratificada, y en ambos casos ofrecen una perspectiva parcial y distorsionada de las construcciones simbólicas en general, interesante en cuanto que muestran una estructura narrativa específica de dominación, pero triviales si las entendemos en sus propios términos, pues no son más que una recurrente y común proclamación de la unicidad de la identidad de un grupo humano dado en sus avatares de supervivencia.

Las narraciones de dominación han sido analizadas en la literatura filosófica a partir del concepto de poder político. Tras la obra de Nietzsche y la interpretación marxista del psicoanálisis, el concepto ha resultado ser más confuso que lo que sugiere su uso ubicuo en la ciencia política. Las categorías antropológicas, psicológicas y sociológicas que se utilizan para hablar sobre poder no están ni suficientemente claras ni elaboradas. Como expresó Foucault, ni los gobernantes detentan el poder, ni sabemos lo que es un grupo de poder, ni qué quiere decir gobernar, o aparato de Estado, o dominación22. La interpretación marxista del poder político en base a intereses de clase ha sido insuficiente para dar una explicación satisfactoria al fenómeno social de los fascismos, en los que participan grupos sociales que, en principio, parecen no beneficiarse del ejercicio del poder que legitiman con su voluntad23. La falta de una perspectiva psicológica hace opacos estos conceptos y las acciones sociales en las que aparecen. Sin embargo, la problemática no se debe tanto a la oscuridad del conjunto de acciones sociales a las que llamamos vagamente poder como a las metonimias utilizadas en las narraciones de dominación, en las que las personas sociales intervinientes en una estructura de orden están psicológicamente interpretadas desde metafísicas que ignoran el funcionamiento de los sistemas emocionales humanos, e hipostasian los procesos comunicativos de orden. La confusión se debe, en parte, a las connotaciones míticas de un concepto que sólo tiene sentido dentro de una narración del plano del rey-dios, donde surge. El poder exaltado es uno de los Mes de Enlil y Enki, junto con el señorío, la divinidad, la verdad, el cetro, la monarquía, etc., y tiene sentido considerado en conjunto con todas las acciones civilizatorias. Si encontramos sentido en expresiones en las que interviene este término, es por la persistencia de estos esquemas metafísicos en los mitos y las teorías políticas posteriores. Si entendemos el concepto de poder a partir de la teoría de las emociones, como la emoción básica de activación vital del sistema dopamínico, los posteriores conceptos teológicos y políticos son desarrollos enarios de las prevaloraciones de tal sistema, y se encuentran en la base de las determinaciones de cualquier sistema mítico. Su utilización ha ido vinculada a narraciones de dominación, y simplemente designa las acciones de orden que generan y mantienen estructuras mítico-rituales, si bien la mistificación metafísica del concepto de poder como posibilidad de cambio, que apela a la prevaloración emocional, le ha otorgado un contenido numinoso del que no ha conseguido deshacerse ni la física moderna, en su formulación de poder como fuerza y energía. La opacidad del concepto se da en su asociación al de orden, pero esta opacidad sólo es debida a las resonancias que orden tiene a partir de los Mes, a la mistificación ontoteológica de un principio cuyo referente es más simple: la propia constitución orgánica, la vida-inteligencia. El poder como concepto asociado a la acción social no es sino una propiedad de orden orgánico de las estructuras míticas.

La sorpresa con la que se ha examinado el apoyo de las masas al nazismo o los fascismos, parte de un concepción ingenua y maniquea del ser humano, heredera de un pensamiento utópico que se remonta a narraciones del plano de la ley universal en su formulación ontoteológica. La identificación de las masas con las élites gobernantes tan sólo necesita de escenarios mítico-rituales en los que dar sentido a las narraciones de dominación, un sentido que se alcanza por el mero hecho de la ceremonia colectiva que pone en marcha la emoción básica social, generadora de opiáceos, sobre la que construir un edificio de intereses comunitarios específicos. Cuando las masas sociales apoyan un orden político que las ignora o abiertamente reprime sus intereses, no operan como una clase que actúa dentro de una estructura mítica con diferentes personas, sino como el eje monolítico narrativo de una persona social colectiva arcaica, propia de un grado de simbolización como el del anima mundi, en la que se anulan las personas económicas derivadas de la estratificación, construyéndose con las personas más básicas una acción ritual primitiva. La unidad compleja de las personas que forman un eje mítico-ritual histórico es negada en nombre de la unidad de la identidad común, y a la vez, lo que niega esta persona colectiva es declarado orgánicamente extraño.

Otra parte importante de la confusión, se debe a la incomprensión del papel que juegan las narraciones de determinación primitiva en las narraciones económicas, y en particular, la pluralidad de personas sociales que concurren en las acciones económicas, con sus conflictos emocionales de intereses. Las narraciones de determinación primitiva muestran un impulso inercial que continúa de manera relativamente independiente de las acciones de determinación económica que las produjeron. Las personas del plano mítico del anima mundi continúan su actividad después que las formas económicas que las originaron han desaparecido. Las personas económicas de la mujer, del niño, del varón, del anciano y otras similares, siguen teniendo lugar en los relatos del plano del rey-dios, y en los siguientes de la ley universal y la humana, más o menos revisados y ajustados a los distintos ejes mítico-rituales. Hoy, no menos que hace diez mil años, a la narración propia de identidad, el ser humano le añade la narración de la persona de parentesco, de género económico o de edad. El campesino, el comerciante, el piloto de líneas aéreas, o cualquier persona socio-económica, a la narración de su identidad profesional le añade la de su sexo conforme a los mitos en los que ha crecido y vive, la de su edad, la de los roles personales de parentesco que ha desarrollado en su vida, y como intersección de todos estos personajes elabora una narración propia con la que se identifica. Pero además de esta multipersonalidad de narraciones que constituye al individuo, en un momento y lugar determinados conviven de manera sincrónica personas sociales que se corresponden a distintos planos míticos, y que se organizan de manera compleja a partir de más de un plano de narraciones. De hecho, muchas de estas personas arcaicas (originadas en planos míticos más antiguos) perviven en los posteriores con plena funcionalidad económica. Así por ejemplo, en las sociedades occidentales postmodernas conviven religiosos cristianos, o budistas, con científicos, con ciudadanos cuyas ideologías materialistas corresponden al plano de la ley humana, y otros que intentan revivir como utopía sociedades frías con mitos del anima mundi. Esto no quiere decir que el eje mítico-ritual postmoderno sea una simbiosis de los cuatro planos míticos, ni que haya un principio ecléctico de organización, como tantas veces se ha interpretado el postmodernismo, sino que muestra las condiciones de equilibrio y subordinación de las narraciones de los diferentes planos en torno a un eje mixto universal-humano. La dinámica mitopoética no es meramente acumulativa: se descartan (lentamente) determinaciones económicas y primitivas, pero en relación a las acciones más básicas de supervivencia simplemente se reinterpretan las mismas acciones en esquemas mítico-rituales más complejos. La persistencia de narraciones y personas sociales se debe a los condicionamientos psico-biológicos humanos, a nuestros sistemas emocionales, que regulan las formas básicas de vida, y mientras nos reproduzcamos y alimentemos de la manera que lo hacemos, mientras vivamos en grupos que determinan nuestras posibilidades de éxito o fracaso en la supervivencia a partir de sus valoraciones mítico-rituales, repetiremos personas sociales que ya estaban en las primeras narraciones que desarrolló el homo sapiens, por más que podamos darle la forma de planos míticos posteriores. La madre paleolítica atendía a su prole con los mismos sistemas neurales que la del Renacimiento, simplemente añadía nuevas narraciones de identidad por las que junto a la persona de la madre se encontraban las de cristiana, florentina, etc., pero el sujeto que se formaba en la acción de criar niños remitía en ambos casos a un linaje mamífero que ni ha cambiado ni podría cambiar en sus aspectos fundamentales sin riesgo para la supervivencia. Las esquizofrenias debidas a conflictos de intereses personales para un mismo individuo se evitan mediante el sometimiento del sujeto multipersonal a la identidad común, vehiculada metafísicamente con las narraciones corporativas de la sociedad, presentes ya desde mitologías muy arcaicas. En este esquema emocional, la situación es problemática para las minorías que no pueden reclamar un eje mítico-ritual propio desde el que considerar enemigo al grupo social que las niega, aquellas minorías que son tales no en relación directa a acciones económicas, sino de determinación primitiva, personas como los homosexuales, o las minorías ideológicas, colectivos que no disponen de una persona económica propia desde la que ser reconocidos en el eje mítico-ritual, y que para ello deben unir fuerzas con otro tipo de persona social activa, como pueda ser alguna de las clases sociales que puedan compartir intereses o serles neutrales.

Si utilizamos como criterios para comparar encuentros entre civilizaciones la estructura de las narraciones de dominación, nos encontraremos que en todos los casos se trata de la dialéctica del manifest destiny, adecuada al plano mítico correspondiente. Contamos con ejemplos en la Ilíada, el Mahabharata, el Ramayana, el Antiguo Testamento, los relatos egipcios de la lucha contra los Hicsos, el Shahname, los escritos de conquista de César, los de Bernal Díaz del Castillo y muchos otros. Sin embargo, esta común declaración que muestra un principio emocional compartido por los mitos humanos no puede mostrar mucho más allá de una mera acción de dominio, no ofrece un referente valorativo desde el que analizar las posiciones de los ejes que entraron en conflicto que no sean las posturas de vencedores y vencidos, las cuales siguen la dialéctica de un manifest destiny o una demonización. Los procesos de racionalidad continua han llevado a una progresiva complejificación de la vida, que ha alcanzado su máximo desarrollo en los lenguajes humanos y en las formas sociales desarrolladas a la par que estos. Tal desarrollo no ha obedecido a ningún plan preconcebido ni por parte de un dios ni por una ley universal. De hecho, lo que llamamos desarrollo es la forma narrativa de interpretación, desde el plano de la ley humana, de nuestra vida a partir de lo que llamamos el fenómeno vital. Por ello, una crítica mitopoética no puede ofrecer un referente valorativo para los encuentros entre ejes más allá del posicionamiento de estos con respecto a la racionalidad continua, es decir, la posición de las determinaciones económicas y primitivas de una civilización dentro de un continuo de complejidad lingüística y social, explicitando los contenidos de las narraciones y los ritos. Las valoraciones específicas y los modelos que siguen las estructuraciones no tienen un referente extramítico que sirva para hacer una ciencia. Así por ejemplo, las narraciones de determinación primitiva que establecen diferentes formas de inmortalidad, aunque en conjunto son relevantes para una comprensión general de la identidad humana, no proporcionan más que una constatación de la complejificación de una civilización en particular, o más precisamente, en qué momento mitopoético se desarrolló un determinado mito, a qué desarrollo social se correspondía, cuál era el peso específico de los antepasados, las concepciones epistemológicas del tiempo y el espacio, etc. Las narraciones económicas financieras del presente, como otro ejemplo, muestran una metafísica monetaria capaz de entroncar con los principios de la ley universal que dirigen las técnicas de producción, a la vez que con los mitos de anima mundi, ahora en la forma de una energía universal que subyace a todos los objetos y escenarios y permite valorar las acciones de vida y muerte a nivel grupal y personal, pero no hay ningún criterio por el que podamos decir que estas narraciones representan un grado evolutivo preferible o más efectivo que las que se originaron con los mercados de Hangzhou en la dinastía Song. No obstante, si la evolución no sigue patrones lineales, ya que hay procesos caóticos en juego, el criterio del éxito evolutivo aplicado al ser humano no dejaría de ser un mito que no admite prueba, pues puede ser refutado en cualquier momento del futuro en el que cambien adversamente las condiciones de la vida.

Las narraciones de dominación no se fundamentan tan sólo en los ritos negativos, no se trata meramente del establecimiento de prohibiciones por parte de las élites gobernantes y la aceptación contractual más o menos forzada de los gobernados, sino de un entramado emocional de contenido enario por el que un conjunto de relaciones simbólicas son valoradas jerárquicamente en procesos civilizatorios cada vez más complejos, expresados en las narraciones de diferentes planos míticos. Las masas que alimentan a las élites con sus vidas en este y otros mundos (en algunos mitos de anima mundi, la alimentación es literal), que mueren defendiendo en guerras a sociedades que les explotan, son cautivos de los ejes míticos-rituales de los que han obtenido su identidad, por más precaria que sea esta, pero no son cautivos del amor al amo, ni de un deseo oculto e incomprensible de fascismo. Las masas no son admiradores de las minorías gobernantes por la posible creatividad de sus acciones, como pensaba Toynbee, admiración que se torna en odio una vez que el eje mítico-ritual se deteriora y se hunde24. No se trata de una mímesis entre clases y personas sociales sino de mímesis con respecto al eje mítico-ritual. De hecho, un sistema que fomente la mímesis entre las diferentes personas fomenta un enfriamiento social que es per se disruptivo: las narraciones de dominación deben ser integradoras para ser efectivas, y la integración proviene de la diseminación jerárquica de la dominación, estableciendo centros menores de orden en los que acomodar todas las subordinaciones. Las emociones del amor o el odio hacia el rey-dios o hacia una élite, no son nunca expresión de amor hacia el sujeto o sujetos humanos que están detrás de esas personas sociales, como prueba el hecho de que las emociones sentidas hacia las élites, sean positivas o negativas, son las mismas en sociedades distintas. Son, entonces, emociones hacia una persona social que simboliza al grupo y su relación con la vida y el universo, una emoción grupal en la que la reafirmación de la identidad social da sentido a los sujetos. Los sistemas emocionales sociales son determinativos del grupo, su control sobre el neocortex es total en situaciones liminales, situaciones que se producen con frecuencia tanto en las sociedades frías como en las estratificadas. Las referencias valorativas fundamentales las da el mismo grupo, una referencia cuyo contenido narrativo específico es irrelevante mientras se satisfagan los protocolos de la supervivencia en los que se fundamentaron todas las consideraciones morales.

¿En qué sentido podemos hablar de evolución mítica por encuentro entre civilizaciones? El concepto de evolución aplicado a la historia ya fue desarrollado por Hegel, quien lo consideraba como una propiedad de la transformación del espíritu25. Para Hegel, la evolución histórica obedecía a un impulso de perfectibilidad que hay en el ser humano, algo que le lleva hacia algo mejor y más perfecto, por más que aquello que es mejor fuese un concepto indeterminado26. Ni siquiera si traducimos perfectibilidad por complejificación, y abandonamos el marco idealista, podríamos concluir que toda transformación humana, o natural en general, sea progreso, sin tener que asumir también un principio teleológico. En el caso de Hegel, tal principio lo da el Espíritu Absoluto en su viaje de vuelta a sí mismo desde la materia, un mito filosófico de determinación primitiva de corte ontoteológico. La idea de progreso es problemática hasta abordada desde un punto de vista humanista. La estratificación social de las ciudades-estado supuso un aumento de la población que podría interpretarse como una mejora de las condiciones vitales, pero desde el punto de vista de los esclavos y siervos, que constituían la mayor parte de la masa social de esas ciudades, podemos pensar como más deseable el estado de los poblados primitivos, sedentarios o nómadas. Si la medida de una mejora en el mundo del hombre no la da ningún ser sobrenatural ni ningún plan de ley universal, esta sólo puede provenir del éxito en la supervivencia, pero tal éxito, una vez alcanzados ciertos parámetros poblacionales de estabilización en relación al entorno, son compatibles con muy distintas interpretaciones, que enfatizan narraciones más o menos igualitarias (las cuales se ajustan a alguno de los planos míticos señalados), y cualquier elección entre ellas a partir de criterios morales, religiosos o naturalistas, no es sino una valoración posible que parte de unas premisas ontológicas que no podemos dirimir por argumentación. El inquisidor que torturaba para salvar el alma de sus víctimas, la autoridad que tortura y mata por el bien común, los Estados que reprimen la identidad de sus minorías, pueden hacer estas acciones en nombre de un progreso, de una mejora de las condiciones generales de la humanidad, considerando esta en marcos lo suficientemente amplios como para hacer nimias estas objeciones. El progreso, la mejora, forma parte de la narración de dominación, que desde el comienzo de las ciudades utiliza el miedo a perder lo logrado como fuerza de coacción para justificar un estado de cosas, un orden social específico. El logro de ideales morales racionales no es, per se, tampoco medida de progreso, máxime cuando se ha probado su uso como herramienta positiva de las narraciones de dominación. Incluso las más atractivas para la mente ilustrada, como la kantiana de que el ser humano es un fin en sí mismo, están condicionadas por la estructura emocional grupal, lo que hace que su efectividad praxiológica sea nula mientras no concuerden con los principios generales del orden económico de una sociedad, y es precisamente por esta anulación por lo que funcionan tan efectivamente en las narraciones de dominación como engaño para las masas. Pero no sólo el concepto de progreso histórico (o civilizatorio) es problemático, sino el mismo de éxito evolutivo. Tal concepto, sólo tiene sentido aplicado al proceso general de la vida, iniciado hace unos 3900-3500 millones de años por las bacterias, pero entendiendo el proceso de la vida como una acción vital interpretada en términos míticos. Si la evolución es una acción mítica que utiliza un concepto dinámico en el que se expresa una tasa de cambio, el propio concepto de especie no es sino una simplificación o delimitación temporal de algo continuo. Pensamos en el éxito evolutivo de una especie cuando es capaz de sobrevivir, de adaptarse y cambiar, y por consiguiente, de ya no ser ella misma. Es como decir que un sujeto S tiene una propiedad P (éxito evolutivo, progreso civilizatorio, etc.) cuando deja de ser S. Este problema se soslaya no hipostasiando conceptos, ya sea el de éxito evolutivo de la vida, o el progreso civilizatorio, como algo independiente de nuestra interpretación, como si fuesen objetos que tienen un conjunto de propiedades independientemente de nuestras valoraciones. Si por éxito de un eje simplemente queremos decir que hay un conjunto de acciones míticas que continúan en funcionamiento, más o menos transformadas, cualquier explicación de los motivos por los que sigue el eje que vaya más allá de la constatación de una respuesta adecuada a las condiciones particulares de su entorno, observación tan general como evidente, no puede ser sino una narración de dominación del tipo manifest destiny, pero nunca podría probar su superioridad intrínseca en relación a otros ejes desarrollados por comunidades en otros hábitats y sujetos a otras relaciones ecológicas.

La complejidad de un eje mítico no implica, pues, su superioridad evolutiva con respecto a otro más simple, ni su simpleza lo haría necesariamente más estable vitalmente que otro más complejo. No podemos identificar el proceso de complejificación con el éxito evolutivo. Las distinciones quedan claras si recordamos la relación mimética entre acciones míticas y acciones vitales. Tenemos ejemplos abundantes de esta tesis en los encuentros colonizadores de los últimos cinco siglos. Los ejes míticos se abandonan, se hibridizan, o se mantienen firmes e independientes según la capacidad para armonizar las determinaciones económicas y primitivas de cada comunidad específica en relación al entorno, no en base a una dinámica evolutiva interna de los relatos que nos lleva asintóticamente hacia una verdad. Los Baka, por ejemplo, no parecen sentir ninguna necesidad de abandonar el suyo en pleno siglo XXI, pero muchos nativos australianos o americanos, forzados por las nuevas condiciones de supervivencia, hibridizan sus ejes con los del mundo postmoderno, o los abandonan por completo, frustrados y sintiéndose engañados por unos antepasados que tuvieron una visión ingenua y alucinada de la vida, en procesos psicológicos grupales en los que se expresan serios problemas de identidad27.

Sin embargo, sí encontramos argumentos a favor de los ejes mítico-rituales más consistentes, o menos contradictorios, desde el punto de vista de su efectividad adaptativa, a un escenario ecológico específico. Esta efectividad, lo mismo que cualquier fracaso adaptativo, no obedece a ningún manifest destiny. Las contradicciones entre determinaciones primitivas y/o económicas producen anomias que merman la capacidad flexible de respuesta que requiere la acción vital. El proceso de la racionalidad continua, en cuanto que desarrollo mimético comunicativo de los organismos vivos con el medioambiente, expresa estados homeostáticos en los que la complejificación tiene que armonizarse con la efectividad inmediata de la acción vital, armonía que es una forma de simplificación o adecuación que funciona de forma relativa a cada grado de complejificación. En las valoraciones semánticas de las acciones míticas, el principio de congruencia tiene ascendencia sobre el de no contradicción. Los ejes mítico-rituales funcionan inevitablemente con contradicciones interpretativas, fruto de la acumulación secuencial de conocimiento y la resistencia inercial a descartar en principio el conocimiento antiguo que tuvo resultados positivos, aunque sea contradictorio con los nuevos escenarios existenciales. La cuantificación de las contradicciones no sería necesariamente significativa, no nos serviría como medida para comparar otros ejes, pues un eje puede resultar estable y efectivo, a pesar de sus contradicciones lógicas, simplemente por la congruencia de sus valoraciones con los sistemas emocionales básicos y la ausencia de desafíos externos, como es el caso de los ejes míticos australianos. Las contradicciones fundamentales que paralizan un eje son las que se dan por el fracaso en acomodar las determinaciones primitivas con las económicas, los casos en los que las creencias contradicen frontalmente la supervivencia. No se trata de los casos en los que una determinación primitiva contradice a otra, como por ejemplo, contradicciones entre las autoridades de mitos específicos dentro de un mismo eje, o en predicciones proféticas, que siempre pueden ser interpretadas favorablemente con algunos ajustes lógico-narrativos28, algo extensible también a los casos de un desastre natural no anticipado (como voluntad adversa del dios). Las contradicciones económicas se producen básicamente por la incapacidad del grupo de llevar a cabo la empresa común de la sociedad, incapacidad que se muestra cuando los efectos negativos de la organización sobrepasan a los positivos, es decir, cuando no se puede alimentar y proteger a la masa social por parte de las minorías gobernantes. Al margen de las disrupciones debidas a fuerzas medioambientales, como las de la civilización cretense, o a encuentros desestabilizadores con grupos nómadas militares, como los que sufrieron todos los grandes imperios, los fracasos de los ejes míticos y de sus correspondientes grupos humanos, han sido organizativos, debidos a la incapacidad para atender las necesidades de los grupos humanos mayoritarios y garantizar la estabilidad de la producción, conjuntamente con una fragmentación crítica de los intereses comunes29. Tal conjunción produce una disrupción económica del eje mítico-ritual que impide cualquier efectividad de las respuestas para restablecer el equilibrio homeostático, así como vulnerabilidad en relación a élites de poder internas o civilizaciones externas.

Ya que todos los ejes buscan la supervivencia del grupo, no podemos decir que el fracaso o éxito de un eje específico sea por tener una estructura distinta a la de los demás en relación a la supervivencia, sino por su incapacidad para evitar las contradicciones económicas básicas, ya sea por sobreexplotación de recursos o por fragmentación de intereses sociales. Ejemplos de fracaso organizativo por fragmentación los encontramos en un gran número de civilizaciones, la caída del Imperio Asirio, de los imperios Maurya y Gupta en la India, de los cambios dinásticos en Egipto o en China, en la desintegración del Imperio Español, el Otomano, etc. En estos casos, nos encontramos con las inconsistencias del propio proceso de estratificación, que son ampliadas o reducidas con las narraciones de identidad, según estas proporcionen marcos rígidos o flexibles para adaptar los ejes a las nuevas condiciones económicas. En los casos en los que las narraciones de dominación e identidad satisfagan simbólicamente las necesidades de las emociones básicas, las inconsistencias económicas quedarán silenciadas dentro de algún esquema metafísico, produciendo más estabilidad que en los casos en los que la narración de dominación no es capaz de generar elementos positivos de compensación de los sacrificios30.

No se trata, entonces, de las meras inconsistencias internas de un eje mítico, sino de su incapacidad para incorporar los efectos que la complejificación simbólica tiene sobre las determinaciones primitivas más arcaicas, una complejificación que se produce espontáneamente por la construcción acumulativa económica de la estratificación social, como repuesta reproductiva automática de un sistema comunicativo que ve incrementado su número de relaciones. Las inconsistencias internas de los ejes no son disruptivas mientras la enarización emocional que produce esas inconsistencias no contradiga las emociones básicas, mientras no haya valoraciones de la vida del grupo que vaya contra las condiciones generales de reproducción y estabilidad. La experiencia muestra que las discrepancias de valoraciones pueden ser todo lo grande que se quiera mientras las acciones vitales mínimas queden garantizadas por el eje. Así por ejemplo, hay inconsistencia entre las determinaciones económicas y primitivas de ejes como el budista de Ashoka, o el hinduista Gupta, o los de la cristiandad, o el azteca, en los que se proclama la transitoriedad y carácter onírico del mundo, y a la vez se postula el valor absoluto de las leyes (políticas) de ese sueño. También es contradictorio, como hacen diferentes ejes, proclamar un ser omnipotente que permite el mal, pues implica una divinidad cruel y arbitraria incomprensible, o la creencia en la igualdad de todos los hombres sin una igualdad correspondiente en las remuneraciones por el trabajo, o la convivencia en un mismo sistema político de la democracia con la monarquía y la plutocracia, o la idea de un destino fijo trazado por una entidad sobrenatural que pide también responsabilidad por las acciones personales, o la doble naturaleza de alma y cuerpo del ser humano con leyes y propósitos contradictorios entre sí pero unidos por definición, o la creencia en la posibilidad de una teoría de la física que describa la verdadera naturaleza del universo, vista tal creencia a la luz de los teoremas de Gödel, etc. La consistencia de los ejes mítico-rituales es la que mantengan entre sí la interpretación mítica y la acción vital, la adecuación de los mitos y los ritos que valoran la vida y el entorno a las formas enarias particulares que tengan las emociones en ese grupo humano. De forma secundaria, la consistencia interna que tengan las determinaciones económicas entre sí y las primitivas, contribuye positivamente a la estabilidad general del eje. Las inconsistencias de los ejes postmodernos, cuyas determinaciones económicas de producción siguen principios de racionalidad técnica materialista, superpuesta sobre principios de estratificación social heredados de los mitos de la ley universal, no se deben tanto a sus propias relaciones de explotación (pues las más disruptivas de estas han sido llevadas fuera de sus fronteras), como al fracaso tradicional civilizatorio, la incapacidad para mantener estructuras económicas que permitan crecimiento sostenible de población y recursos sin hacer colapsar el sistema de producción, estructuras que necesitan unas capacidades energéticas que el estado actual de la tecnología no puede satisfacer, y las narraciones de identidad no pueden frenar, sin hacer colapsar el eje mítico. Las inconsistencias de nuestras determinaciones económicas con las medioambientales, no son simplemente tecnológicas. Aunque tales inconsistencias están sostenidas por las formas generales de los crecimientos de cualquier población orgánica -la vida aprovecha cualquier oportunidad para crecer y sólo es limitada por colapsos energéticos-, hemos de tener en cuenta la acción que desarrollan las valoraciones ideológicas de nuestros sistemas económicos como soportes simbólicos de su mecánica. El paso de planteamientos nihilistas de las religiones de la ley universal a las formas del materialismo fetichista del capitalismo, ha supuesto un paso desde preocupaciones emocionales sobre continuidad (inmortalidad) vital y supervivencia formuladas en mitos de transmundanidad tradicionales, a las mismas preocupaciones expresadas en términos de la metafísica monetaria, lo que hace que la finalidad de la vida del grupo sea una valoración económica más, sometiéndonos inevitablemente a formas simbólicas más simples, más automáticas, que retroalimentan el sistema mítico en la dirección del mero crecimiento económico. El uso de un eje mixto universal-humano, con más elementos del primero que del segundo, a la vez que hace posibles las narraciones de dominación, genera una mecánica psicológica para aliviar a nivel personal las inconsistencias que se dan entre las miserias de la estratificación social y el objetivo primario de la vida, su propio desarrollo orgánico. Las determinaciones primitivas, surgidas a posteriori de las económicas, no se limitaban a recoger los frutos de las acciones económicas exitosas, sino que elaboraban una identidad, la cual, aunque muchas veces alucinada e inconsistente con la experiencia, suponía un principio de emergencia valorativa, una transfiguración de los escenarios y acciones que constituyen la vida, ya fuese en las valoraciones que crean más allás metafísicos, y consuelan medicinalmente los infortunios de la estratificación y las dificultades generales de la existencia, o en los desarrollos enarios de las artes, cuyas propuestas de simbolización libre de la experiencia ofrecían una valoración desde la que reinterpretar y reencauzar las finalidades dopamínicas de la acumulación material y de otras compulsiones primarias. La transformación de las finalidades vitales en meras acciones emocionales básicas ha cerrado el paso a la formación de nuevas propiedades emergentes, a la elaboración de ideales y principios regulativos que no están implícitos en la organización de nuestro sistema emocional, el desarrollo de ideas equivalentes a lo que en su momento fueron las de libertad, belleza y otras emociones enarias. El proceso no presenta ninguna novedad, es la misma dinámica de la racionalidad continua. La interpretación más básica de las acciones vitales es una vuelta a los estados homeostáticos más simples, de menor energía, que funciona como fuerza limitadora de la enarización emocional y de la complejificación simbólica.

Cf. Gordon Childe. The Most Ancient East. Chapters 2 and 3. Citado por Toynbee en A Study of History. Vol. I-VI. Ed. Cit. p.69.

Cf. Oswald Spengler, Der Untergang des Abendlandes. Vol.I. 15th-22nd ed. P.153. Citado por Toybbee en A Study of History. Vol.I-VI. Ed. Cit. p.p. 210-211.

Arnold Toynbee ha analizado el rol social de las minorías gobernantes en la creación de las principales civilizaciones (por civilización entiende la formación de un Estado Universal) históricas: Sumeria, Egipcia, Sínica, Indica, Minoica, Maya, Mesoamericana, Hitita, Siríaca, Babilónica, China, Japonesa, Hindú, Helénica, Islámica, Cristiano Ortodoxa, Rusa y Occidental (Véase. Arnold Toynbee. A Study of History. Vol. I-VI. Ed. Cit. p.p. 371-375.) En todos estos casos, tales minorías son los artífices de las narraciones de dominación.

Véase la inscripción de Azitawadda of Adana en The Ancient Near East. Vol. 1. Ed. Cit. p.215-217.

Véase Ssu-Ma-Chien, The Emperor’s Stone Inscription, Langya Terrace. En Records of the Grand Historian. The Chin Dinasty. Humanistictexts.org. Web.

Confucio, Analectos. 2.5. En A Sourcebook inChinese Philosophy. Ed. Cit. p.23.

En el sentido que di para este término en la primera parte de este libro.

Véase The Mongol Interlude in Chinese History. En Stearns, Peter, et al. World Civilizations: the Global Experience. Pearson Longman. U.S.A. 2008. p.p. 425-431.

La filosofía de Chu Hsi ejerce gran influencia también en Corea y Japón, e incluso sobrevivió la Revolución de 1917, para pasar a ser en la década de los treintas la base del pensamiento del nuevo racionalismo de Fun Yu-lan. Véase Wing-Tsit Chan. Chinese Philosophy. Ed. Cit. p.p.588-653.

Véase, Stearns, Peter, et al. World Civilizations. Ed. Cit. p.p. 273-275.

Como la que construye Simón Bolivar en La doctrina del libertador (Biblioteca Ayacucho. Caracas. 2009. p.73.), donde proclama un nosotros americano como especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles.

Véase el análisis de Eduardo Subiráts en El discurso de la modernidad, en su libro El continente Vacío (Siglo Veintiuno Editores. México y Madrid. 1994. p.p.300-321), sobre la dimensión abstracta y racional del converso americano al eje cristiano de los españoles. La identidad personal del converso está perfectamente trabada, como dice Subiráts, con las instituciones teológicamente sancionadas del poder colonial, ya que se le dota de una persona del eje nuevo, pero la identidad que ofrece el cristianismo tan sólo parece moderna por su contenido estoico de universalidad, y no es abstracta en absoluto, pues sólo queda definida en relación a ese eje: es un sujeto de un rey y de un dios, no un sujeto humano general, concepto que requiere ser formulado en los mitos de la ley humana.

En las visiones de Santa Teresa, por ejemplo, hay una sensualidad y unas representaciones emocionales cuyo contenido no es abstracto, y su universalidad no es otra cosa que la generalidad de la emoción básica biológica desarrollada enariamente. Otros místicos como Ibn Arabi, destacan las limitaciones de las visiones con imágenes, y en general de cualquier representación intelectual para comprender la idea de Absoluto, y hablan precisamente de la forma que el creyente da a Allah creándolo a través de la oración. Lo que lleva a que la universalidad (en sentido extrapolítico) y la máxima abstracción, son incomunicables, y por ello, asociales, ergo, no se podría fundar en ellas ninguna narración de identidad.

Desde el martirio de Al-Hallaj por decir que él era la Verdad (Haqq), uno de los nombres divinos, a todas las ejecuciones y torturas de los sufíes y santos cristianos, a manos de las autoridades correspondientes.

Narrada por el Inca Garcilaso en Los comentarios Reales. Libro IX. XV. Editorial Porrúa. México. 1990. p.403.

Aunque podemos encontrar los ejes míticos regionales del catolicismo, el protestantismo y el cristianismo ortodoxo, la convergencia que se aprecia en las democracias liberales del postmodernismo permite que hablemos, en los términos tan generales de la mitopoética, de una civilización europea común, que comienza con el Sacro Imperio Romano Germánico, heredera de la greco-romana, la celta, la escandinava y el resto de las civilizaciones europeas del llamado Período Clásico (1000 a.c- 500 d.c.).

Cf. David A. Freidel, Ahau as Idea and Artifact. En Demarest, Arthur A. and Conrad, Geoffrey W. Ideology and Pre-Columbian Civilizations. Ed. Cit. p. 128.

Todos los ejes mítico-rituales son congruentes en el sentido emocional expuesto más arriba.

Así por ejemplo, el castro celta de Ulaca, en el Sistema Central español tuvo una ocupación, en su época de apogeo, de unos mil habitantes en un espacio de sesenta hectáreas, pero no encontramos en el mundo celta anterior a la conquista romana ninguna ciudad relevante por su tamaño, y sin duda ninguna, nada comparable a los 200.000 habitantes y la complejidad de Tenochtitlan.

Cf. Theodor Mommsen. The History of the Roman Republic. Ed. Cit. p.397.

Véase Native-languages.org (Web) para una referencia de los nombres de los nativos americanos en los que la comunidad toma su nombre del concepto hombre, pueblo, gente, nosotros, etc.

Cf. Michel Foucault. Un diálogo sobre el poder. Alianza Editorial. Madrid. 1985. p. 15.

Como planteó Giles Deleuze en Un diálogo sobre el poder. Ed. Cit. p.16.

Según Toynbee, la admiración de los gobernados (entendiendo por estos un proletariado externo) hacia un poder extranjero que los gobierna, se transforma de admiración en hostilidad. Véase Arnold Toynbee, A Study of History. Vol. VII-X. Ed. Cit. p.120. Sería el caso de los ejes mítico-rituales que se someten al orden de un eje más complejo por admiración. La admiración, en todo caso, no es con respecto a ninguna de las personas sociales particulares de la sociedad más compleja, aunque puede haber identificacions simbólicas, sino con respecto a la eficacia del eje mítico-ritual en su conjunto.

Cf. Hegel. Lecciones de filosofía de la historia universal. Ed. Cit. p. 130. Para Hegel, la naturaleza no hace ningún progreso en las transformaciones de las especies, pero en el espíritu, toda transformación es progreso.

Ibid.

Más arriba ya mencioné el caso de las colonizaciones Cargo.

Mediante las argumentaciones que introducen una disyunción en el condicional, como ya vimos al tratar los razonamientos naturales en la Parte II. 2.2

Este punto de vista ha sido expresado por Toynbee, quien ofrece un buen número de ejemplos de sociedades que perdieron el control sobre el medio físico, en particular, sobre la producción agrícola. Para Toynbee no han sido los enemigos externos las causas de las caídas de las civilizaciones, sino su propia incapacidad para la organización. Véase A Study of History. The Loss of Command over the Enviroment. Ed. Cit. Vol. I-VI. P.p. 255 y s.s.

Toda narración de dominación estable, no las narraciones de guerra, sino las de la siguiente generación, la de los vencedores administrando la nueva homeostasis, han ofrecido siempre una forma de recompensa, o como supervivencia en este mundo (es decir, los beneficios civilizadores), o en otro, cuando la experiencia social se limita a ser esclavismo y explotación.


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